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La
farmacéutica suiza.
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El químico Albert Hoffmann fue el descubridor del LSD, en
1938 estaba estudiando las propiedades químicas del cornezuelo de centeno en
los Laboratorios Sandoz Chemical Company en Basilea, Suiza, cuando sintetizó
dietilamida del ácido lisérgico. La intención era obtener un estimulante para
la circulación y la respiración. De hecho, se probaron los efectos de ésa nueva
sustancia en animales y se detectó que la administración de la sustancia les
generaba cierta intranquilidad.
Las propiedades alucinógenas de la
25ª modificación de la estructura química del cornezuelo de centeno no
despertaron ningún interés especial entre médicos o farmacólogos, y la
sustancia fue olvidada durante cinco años. Un
extraño presentimiento de que la sustancia podría poseer otras cualidades que
las comprobadas en la primera investigación lo motivaron a volver a producir
LSD-25 cinco años después de su primera síntesis para enviarlo nuevamente a la
sección farmacológica a fin de que se realizara una comprobación ampliada. En la primavera de 1943, Hoffmann se metió de nuevo al
laboratorio para producir de nuevo el LSD-25, y el 16 de abril, en la fase
final de la síntesis, al purificar y cristalizar la diamida del ácido lisérgico
en forma de tartrato, ingirió por accidente una pequeña cantidad y descubrió
sus efectos alucinógenos: "El
viernes pasado, 16 de abril de 1943, tuve que interrumpir a media tarde mi
trabajo en el laboratorio y marcharme a casa, pues me asaltó una extraña
intranquilidad acompañada de una ligera sensación de mareo. En casa me acosté y
caí en un estado de embriaguez no desagradable, que se caracterizó por una
fantasía sumamente animada. En un estado de semipenumbra y con los ojos
cerrados (la luz del día me resultaba desagradablemente chillona) me penetraban
si cesar unas imágenes fantásticas de una plasticidad extraordinaria y con un
juego de colores intenso, caleidoscópico. Unas dos horas después ése estado
desapareció". Hoffmann sospechó de una acción
tóxica externa, y supuso que tenía que ver con el tartrato de la dietilamida
del ácido lisérgico. Pensó que un poco de la solución de LSD había tocado la
punta de sus dedos al recristalizarla, y un mínimo de sustancia había sido
reabsorbida por la piel. Si la causa del incidente había sido el LSD, debía de
tratarse de una sustancia que ya en cantidades mínimas era muy activa. Comenzó
una serie de ensayos con la dosis más pequeña: 0,25 mg de tartrato de
dietilamida de ácido lisérgico.
El 19 de abril de 1943, a las 16:20
ingirió 0,5 centímetros cúbicos de una solución acuosa al ½ por mil de LSD: el
primer viaje intencionado de la historia. A las 17:00 empezó a sentir un
extraño efecto: "Comienzo del mareo, sensación de
miedo. Perturbaciones en la visión. Parálisis con risa compulsiva". Desde las 18:00 hasta las 20:00 horas, el punto más
grave de la crisis. Empezó a tener problemas para escribir su informe, en vista
de su estado, pidió a su ayudante que estaba enterada del ensayo que le acompañara
a su casa. El viaje en bicicleta se convirtió
en una experiencia aterradora: "En el
viaje a bicicleta mi estado adoptó unas formas amenazadoras. Todo se tambaleaba
en mi campo visual, y aparecía distorsionado como en un espejo alabeado.
También tuve la sensación de que la bicicleta no se movía. Luego mi asistente
me dijo que habíamos viajado muy de prisa. Pese a todo llegué sano y salvo y
con un último esfuerzo le pedí a mi acompañante que llamara a nuestro médico de
cabecera y les pidiera leche a los vecinos. A pesar de mi estado de confusión
embriagada, por momentos podía pensar clara y objetivamente: leche como
desintoxicante no específico". Ya en
su casa, el LSD comenzó a hacerle un efecto más aterrador. El mareo y la
sensación de desmayo se volvieron tan fuertes que ya no podía mantenerse en pie
y tuvo que recostarse en el sofá: "Todo lo que había en la habitación
estaba girando, y los objetos y muebles familiares adoptaron formas grotescas y
generalmente amenazadoras (…) Todos los esfuerzos de mi voluntad de detener el
derrumbe del mundo externo y la disolución de mi yo parecían infructuosos. Un
demonio había penetrado en mí y se había apoderado de mi cuerpo, mis sentidos y
de mi alma. Me levanté y grité para liberarme de él, pero luego volví a
hundirme impotente en el sofá. La sustancia con la que querido experimentar me
había vencido. Me invadió un miedo terrible de haber enloquecido". Cuando
llegó el médico, ya había superado el punto más alto de la crisis, pero no
estaba en condiciones de formular oraciones coherentes. La ayudante le explicó
el autoensayo y el médico, fuera de las pupilas dilatadas, no pudo comprobar
síntomas anormales. El pulso, la presión sanguínea y la respiración eran
normales. Por eso no le suministró medicamentos. El susto fue cediendo y dio
paso a una sensación de felicidad y agradecimiento crecientes a medida que
retornaban un sentir y pensar normales con la certeza de que había escapado
definitivamente del peligro de la locura: "Ahora comencé a gozar poco a poco del inaudito juego de
colores y formas que se prolongaba tras mis ojos cerrados. Me penetraban unas
formaciones coloridas, fantásticas, que cambiaban como un calidoscopio, en
círculos y espirales que se abrían y volvían a cerrarse, chisporroteando en
fontanas de colores, reordenándose y entrecruzándose en un flujo incesante. Lo
más extraño era que todas las percepciones acústicas, como el ruido de un
picaporte o un automóvil que pasaba, se transformaban con sensaciones ópticas.
Cada sonido generaba su correspondiente imagen en forma y color, una imagen
viva y cambiante… Luego me dormí exhausto y desperté a la mañana siguiente,
reanimado y con la cabeza despejada, aunque físicamente aún poco cansado. Me
recorrió una sensación de bienestar y nueva vida. El desayuno tenía un sabor
buenísimo, un verdadero goce. Cuanto más tarde salí al jardín, en el que ahora, después
de una lluvia primaveral, brillaba el sol, todo centelleaba y refulgía en una
luz viva. El mundo parecía recién creado. Todos mis sentidos vibraban en un
estado de máxima sensibilidad que se mantuvo todo el día. Éste autoensayo
mostró que el LSD-25 era una sustancia psicoactiva con propiedades
extraordinarias. Que yo sepa, no se conocía ninguna sustancia que con una dosis
tan baja provocara efectos psíquicos tan profundos y generara cambios tan
dramáticos en la experiencia del mundo externo e interno y en la conciencia
humana". Tras
el descubrimiento de sus efectos psíquicos, el LSD volvió a ser objeto de
pruebas y experimentos. Sandoz Chemical Company
puso el ácido lisérgico a disposición de institutos de investigación y del
cuerpo médico en forma de un preparado experimental gratuito que llevaba el
nombre Delysid. El fármaco empezó a utilizarse para
el tratamiento de la psicosis y para conseguir mejores resultados en las
sesiones de psicoanálisis. El mal viaje voluntario que describe Hoffmann puede
ser reconocible en algunos efectos de los ataques de ansiedad y los ataques de
pánico. Los síntomas emocionales de ataques
de ansiedad: aprensión y preocupación, angustia, intranquilidad y miedo. Los
síntomas emocionales de ataques de pánico: miedo, temor a morir o perder el
control, un sentido de desapego del mundo (desrealización) o de uno mismo
(despersonalización). Los síntomas físicos son iguales en los ataques de
ansiedad y los ataques de pánico: palpitaciones cardíacas o ritmo cardíaco
acelerado, dolor en el pecho, dificultad para respirar, sensación de asfixia,
boca seca, sudoración, escalofríos o sofocos, estremecimiento o temblores,
entumecimiento u hormigueo, náuseas, dolor abdominal o malestar estomacal,
dolor de cabeza, debilidad, mareos. En mi caso, sin un historial de alcohol,
tabaco o drogas, he experimentado un trastorno de ansiedad generalizada durante
seis meses, resuelto en tres meses con Fluoxetina
y Escitalopram, y ataques de pánico. En el primero tienes la sensación de muerte todo el tiempo
y en el segundo durante minutos o media hora, pero además el temor de perder el
control y de volverse loco. O como lo expresa Albert Hoffmann: "el derrumbe del mundo externo", "la disolución de mi yo", "Un demonio había penetrado en mí". La diferencia es que la experiencia no
es alucinatoria, sino el desapego externo (desrealización) e interno
(despersonalización) por la disminución del dióxido de carbono en la sangre.
Para lo cual se recomienda una bolsa con orificios durante la hiperventilación: "El cornezuelo es producido por una seta inferior
(claviceps purpurea), que prolifera sobre todo en el centeno, pero también en
otros cereales y en gramíneas silvestres. Los granos atacados por ésta seta
evolucionan transformándose en conos entre marrón claro y marrón violeta,
combados (esclerótidos), que se abren paso en las espeltas en vez de un grano
normal.
Desde
el punto de vista botánico, el cornezuelo de centeno es un micelio duradero, la
forma de invernada de la seta. Oficialmente, es decir, para fines curativos, se
emplea el citado cornezuelo del centeno (secale cornutum). Su
historia es una de las más fascinantes del mundo de las drogas. El cornezuelo ingresa en la historia en la Alta Edad
Media, como causa de envenenamientos masivos que se presentan a modo de
epidemia y durante los cuales mueren cada vez más miles de personas. El mal,
cuya conexión con el cornezuelo no se descubrió durante mucho tiempo, aparecía
bajo dos formas características: como peste gangrenosa (ergotismus
gangraenosus) y como peste convulsiva (ergotismus convulsivus).
A la forma gangrenosa del ergotismo se referían denominaciones de la enfermedad
del tipo de mal des ardents, ignis sacer "mal
de los ardientes, fuego sacro". El
santo patrono de los enfermos de estos males era San Antonio, y fue la orden de
los antonianos, sobre todo, la que se ocupó de cuidarlos. En la mayoría de los
países europeos y también en determinadas zonas de Rusia se consigna la
aparición endémica de envenenamientos por el cornezuelo hasta nuestra época. Con el mejoramiento de la agricultura, y después de
haberse comprobado en el siglo XVII que la causa del ergotismo era el pan que
contenía cornezuelo, fueron disminuyendo cada vez más la frecuencia y el alcance
de las epidemias. La última gran epidemia afectó en los años 1926-1927 a
determinadas regiones del sur de Rusia. La
primera mención de una aplicación medicinal del cornezuelo –como ocitócico- se
encuentra en el herbario del médico municipal de Francfort Adam Lonitzer
(Lonicerus) del año 1582. Pese a que las comadronas, según se desprende del
herbario, habían usado desde siempre el cornezuelo como ocitócico, ésta droga
sólo ingresó en la medicina oficial en 1908, merced a un trabajo de John
Stearns, un médico americano, llamado Account of the pulvis parturiens, a
Remedy for Quickenning Child-birth. Sin embargo, la aplicación del cornezuelo
como ocitócico no satisfizo las expectativas. Ya muy temprano se reconoció el
gran peligro para el niño, debido sobre todo a la dosificación poco segura y
demasiado alta, lo cual llevaba a espasmos del útero. Desde entonces, la
aplicación del cornezuelo en obstetricia se limitó a la cohibición de las hemorragias
posteriores al parto"
(Hoffmann, pp. 19, 20, 21). Después de la inclusión del cornezuelo en diversos
libros de medicamentos en la primera mitad del siglo XIX comenzaron también los
primeros trabajos químicos para aislar las sustancias activas de ésta droga.
Los numerosos científicos que se ocuparon de éste problema durante los primeros
cien años de su investigación no lograron identificar los verdaderos vehículos
de la acción terapéutica. Sólo los ingleses G. Barger y F. H. Carr aislaron en
1907 un preparado de alcaloides eficaz pero no uniforme. Lo llamaron
ergotoxina, porque presentaba más los efectos tóxicos que los terapéuticos del
cornezuelo. De todos modos, el farmacólogo H. H.
Dale descubrió ya en la ergotoxina que, al lado del efecto contractor del
útero, ejercía una acción importante para la aplicación terapéutica de ciertos
alcaloides del cornezuelo, antagónica a la adrenalina, sobre el sistema
neurovegetativo. Sólo con aislamiento de la ergotamina por A. Stoll, un
alcaloide del cornezuelo ingresó en la medicina y halló amplia aplicación.
A
comienzos de la década de los años treinta se inició una nueva fase en la
investigación del cornezuelo cuando laboratorios ingleses y americanos
empezaron a averiguar la estructura química de alcaloides del cornezuelo. A
través de la disociación química, W. A. Jacobs y L. C. Craig, del Rockefeller
Institute de Nueva York, lograron aislar y caracterizar el componente
fundamental común a todos los alcaloides del cornezuelo. Lo
llamaron ácido lisérgico. Más tarde marcó un
progreso importante, en sentido tanto químico cuanto médico, el aislamiento del
principio hemostático del cornezuelo que actúa específicamente sobre el útero. La publicaron simultáneamente cuatro institutos
independientes entre sí, entre ellos el Laboratorio Sandoz. Se trataba de un
alcaloide con una estructura relativamente simple, al que A. Stoll y E.
Burckhardt denominaron ergobasina (sinónimos: ergometrina, ergonovina). En la
desintegración química de la ergobasina, W. A. Jacobs y L. C. Craig obtuvieron
como productos de desdoblamiento ácido lisérgico y el aminoalcohol
propanolamina. Albert Hoffmann ingresó en la
primavera de 1929 en el laboratorio químico-farmacéutico de Sandoz como colaborador
del profesor Dr. Arthur Stoll, fundador y director de la sección farmacéutica.
Su primera tarea fue ligar químicamente los dos componentes de la ergobasina,
es decir, el ácido lisérgico y la propanolamina, para obtener el alcaloide por
vía sintética. La dosis callejera es de 50 mg a 80 mg: con un kilogramo de
ergometrina o ergotamina se pueden fabricar 2.500.000 a 4.000.000 de dosis, con
un kilogramo de ácido lisérgico se pueden elaborar de 8.500.000 a 13.000.000 de
dosis. Los resultados de los estudios de
laboratorio sugieren que el LSD, al igual que las plantas alucinógenas, actúan
sobre ciertos grupos de receptores de serotonina conocidos como los receptores
5-HT, y que sus efectos más prominentes en dos regiones del cerebro: una, la
corteza cerebral, el área involucrada en el estado de ánimo, la cognición y la
percepción; y la otra, el locus ceruleus, que recibe las señales sensoriales de
todas las partes del cuerpo. Los efectos del
LSD comienzan entre 30 a 90 minutos después de ser ingerida y pueden durar
hasta 12 horas: "Los
experimentos animales no informan mucho acerca de las modificaciones psíquicas ocasionadas
por el LSD, porque éstas casi no se pueden comprobar en los animales inferiores
y en modo restringido en los más evolucionados. El LSD desplegaba sus efectos
sobre todo en el dominio de las funciones psíquicas y espirituales superiores y
en las más altas de todas. Así es comprensible que puedan esperarse reacciones
especificas al LSD en animales superiores. No pueden
comprobarse cambios psíquicos sutiles en el animal, pues, aunque se hayan
producido, el animal no puede expresarlos. Sólo pueden reconocerse
perturbaciones psíquicas relativamente masivas, que se expresan en una conducta
distinta del animal de experimentación. Para
ello hacen falta dosis que también en animales superiores, como gatos, perros y
monos, son muy superiores a la dosis de LSD activa en el hombre. Mientras que
en el ratón pueden comprarse perturbaciones en la motilidad y cambios en la
conducta de lamido, en el gato, además de síntomas vegetativos, como pelos
erizados y la presencia de alucinaciones. Los
animales miran fijamente y atemorizados, y contrariamente al proverbio (alemán)
de que "el gato nunca deja de cazar ratones",
no sólo deja de hacerlo sino que hasta les teme. También en perros sometidos al
LSD es de suponer que se producen alucinaciones. Muy sensible es la reacción de
una comunidad de chimpancés en una jaula cuando un miembro de la familia toma
LSD. Aunque en el propio animal no puedan comprobarse cambios, toda la jaula se
alborota, porque el chimpancé con LSD aparentemente deja de cumplir con
precisión las leyes del muy sutil orden jerárquico familiar. Entre las
especies animales extravagantes en las que se probó el LSD citemos únicamente
los peces de colores y las arañas. En los peces de acuario se observan extrañas
posiciones de natación, y en las arañas se pueden comprobar cambios provocados
por el LSD en la construcción de la telaraña. Con dosis óptimas muy bajas las
telarañas se construyen aún más regulares y exactas que las normales; pero con
dosis más altas, las arañas tejen mal y rudimentariamente"
(Hoffmann, pp. 38, 39).
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La
farmacéutica alemana.
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Norman Ohler en "El Gran Delirio: Hitler, drogas y el III Reich" (CRÍTICA, 2015) expone el secreto
farmacéutico de la invencibilidad nazi. Legalmente, en comprimidos y bajo el
nombre comercial de Pervitin, éste producto tuvo un éxito arrollador en todos
los rincones del imperio alemán durante la década de 1930 y, más tarde, también
en la Europa ocupada, y se convirtió en una "droga popular" socialmente aceptada y disponible en
cualquier farmacia. Sólo a partir de 1939 se sirvió bajo prescripción médica y
en 1941 fue finalmente sometida a las disposiciones de la Ley del Opio del
Reich.
Su ingrediente, la metanfetamina, es
actualmente una sustancia ilegal o estrictamente reglamentada, pero sus cerca
de cien millones de consumidores la convierten en uno de los tóxicos más
apreciados de nuestro tiempo, y la tendencia va al alza. Se elabora en
laboratorios clandestinos, a menudo por químicos aficionados, generalmente
adulterada y es popularmente conocida como cristal meth.
La forma cristalina de la denominada "droga
del horror" disfruta –en dosis frecuentemente
elevadas y generalmente por vía nasal- de una insospechada popularidad
precisamente también en Alemania. Éste estimulante, cuyo chute es
peligrosamente intenso, se consume como droga de ocio o para aumentar el
rendimiento en oficinas, parlamentos y universidades. Quita el sueño y el
hambre y promete euforia, pero es, sobre todo en su forma farmacéutica actual,
una droga nociva, potencialmente destructiva y capaz de crear adicción a pasos
acelerados. Los laboratorios Temmler se
establecieron en Berlín-Johannisthal en 1931. Un año después, cuando Albert
Mendel, copropietario judío de la Chemische Fabrik Tempelhof, fue expropiado,
Temmler se hizo cargo de la parte de Mendel y comenzó su rápida expansión. En
el laboratorio del doctor Fritz Hauschild, jefe de Farmacología de Temmler
entre 1937 y 1941, nació la metanfetamina. La
historia del opio farmacéutico en Alemania se remonta a Paderborn, Westfalia. En 1805
el ayudante de farmacia Friedrich Wilhelm Sertüner experimentaba con la
adormidera, cuyo espeso jugo, el opio, alivia el dolor como ninguna otra
sustancia. La concentración del principio activo presente en el opio puede
variar en función de las condiciones de crecimiento de la planta: unas veces,
el jugo amargo de la adormidera no aliviaba el tormento lo suficiente, y otras,
se obtenían sobredosis no deseadas e intoxicación. Sertürner consiguió aislar
la morfina, el principal alcaloide del opio. Farmacias de toda Europa se
convirtieron en pocos años en verdaderas manufacturas donde se establecieron
estándares farmacológicos.
En Darmstadt, el propietario de la
farmacia Engel, Emanuel Merck, se distinguió como pionero de ésta tendencia y
postuló en 1827 como filosofía empresarial la voluntad de suministrar
alcaloides y otros fármacos siempre con la misma calidad. Fue el nacimiento no solo de la todavía próspera firma
Merck, sino también de la industria farmacéutica alemana en general. Con la
invención hacia 1850 de la jeringa, la marcha triunfal de la morfina ya no se
detendría. Éste analgésico se empleó masivamente en la guerra de Secesión
estadounidense (1861-1865) y en la guerra franco-prusiana (1870-1871), donde
los chutes de morfina estaban a la orden del día.
Su influencia fue decisiva, tanto para bien como para mal. Para bien, porque
conseguía apaciguar el suplicio de los heridos graves; para mal, porque ello
hacía posibles las guerras a una escala aún mayor, ya que los soldados que
antes quedaban inútiles por un tiempo prolongado a causa de una herida, ahora
podían recobrar fuerzas y ser devueltos a la primera línea de fuego. Con la
morfina, la evolución de los métodos de analgesia y aturdimiento –con fines anestésicos
o no- alcanzó un clímax decisivo que afectó en la misma medida a ejércitos y
sociedad civil. Del obrero al aristócrata, la supuesta panacea se impuso
por todo el mundo, desde Europa y Asia hasta América. En aquella época, en los
drugstores diseminados por Estados Unidos de costa a costa se ofrecían sin
receta dos sustancias particularmente activas. Por un lado, se servían zumos
con morfina como sedantes y, por otro, se administraban cócteles con cocaína
(como al principio el vino Mariani –un burdeos con extracto de coca- o la
Coca-Cola) para combatir el desánimo, como euforizante hedonista o como
anestesia local.
Pero esto sólo fue el principio. Rápidamente, la naciente industria quiso
diversificarse y tuvo que crear nuevos productos. El 10 de agosto de 1897, Felix Hoffmann, químico de la
empresa Bayer, sintetizó el ácido acetilsalicílico a partir de un principio
activo de la corteza de sauce. El producto se lanzó al mercado bajo el nombre
de Aspirin y conquistó el globo. Once días después, el mismo investigador
inventó la que sería la primera droga de diseño, otra sustancia que también
causaría furor en todo el mundo: la diacetilmorfina, un derivado de la morfina.
Salió a la venta con el nombre de
Heroin y comenzó su marcha triunfal. "La
heroína es un bonito negocio",
pronosticaron orgullosos los directores de Bayer,
quienes comercializaron el medicamento para combatir el dolor de cabeza, el
malestar e, incluso, como jarabe infantil contra la tos. También sostenían que
hasta los lactantes podían tomarlo en caso de cólico intestinal o problemas de
sueño. El negocio iba viento en popa no sólo para Bayer. Otros bastiones de
la farmacología moderna también se establecieron en el último tercio del siglo
XIX a lo largo del Rin. Antes del cambio de siglo, Alemania
ya se había convertido, como industria química, en el "laboratorio del mundo". Las empresas alemanas que copaban los primeros puestos
del mercado mundial no sólo producían la mayoría de medicamentos, sino que
también suministraban a todos los rincones del mundo la mayor parte de los
ingredientes químicos necesarios para su elaboración.
De la noche a la mañana, pequeños negocios que nadie conocía prosperaron y se
convirtieron en empresas influyentes: "En 1925, las grandes fábricas químicas se fusionaron en el
conglomerado IG Farben y crearon, de golpe, uno de los consorcios más poderosos
del mundo con sede en Fráncfort. Sobre todo los opiáceos seguían siendo una
especialidad alemana. En 1926, el país encabezaba la lista de estados
productores de morfina y era líder mundial en exportación de heroína: el 98% de
la producción iba al extranjero. Entre 1925 y 1930 se fabricaron 91 toneladas
de morfina, un 40% de la producción mundial. En 1925, Alemania
firmó, con reticencias y obligada por el tratado de Versalles, un acuerdo
internacional de la Sociedad de Naciones sobre el control del opio destinado a
regular el tráfico de la sustancia. Su ratificación en Berlín no se produjo
hasta 1929. Antes, en 1928, la industria de alcaloides alemana todavía
refinaría doscientas toneladas de opio. Los
alemanes también fueron líderes en otra sustancia: las empresas Merck,
Boehronger y Knoll dominaron el 80% del mercado mundial de la cocaína. La que
se elaboraba en los laboratorios Merck de Darmstadt era considerada la mejor en
todo el planeta; hasta los chinos piratearon el producto e imitaron las
etiquetas. Hamburgo era el principal centro europeo de distribución de cocaína
bruta: cada año se importaban legalmente
miles de kilos a través de su puerto. Así, por ejemplo, Perú transportaba a
Alemania la práctica totalidad de su producción anual de cocaína bruta (más de
cinco toneladas) para procesarla. El influyente Comité del Opio y la Cocaína,
en el cual se habían agrupado los fabricantes de drogas alemanes para
representar los intereses del sector, trabajó incansablemente para estrechar
lazos entre el gobierno y la industria química. Dos
cárteles formados por sendos puñados de empresas se repartieron, en virtud de
otro acuerdo de cártel, el lucrativo mercado "en todo el mundo": eran la Convención de la Cocaína y la Convención del
Opio. Merck ocupaba puestos ejecutivos en ambas organizaciones.
La
joven República, bañada en sustancias estupefacientes y alteradoras de la
conciencia, suministraba heroína y cocaína a todos los rincones de la Tierra y
se erigía en camello global. Éste desarrollo científico y económico también se
reflejó en el espíritu de la época. Los paraísos artificiales estaban en boga
en la República de Weimar. La gente prefería evadirse a mundos ficticios en vez
de encarar una realidad a menudo poco halagüeña, un fenómeno que definía a la
perfección, tanto política como culturalmente, la primera democracia creada en
suelo alemán"
(Ohler, pp. 24, 25). La población no quiso reconocer los verdaderos motivos de
la derrota en la Primera Guerra Mundial y suprimió de sus conciencias la
corresponsabilidad del establishment nacional-imperial en el fiasco bélico. En
1921 la compensación económica de los aliados (EE.UU., Reino Unido, Francia,
Bélgica) en el Ultimátum de Londres: 132.000 millones de marcos oro, tres veces
el PIB antes de la guerra, con un pago inmediato de 2.000 millones cada año y
el 26% de las exportaciones. Una inflación de
29.500%; el aumento del índice de precios al consumidor con un incremento del
39,2% en 1920 y 1922, a 56.000.000% de julio a noviembre de 1923; la relación
del marco con el dólar, 7.729 marcos en enero de 1923, 400.000 en julio, un
millón en agosto, 160 millones en septiembre, el récord de 4,2 billones en
noviembre. Los alemanes experimentaban depresiones, ataques
de pánico, trastornos de ansiedad, alimentación deficiente y servicios
sanitarios mínimos. Los niños jugaban con los billetes porque los adultos
recurrían al trueque. La especulación de los inversores hizo que se refugiaron
en el dólar, la libra esterlina, el franco o el oro para comprar bienes a
precio de remate, exportar productos a bajo precio y liquidarlos en dólares. En
1924 el anuncio del Reichsmark "marco
imperial" para contener la inflación con el regreso al
patrón oro. Todos los valores
morales se hundieron junto con la moneda. En los cines se proyectaban películas
sobre la cocaína o la morfina y en las esquinas se podía conseguir cualquier
droga sin necesidad de receta. En el barrio de Friedrichstadt, comerciantes
chinos procedentes de la antigua concesión colonial de Kiau Chau regenteaban
fumaderos de opio y en las trastiendas del distrito de Berlín-Mitte se abrían
locales nocturnos. Traficantes
repartían octavillas cerca de la estación de Anhalt para informar de las
fiestas ilegales y las llamadas "noches de la belleza".
Clubes de grandes dimensiones, como el famoso Haus Vaterland de la Postdamer
Platz o el salón de baile Resi de la Blumenstrasse
–célebre por la promiscuidad desenfrenada- y otros establecimientos de menor
aforo, como el Kakadu-Bar o el Weisse Maus, en cuya entrada se repartían máscaras para
asegurar el anonimato de los clientes, atraían a las masas ávidas de diversión.
Una forma precursora de turismo de ocio y drogas
procedente de los países occidentales vecinos y Estados Unidos se instauró en
Berlín porque allí todo era tan excitante como asequible. Perdida la guerra
mundial, todo estaba permitido, y la metrópolis se transformó en la capital
europea de la experimentación. La Berlín de posguerra era como México, España, Francia,
Argentina, Holanda, Filipinas o Tailandia. Países de putas,
putos, tratantes y narcotraficantes. La cultura de la diversión llenaba el
vacío tan bien como podía, como refleja la canción popular de la época Neues Berliner Kommerslied "Nueva
canción de los estudiantes berlineses"
o Wir sachnupfen und wir spritzen "Esnifamos
y nos chutamos" de Fritz von Ostini: "Antes,
por momentos, el alcohol, ese néctar despiadado, a un placer caníbal nos llevó,
pero ahora sale caro. Y por eso en Berlín nos pirra la cocaína y la morfina aunque afuere
truene y caigan rayos, ¡esnifamos y nos chutamos! … En el restaurante, el
camarero sirve frasquitos de coca, y a un mundo más ameno te trasladas unas
horas; la morfina surte efecto (subcutánea) en el órgano central, instantánea,
para encender los ánimos ¡esnifamos y nos chutamos! Los fármacos prohibidos por
la ley de los arriba, pero lo que el gobierno ha abolido, es con lo que hoy se
trafica. Así la
euforia fácilmente surge y aunque el Mal nos desplume con los ojos cerrados
¡nos chutamos y esnifamos! Y se chutan en el manicomio y esnifan hasta morir.
¡Oh, Dios mío!, ¡qué peor encomio en éste mundo vivir! Pues una gran casa de locos es Europa de todos modos, y en el
Paraíso gusta hacer parada ¡a base de chutes y esnifadas!".
En 1928, solamente en Berlín se vendieron
legalmente con receta 73 kilos de morfina y heroína en las farmacias. Quien se
lo podía permitir, consumía cocaína, el arma definitiva de intensificación del
presente. La coca se extendió por todas partes y se erigió en símbolo de una
época de desenfreno. Compitiendo por hacerse con el poder en las
calles, comunistas y nazis la estigmatizaron como el "veneno
de la degeneración". Las reacciones a la oleada de desinhibición se
multiplicaron. La ultraderecha nacionalista decía pestes de la "decadencia
moral", pero también del bando conservador salían
ataques similares. Incluso cuando se aceptó con orgullo el ascenso de Berlín a
la categoría de metrópolis cultural, hasta la burguesía, que en los años veinte
perdía categoría social, mostraba su desconcierto condenando radicalmente la
cultura de diversión y masas, a la que tachaba de decadentemente occidental. Pero la peor campaña en contra de la búsqueda de salvación
farmacológica durante la época de Weimar llegó del bando nacionalsocialista.
Tras la toma del poder el 30 de enero de 1933, los nacionalsocialistas asfixiaron
en poco tiempo la exaltada cultura del ocio de la República de Weimar.
Las drogas se prohibieron porque permitían experimentar irrealidades distintas
de las nacionalsocialistas, y tales "venenos
seductores" no podían tener cabida en un sistema donde sólo
el Führer estaba llamado a seducir. El camino tomado por
los gobernantes en su lucha contra las drogas no fue tanto endurecer una Ley
del Opio heredada de la época de Weimar, sino crear nuevas disposiciones al
servicio de la idea fundamental nacionalsocialista de "higiene racial". Al concepto "droga" se le atribuyeron valores negativos. El consumo fue estigmatizado y
castigado de la forma más severa posible. Mientras en la República de Weimar se
habían preferido períodos de desenganche más lentos o suaves, en el III Reich
se optó por escarmentar al adicto y no ahorrarle el sufrimiento del síndrome de
abstinencia: "Bajo
el nacionalsocialismo, Alemania conoce un período brutal de orden moral. La ambición de los dirigentes consiste en purgar el país de todos los
elementos que no se conformen a un ideal esculpido por la propaganda: ario, de
cuerpo sano, fanático, útil para la sociedad. Todos aquellos que se aparten de
dicho ideal son considerados unos parásitos: los no arios, los enfermos, los
desafectos y los inútiles. Como bien demostró el estudio
realizado por la historiadora Florence Tamagne, un buen número de sabios
europeos, sobre todo alemanes, consideran la homosexualidad una enfermedad biológica. Tiene el potencial de debilitar la
raza. Por lo tanto, hay que combatirla. Ésta idea ampliamente difundida lleva
al régimen a modificar en 1935 la tolerante legislación de la República de
Weimar –en concreto, el párrafo 175 del Código Penal- y a crear, en el marco de
la policía moral, un cuerpo especial cuyo objetivo es acosar a los
homosexuales, así como perseguir a aquellos que son denunciados o pillados en
delito flagrante y enviarlos a la cárcel –y más adelante, a los campos de
concentración-… Al amparo de la República de Weimar, Berlín se
había convertido en una especie de patria refugio para los homosexuales del
mundo entero. Restaurantes, salas de noche y cabarés reclutaban a su clientela,
a veces exclusivamente, en éste ambiente. Dos años más tarde, ninguno de los
establecimientos citados en las guías de la noche berlinesa se distinguía por ésta
particularidad. No consigue filtrarse la más mínima alusión al tema…
Las lesbianas, por ejemplo, al final de los años veinte, se mostraban en
público sin riesgo alguno y llamaban incluso la atención de una prensa popular
muy difundida. Varias personalidades del espectáculo eran conocidas por sus
preferencias… El entorno de los cabarés no se ve afectado únicamente por
motivos sexuales. La política de decencia la toma con la pornografía, cuya
definición es algo difusa. Establecimientos berlineses como el Katakombe en Lutherstrasse
o el Tingel-Tangel en Kantstrase, son
cerrados en 1935 por considerarse licenciosos y sediciosos… A partir de ese
momento, los espectáculos de music-hall tienen que pasar por una comisión de
censura. Ésta vigilancia atañe, como es de suponer, a todos los espectáculos,
pero sobre todo al rico mundo de las fiestas y de la noche... La guía Badeker
dedica una rúbrica a los "establecimientos de baile y placer" de la capital. Entre ellos cita el Haus
Vaterland, ubicado en el hotel Kempinski cerca de la Postdamer Platz,
destacando sus salones, el bar del Far West y la terraza renana. Cita a
continuación el Atlantis, en la Behrenstrasse, y el AltBayer en Friedrichtrasse
por sus cabarés" (Almeida,
pp. 227, 228, 230, 231).
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La
ultraderecha francesa.
¸¸¸¸¸
Alan Riding en "Y siguió la
fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis" (CRÍTICA, 2012),
aborda la guerra cultural de las vanguardias. La primera propuesta fue la del
dadaísmo, un movimiento semianárquico y antibélico fundado en la Suiza neutral
por el poeta rumano Tristan Tzara, que por aquel entonces contaba tan sólo veinte
años. Fundado en 1916 y presentado en el Cabaret Voltaire de Zúrich, en un
espectáculo que se definía como "anti-arte". El dadaísmo
pretendía movilizar la pintura, el diseño, el teatro y la poesía para que se
convirtieran en armas contra la "guerra capitalista".
La idea se
expandió rápidamente y llegó hasta Berlín, Ámsterdam y Nueva York, donde en
1917 Duchamp presentó un urinario colocado boca abajo como obra de arte
titulada Fuente y, en el proceso, inventó el "arte conceptual". El dadaísmo también despertó interés en
París, donde André Breton, un joven poeta con grandes ideas, fundó un periódico
dadaísta que bautizó con el nombre de Littérature. En 1919, Tzara se
trasladó a París y continuó escribiendo manifiestos y organizando espectáculos
de "anti-arte". Pero Breton en 1923, cuando tenía
veintisiete años, rompió con Tzara y, con la publicación del Manifiesto
surrealista el año siguiente, fundó un nuevo movimiento que iba a liderar, en
Francia y en el exilio, las siguientes cuatro décadas. Con el tiempo, el surrealismo sería
conocido fundamentalmente por sus pinturas, por las imágenes oníricas o
fantasmagóricas creadas por Dalí, Ernst, Miró, René Magritte, André Masson e
Yves Tanguy. Entre los surrealistas, fomentó la exploración del inconsciente
mediante la interpretación de los sueños y la "escritura automática", donde el inconsciente guía la mano en
una forma de asociación libre de ideas. Algunos de los grandes poetas de la
época como Louis Aragon, Paul Éluard, Robert Desnos y Benjamin Péret se sintieron
atraídos hacia el movimiento y vieron en el surrealismo una liberación del
orden francés clásico. Otros artistas, entre ellos Frida Kahlo y Magritte, que,
aunque usaban el lenguaje del surrealismo, rechazaron el liderazgo autoritario
de Breton. El propio Breton estaba más interesado en
la poesía que en la política, pero también definió el surrealismo como un
movimiento revolucionario en un sentido amplio. Con la esperanza de extenderse
más allá de su reducido círculo de la Rive Gauche, en 1926 llamó a sus
seguidores a afiliarse al Partido Comunista francés. Sin embargo, si el
movimiento perseguía liberar a la sociedad, el momento elegido no pudo ser
menos oportuno. Tras la muerte de Lenin en 1924, Stalin instauró un régimen
unipersonal que empezó por aplastar la libertad artística en nombre del
realismo socialista y que pronto aterrorizó a millones de personas.
En el extranjero,
poco a poco los agentes de Stalin fueron obligando a los partidos comunistas a
acatar las órdenes de Moscú al pie de la letra, y eso incluía abrazar el modelo
cultural soviético como ejemplo para todos. En 1933, Breton, que ya había tenido suficiente,
empezó a criticar las posiciones del partido, que lo expulsó, junto con Éluard,
por hereje. Aragon decidió no seguirlos y entonces fue Breton quien lo expulsó
del movimiento surrealista. En el marco cada vez más dramático de la política
francesa ésta fue una disputa ciertamente secundaria, pero que presagió hasta
qué punto la cultura iba a verse pronto arrastrada por la vorágine ideológica. Lo que importaba a la mayoría de las
personas que vivían en Francia era quién gobernaba el país o, mejor dicho,
saber si Francia era gobernable, algo sobre lo que existían serias dudas,
particularmente durante la Tercera República. Su constitución, concebida como
una reacción contra el centralismo imperialista de Napoleón III, propiciaba una
presidencia débil y fomentaba gobiernos de coalición que se enzarzaban en
disputas constantes. El poder residía en la Cámara de Diputados, que era la
encargada de elegir al primer ministro y que, a ojos de muchos ciudadanos
franceses, existía tan sólo para hacer componendas. Al frente de la izquierda
no comunista estaba un encantador intelectual judío y antiguo crítico teatral,
Léon Blum. Flotando más o menos en el centro del espectro político estaban los
Radicales, que solían unirse a coaliciones lideradas por los conservadores,
pero que estaban divididos entre los líderes de la vieja guardia como Camille
Chautemps y Édouard Herriot, y un grupo más joven dirigido por Édouard
Daladier; entre los tres, ostentaron el cargo de primer ministro ni más ni
menos que en diez ocasiones distintas. A la derecha, Raymond Poincaré y André
Tardieu también estaban acostumbrados a las componendas: cada uno de ellos fue
ministro en tres ocasiones, lo mismo que Laval, que empezó su carrera como
socialista y terminó como primer ministro del Gobierno colaboracionista durante
la ocupación alemana. Paul Reynaud, por su parte, aportó una de las pocas voces razonables
al debate político y fue el único que abogó por el rearme, aunque no accedió al
Gobierno hasta marzo de 1940, cuando ya era demasiado tarde para cambiar la
situación. Éstos eran los hombres que dirigían Francia mientras ésta se
encaminaba hacia el desastre. Mientras la Unión Soviética generaba un Stalin, Italia un Mussolini y
Alemania un Hitler, Francia tuvo ni más ni menos que treinta y cuatro Gobiernos
distintos entre noviembre de 1918 y junio de 1940. La gestión de la depresión
por parte de todos esos Gobiernos no hizo más que exacerbar la parálisis. La economía francesa había salido bien
parada de la década de 1920, empujada por una fe pertinaz en la importancia de
un franco fuerte y un presupuesto equilibrado. Ésa fe se vio más reforzada aun
cuando la economía francesa pareció sobrevivir a las réplicas inmediatas del crash de Wall Street en 1929. Sin embargo, en 1931 la Depresión alcanzó
Francia y pronto se vio agravada por la devaluación de la libra esterlina,
primero, y del dólar americano, más tarde. Con un franco súbitamente
sobrevaluado, las exportaciones francesas cayeron en picado y la tasa de paro
se disparó. Con la excepción de Reynaud, los líderes políticos franceses
insistieron en negarse a devaluar el franco y a combatir la deflación con déficit
público; en lugar de ello, se obstinaron en mantener un presupuesto equilibrado
y en recortar los gastos gubernamentales, incluida la partida de defensa. Las
consecuencias de ésa política fueron desastrosas: la Depresión duró más en
Francia que en muchos otros países, la inquietud social alimentó los
extremismos políticos y el país empezó a perder la desbocada carrera
armamentística en Europa. Finalmente, en septiembre de 1936, se devaluó el franco, pero a
aquellas alturas la caída en picado de la producción industrial había empezado
ya a traducirse en una inflación. Por contraste, a mediados de la década de
1930, Hitler se dedicaba a cebar la economía alemana y financiaba su gigantesco
programa de rearme recurriendo a un déficit publico enorme. La debilidad de los sucesivos Gobiernos
franceses se convirtió en una invitación a los extremistas para llenar el
vacío. Se podría decir que Francia llevaba mucho tiempo siendo un país en
guerra consigo mismo, con su historia desde la revolución de 1789, salpicada de
confrontaciones a menudo violentas, como la revuelta obrera de 1848, la comuna
de París de 1871 y la separación de iglesia y estado de 1905. Algunos grupos de la extrema derecha trasladaron la batalla a las
calles de París. Camelots du Roi, un grupo de matones vinculados a L´Action Française, se enfrentaron a los estudiantes de
izquierdas, atacaron objetivos judíos y, en 1936, sacaron a Léon Blum de su
coche y le propinaron una violenta paliza. Jeunesses Patriotes, los Francistes y Solidarité
Française eran abiertamente
profascistas, mientras que la Croix-de-Feu, fundada por
veteranos de la Primera Guerra Mundial y dirigida por el teniente coronel
François de la Rocque, prefería como modelo a la Italia de Mussolini por
delante de la Alemania de Hitler. A mediados de la década de 1930, el Comité Secret d`Action Revolutionaire, más conocido como La Cagoule, optó también por las acciones terroristas: "Una de las
características más sorprendentes de esa extrema derecha era que muchas de sus
figuras clave provenían del Partido Comunista y aún se consideraban poco menos
que socialistas. Entre ellos estaba Jacques Doriot; el que fuera elegido como
alcalde de Saint Denis en las listas comunistas en 1930, fue expulsado del
partido en 1934 y, dos años más tarde, fundó el Parti Populaire Française,
situado en la extrema derecha y financiado por el régimen fascista de
Mussolini. Aunque el propio Doriot era un obrero de la metalurgia, muchos
intelectuales se sintieron atraídos por su nuevo partido, entre ellos los escritores
Pierre Drieu La Rochelle, Ramon Fernandez, Alfred Fabre-Luce y Bertrand de
Jouvenel… Otro intelectual que contribuyó sin saberlo a ésta confusión
ideológica fue Charles Péguy, poeta y ensayista muerto en el Marne en 1914, a
los cuarenta y un años. Péguy defendió tanto el socialismo como el nacionalismo
y el catolicismo, y si bien era partidario de Dreyfus y, por lo tanto, no era
antisemita, sus pensamientos influenciaron a los grupos de derechas, de centro
y de izquierdas… A mediados de la
década de 1930, la extrema derecha estaba experimentando un claro ascenso.
Varios grupos (conocidos como ligues,
ligas) colocaron a los estudiantes universitarios en el punto de mira, con lo
que las elecciones estudiantiles convirtieron a menudo el Barrio Latino de
París en un verdadero campo de batalla. En la Sorbona los bandos pronto
quedaron claramente definidos, con una clara mayoría de profacistas. Los estudiantes de la Facultad de
Derecho y de la Facultad de Medicina, controladas por la derecha pura y dura,
eran abiertamente antisemitas y se mostraban siempre dispuestos a participar en
manifestaciones contra el Gobierno. La Facultad de Letras aún no tenía un
dominador claro, mientras que la Facultad de Ciencias estaba dirigida por
varias organizaciones comunistas que en 1939 configuraron la Union Fédérale des Étudiants. Los estudiantes inscritos en otras instituciones académicas de
prestigio, como la elitista École Normale Supérieure, entre cuyos graduados
recientes estaban Sartre y Brasillach, también se vieron en la disyuntiva de
tener que elegir entre comunismo y fascismo. La presión para elegir un bando
era enorme. François
Mitterrand, que más tarde sería presidente socialista del país entre 1981 y
1995, se alineó con la Croix-de-Feu mientras estudiaba en la École Libre des
Sciences Politiques a mediados de la década de 1930" (Riding, pp. 30, 31). Los
periódicos del país, que servían al mismo tiempo como foro para los escritores
más conocidos, también alimentaban la polarización. El Partido Comunista publicaba
L´Humanité y también el periódico vespertino Ce Soir, del que a partir de 1937 fue editor Aragon, por aquel entonces el
intelectual comunista más influyente. La línea editorial de ambos periódicos
venía definida por el líder del partido, Maurice Thorez, y era totalmente leal
a Moscú. Le Populaire era el medio de los socialistas, con
muchos editoriales escritos por el propio Blum. Los socialistas también
contaban con el apoyo de Marianne y
L´Oeuvre, mientras que
los semanarios satíricos, Le Canard Enchaîne y Le Crapouillot eran impredecibles. Los periódicos de información general como Le Matin, Paris-Soir y Le Petit Parisien tenían una tirada enorme, mientras que Le Temps solía defender al Gobierno de turno. En 1922, François Coty, un
magnate de los perfumes con simpatías por los fascistas, compró Le Figaro, el periódico más antiguo del país, al que permitió mantener su línea
conservadora, pero al mismo tiempo fundó también un rotativo de extrema
derecha, L´Ami du Peuple, y se dedicó a financiar grupos
fascistas. En la extrema derecha estaba también el diario de Maurras, L´Action Française, lo mismo que el Je suis partout, un semanario que a partir de 1934 contó
con el apoyo de numerosos intelectuales del movimiento de Maurras y que a
partir de 1937 fue editado por Brasillach.
Los populares semanarios político-literarios
Candide y Gringoire, ambos con una tirada de aproximadamente medio millón de
ejemplares, solían sumarse también a las campañas contra la Tercera República y
el Gobierno parlamentario. El 6 de febrero de 1934 se
produjo un acontecimiento crucial tanto para la izquierda como la derecha:
L´Action Française, la Croix-de-Feu, los Camelots du Roi y otros grupos de
extrema derecha sitiaron la Cámara de Diputados con la esperanza aparente de
ocupar el edificio y derrocar el Gobierno. El detonante de aquel
alzamiento fue el llamado caso Stavisky, una crisis provocada por la extraña
muerte del infame desfalcador Serge Alexandre Stavisky un mes antes. El empecinamiento de
algunos políticos a la hora de proteger a Stavisky puso de manifiesto la
corrupción endémica en los sucesivos Gobiernos y desencadenó manifestaciones de
extrema derecha que provocaron que el 27 de enero Édouard Daladier sucediera a
Chautemps como primer ministro. Cuando Daladier despidió al jefe de la policía de París, Jean Chiappe,
adscrito a la extrema derecha, los líderes de ésta opción política convocaron a
sus partidarios a la Plaza de la Concordia. Daladier estaba dispuesto a llamar
al ejército, pero al final la guardia montada de la Guarda Nacional Móvil logró
bloquear el puente de la Concordia, que da acceso a la Cámara de Diputados. A
continuación estalló una larga batalla en la que ardieron autobuses y se dispararon
tiros, y por lo menos quince personas perdieron la vida y cientos más
resultaron heridas. Las repercusiones de ésa confrontación se dejaron notar
durante años. Por una parte,
la confrontación sirvió para radicalizar a la derecha, de modo que muchos
nacionalistas y monárquicos de L´Action Française se pasaran al fascismo sin
reservas. Por otro lado provocó también
una reacción contra la extrema derecha; en ése sentido, Moscú ordenó al Partido
Comunista francés que colaborara con los socialistas y los moderadores contra la
creciente amenaza fascista. Ése cambio permitió que el Frente Popular, de
tendencias vagamente izquierdistas, se impusiera en las elecciones de mayo de
1936, de modo que Blum fue el primer judío francés en convertirse en primer
ministro. El Frente Popular cumplió su promesa de
impulsar amplias reformas sociales: se ganó el corazón de los trabajadores al
introducir las negociaciones colectivas, la semana de cuarenta horas y las
vacaciones anuales pagadas.
Blum era el líder intelectual del Frente Popular, pero dos de sus ministros
(ambos judíos, curiosamente) fueron también modernizadores convencidos; Jean
Zay, ministro de educación y Bellas Artes; no sólo elevó la edad a la que un
niño podía abandonar el colegio de los doce a los catorce años, sino que
también creó un Nuevo Museo de Arte Moderno y promovió la educación física y el
deporte; por su parte, Georges Mandel, el ministro del Interior, supervisó la
prohibición de las ligues fascistas
como la Croix-de-Feu.
Pero como sucedió con muchos Gobiernos de la Tercera República, el Frente
Popular era una coalición débil que incluía a radicales, comunistas y
socialistas. El tradicional pacifismo de la izquierda impidió a Blum ordenar un
rearme a gran escala a la vista de la creciente amenaza alemana. Al mismo tiempo, y para contentar a los
miembros conservadores de la coalición, Blum defraudó a la izquierda al negar
el envío de armas al Gobierno Republicano de España, acosado desde julio de
1936 por el alzamiento militar del general Francisco Franco: "El 14 de junio
de 1940, la Wehrmacht entró en París sin hallar resistencia. En cuestión de
semanas los últimos rastros de la democracia francesa habían quedado enterrados
y el Tercer Reich se preparaba para una ocupación indefinida de Francia. ¿De quién
había sido la culpa? … La Tercera República, instaurada en 1870 tras la derrota
de Francia en la guerra franco-prusiana, estuvo marcada por la inestabilidad y
terminó consumida por las continuas disputas políticas. Aunque en la década de
1920 la economía pasaba por un momento relativamente bueno, la reconstrucción
post-bélica se rezagaba cada vez más. Posteriormente, en la década de 1930, y ante la
doble amenaza de la Gran Depresión y de la proliferación de las ideologías
extremistas por toda Europa, los gobernantes franceses optaron por negar ambos
peligros… Por si eso fuera poco, la Primera Guerra Mundial había generado un
país de pacifistas y Francia prefirió ignorar las evidencias que indicaban que
el país se encaminaba sin lugar a dudas a otro enfrentamiento bélico con
Alemania… Los periódicos conservadores y de extrema
derecha no dieron tregua a Blum: no les gustaban sus políticas, ni tampoco que
los gobernara un judío… El semanario Gringoire eligió cuatro adjetivos para describir a
Blum: marxista, circuncidado, anglófilo, masón… En tres ensayos publicados bajo el título Le péril
juil, el escritor Marcel Jouhandeau se añadió al coro con sus quejas sobre cómo
ahora los judíos controlaban también el Gobierno además de la banca, la prensa,
el mundo editorial, la música y la educación… Tras apenas un año como primer ministro, Blum se
vio obligado a dimitir. Volvió a ocupar el cargo durante tres semanas, en marzo
de 1938, pero seis meses más tarde el Frente Popular se desintegró. A raíz de
eso, buena parte de la izquierda se halló de acuerdo con la derecha, convencida
de que la Tercera República no tenía remedio y de que sólo un régimen radical
podría sacar a Francia del atolladero. Lejos de los
focos de la atención política, Berlín y Moscú competían para granjearse
a los creadores de opinión franceses. Otto Abetz, un antiguo profesor de arte
que más tarde sería embajador de Hitler en la Francia ocupada. En la década de
1920 tomó la iniciativa de crear un grupo de intercambio cultural franco-alemán
que bautizó con el nombre Círculo Sohlberg… En 1934 el Circulo Solhberg se
convirtió el Comité franco-alemán. Abetz aprovechó el cargo para entablar
amistad con escritores y periodistas conservadores franceses, entre ellos Drieu
La Rochelle, Brasillach y Jacques-Benoist Méchin" (Riding, pp. 15, 16, 33, 34).
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La
guerra cultural.
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¿Qué tan degenerados pueden ser los
franceses? Tras la ocupación nazi y con la mitad de la población de París
dispersa por todo el país, pronto la opinión general fue que la vida cultural
de la ciudad debía reanudarse. Para músicos, bailarines y actores era una
cuestión de pura necesidad: tenían que trabajar y no veían motivos para no
hacerlo. No tenían ninguna responsabilidad en la catástrofe del país y tampoco
podía corregir la situación. Además, los alemanes no tenían motivos para
ofenderse por las obras de teatro dirigidas al gran público, las películas, el
ballet, la ópera, la música clásica o el cabaré. Por otro lado, el nuevo gobierno de
Vichy, que detentaba la responsabilidad sobre las instituciones culturales del
país, estaba ansioso por demostrar que, aunque militarmente deshecha, Francia
no había sido derrotada culturalmente. De hecho, la cultura era el único terreno en el
que los franceses podían conservar su orgullo. Y no era tan mala idea dejar que
los artistas levantaran el ánimo del país a la espera de mejores tiempos. Ése
planteamiento también era del gusto de los alemanes, que estaban convencidos de
que todo les resultaría mucho más fácil si tenían a los franceses, y en
particular a los parisinos, entretenidos. Desde luego, Hitler estaba encantado con la idea de ver a los
franceses revolcarse en su propia degeneración: "¿A ti te importa particularmente la salud
espiritual de los franceses?", le preguntó en una ocasión Hitler a Albert Speer, tal como éste
recordaría más tarde: "Pues dejemos que
degeneren. Mejor para nosotros". El 23 de junio
Joseph Goebbels, el poderoso Reichminister de Ilustración Pública y Propaganda,
viajó a París para comprobar de primera mano el ambiente en la ciudad. Los
soldados de la Wehrmacht parecían bastante contentos: los burdeles y los
cabarés de la ciudad satisfacían sus necesidades de diversión y algunos de los
restaurantes incluso ofrecía menús en alemán. Pero Goebbels
dictaminó que la ciudad estaba triste y ordenó más diversión. En septiembre, el estado de ánimo había
mejorado y la mayoría de parisinos empezaron a regresar a sus casas. Aunque
encontraron una ciudad engalanada con esvásticas en la que soldados alemanes
desfilaban por los Campos Elíseos cada día a las doce y media e imponían el toque
de queda cada noche a las once. Sin embargo, tras el aparente laissez faire de los alemanes se
escondía una estrategia más radical, motivada por su profundo complejo de
inferioridad hacia una cultura que había dominado Europa durante los dos siglos
anteriores. Durante ése mismo período la cultura germánica había producido una
gran cantidad de artistas, escritores y, sobre todo, músicos. Y, aun así, era
París (no Londres, ni Roma, ni Viena, ni, desde luego, Berlín) la ciudad que
definía los gustos y las tendencias del continente. Los nazis no lograban
explicar cómo era eso posible tratándose de una cultura, a sus ojos, degenerada
y dominada por judíos, negros y masones. Y, sin embargo, Hitler y Goebbels codiciaban ése poder y ése
liderazgo, de modo que ordenaron que ninguna actividad cultural producida en
Francia atravesara las fronteras del país. En noviembre de 1940, Goebbels
detalló la estrategia en sus instrucciones dirigidas a la Embajada alemana en
París: "El objetivo de
nuestra victoriosa campaña es poner fin a la dominación francesa de la
propaganda cultural, en Europa y en el mundo. Después de tomar el control de
París, el centro de la propaganda cultural francesa, estamos en situación de
asestar un golpe decisivo a dicha propaganda. Cualquier gesto de apoyo o de
tolerancia hacia ésa propaganda será considerado un crimen contra el Reich". Al mismo tiempo, Goebbels vio una oportunidad para lograr que la
cultura alemana se infiltrase en la sociedad francesa y, sobre todo, entre sus
intelectuales. Para Goebbels, el colaboracionismo cultura implicaba distraer al
público en general e impresionar a los artistas e intelectuales franceses con
la gloria eterna de Alemania y logros del Tercer Reich. Al mismo tiempo, se pretendía mandar un mensaje claro a los alemanes:
la victoria sobre Francia era no sólo militar, sino también cultural e
intelectual. Para hacer realidad sus planes, Goebbels no dejó nada al azar;
creó una nueva y compleja estructura a la que dio nombre de Propaganda
Abteilung, o Departamento de Propaganda, que dependía de él pero del que
también formaba parte el mando militar alemán en Francia. Con mil doscientos
empleados, el departamento estuvo dirigido por un severo oficial de infantería,
el comandante Heinz Schmidtke, que tenía bajo su responsabilidad no sólo la
propaganda, sino también la censura. La mayor parte de su trabajo lo canalizaba el Propaganda Staffel, con cincuenta oficinas repartidas por
toda la zona ocupada, y con las oficinas centrales en el número 52 de los
Campos Elíseos de París. El departamento estaba dividido en seis secciones,
cada una con una responsabilidad específica: prensa, radio, cine, cultura (que
incluía la música, el teatro, las bellas artes, los music hall y los cabarés),
literatura y propaganda activa. El Propaganda Staffel contaba con doscientos
Sonderführer, literalmente "líderes especiales", en su gran mayoría ex periodistas,
críticos o expertos en propaganda que la Wehrmacht había reclutado para
gestionar la cultura francesa.
Al Departamento de Propaganda no le costó nada dominar los medios de
comunicación, pues los editores de periódicos o bien eran fascistas
convencidos, o bien estaban deseosos de complacer a los alemanes. En cualquier
caso, los periódicos no sólo estaban sujetos a censura, sino que se esperaba de
ellos que promovieran los intereses nazis. Otra poderosa arma de propaganda alemana era
Radio-Paris, una nueva emisora en lengua francesa que tenía los estudios en el
116 de la avenida de los Campos Elíseos, dirigida por un tal Dr. Bofinger, traído
directamente de Radio Stuttgart. La información política de la emisora tenía
como objetivo avivar el odio hacia judíos, comunistas, masones y británicos. Sus ataques
recibían diariamente respuesta por parte del servicio francés de la BBC en
Londres, conocido como Radio-Londres. Pero si bien los parisinos ignoraban los
programas de política de Radio-Paris, se sentían atraídos hacia sus programas
culturales y de entretenimiento, que incluían música clásica y popular, teatro
en vivo y programas sobre cocina, salud infantil y temas de interés para las
mujeres. Por otro lado, los parisinos que deseaban escuchar la radio no tenían
demasiadas opciones. Si los pescaban sintonizando la BBC, que solía sufrir
interferencias, se arriesgaban a que los arrestaran:
"Los cines, por
otro lado, reabrieron inmediatamente después de la caída de París; a principios
de julio había ya no menos de un centenar abiertos. Por lo general exhibían
películas francesas debido a la prohibición alemana sobre el cine británico y
americano, las películas hechas por directores judíos o interpretadas por
actores judíos o antinazis…
El cine fue también una de las formas artísticas más afectadas por el Estatuto
de los Judíos, la primera gran medida antisemita del régimen de Pétain en
Vichy, que se promulgó en toda Francia el 3 de octubre de 1940. El objetivo de
dicho estatuto iba más allá de la restricción del mundo cinematográfico y
excluía a los judíos (definidos como cualquier persona con un mínimo de tres
abuelos judíos) del Gobierno, la administración pública, el poder judicial, las
fuerzas armadas, la prensa y la práctica docente… Casi inmediatamente empezaron
también las presiones para expulsar a los judíos de la Comédie Française y de
la Ópera de París que, en tanto que instituciones nacionales, eran consideradas
extensiones del Gobierno. Pero el cine era el único ámbito cultural al que el
Estatuto se refería específicamente. En respuesta a la campaña fascista prebélica
contra el "control" judío de la industria cinematográfica, y
en particular al control de los productores judíos extranjeros, el Estatuto
especificaba que los judíos no podían trabajar como productores, distribuidores
ni directores de películas, ni tampoco como propietarios o directores de salas
de cine. Naturalmente,
el Estatuto de los Judíos no salió de la nada. El antisemitismo francés, que
durante la década de 1930 había dejado de ser una obsesión exclusiva de la
derecha para convertirse en un sentimiento ampliamente extendido, se exacerbó
aún más en junio de 1940, cuando los judíos se convirtieron en uno de los
chivos expiatorios de la derrota francesa.
Las acusaciones que las lanzaban los fascistas de
París y Vichy eran muy diversas: que los judíos franceses no eran realmente
franceses, pues mostraban una mayor lealtad hacia el judaísmo que hacia
Francia; que los refugiados judíos extranjeros, un tercio de los 300 000
miembros de la comunidad judía francesa, eran unos quintacolumnistas; que los
judíos habían empujado a Francia a la guerra contra Alemania; que los judíos se
habían infiltrado en el Gobierno y en las fuerzas armadas, y que el poder
económico y cultural de los judíos en Francia era excesivo" (Riding, pp. 75, 76, 77, 78). La palabra
Führer,
empleada por Rudolf Hess en 1922 para designar exclusivamente a Hitler, se
había vuelto corriente dentro del partido desde 1928. A partir de 1930, la
prensa la adopta para designar al jefe del NSDAP. En 1932, el término aparece en las cartas que el círculo Keppler le
envía a Hindenburg. Con el nombramiento a la cancillería, la designación "Herr Reichskanzler" o "Hochverehrter Herr Reichskanzler" se impone junto a la de "Führer", y luego poco a poco, sobre todo tras la promoción de Hitler a la
presidencia de la República en agosto en 1934, la expresión "Führer und Reichskanzler" se convierte en usual. Con todo, los camaradas del partido y muchos
alemanes utilizan la expresión teñida de connotaciones religiosas y militares "Mein Führer". La cultura comercial proporcionaba los artefactos de la
nueva moda. Los logotipos con la esvástica decoraban banderolas, insignias,
cadenas de reloj, botas, amuletos, placas, sujetalibros. Los fabricantes de
cigarrillos introdujeron nuevas marcas como Kommando, Alarma, Nuevo Frente,
Tambor, Camaradería. Ésta última incluía el siguiente
slogan: "Fume KZ en todas partes, siempre".
Como "KZ"
eran las iniciales tanto de la marca (Kameradschaft
Zigaretten) como de "campo
de concentración" (Konzentrationslager),
el mensaje resultaba siniestro. Con las
cajetillas se regalaban fotografías de Hitler y sus camaradas, y quienes las
coleccionaban las intercambiaban como si de cromos de fútbol se tratara. Los
artesanos más habilidosos transformaban las insignias comunistas que no se
vendían en esvásticas, que la gente compraba en los estancos. Los transeúntes
veían muchos escaparates de comercios decorados con retratos del führer
rodeados de flores, en composiciones más propias de altares de devoción. Los
quioscos de prensa mostraban expositores con postales de Hitler y fotografías
suyas de tamaño reducido, especialmente diseñadas para llevarlas en la
billetera.
Goebbels, que en su diario se había quejado de que los objetos nazis de dudoso
gusto trivializaban la causa del nazismo, prohibió el uso no autorizado de la
imagen de Hitler. Una serie de ingeniosas campañas de relaciones públicas
potenciaban el talento oratorio de Hitler. Como indefectiblemente constataban
los que visitaban el país, el retrato del führer estaba presente en todas
partes; en despachos, escuelas y comercios, en sellos y carteles y, en
ocasiones especiales, proyectado en pantallas gigantes. Pero había otro lado de Hitler que potenciaba el mito del
führer. En una década en que la prensa dedicada a los personajes famosos estaba
en pañales, su equipo de publicidad mostraba al público a un dirigente que, en
su vida privada, no dejaba de ser un tipo normal y corriente. A diferencia de
las imágenes informales que inundaban Italia y que representaban a Mussolini
como la representación del macho, la vida privada de Hitler exhalaba un aura de
normalidad. Los descubrimientos técnicos y las
innovadoras estrategias de marketing permitieron a Hitler traspasar los límites
del Partido Nazi y dirigirse directamente a los votantes. Los ciudadanos
llegaron a creer que podían captar al "Hitler
real" a partir de sus apariciones en
películas o en emisiones radiofónicas. Además de los centinelas de la
propaganda, existían los centinelas de la radio (Funkwarter), que recibían
instrucciones que equivalían a órdenes militares destinadas a la conquista de
la opinión pública: "identificar" los cruces más transitados para instalar altavoces en
ellos; "programar" los espacios radiofónicos para que
no coincidieran con las horas que la gente destinaba a hacer compras; y, sobre
todo, "reunir
información secreta" sobre la opinión pública. Los jefes nazis de cada
distrito producían sus propias emisiones radiofónicas semanales, casi siempre
plagadas de música militar.
Los entregados acólitos de Goebbels
expresaban el alcance de su misión en términos históricos. Una vez la
modernización había fragmentado había fragmentado la vida comunitaria y había
llevado a los campesinos a vivir en una sociedad urbana y alienada (Gesellschaft), las
campañas radiofónicas podían servir para recrear la comunidad perdida (Gemeinschaft): "El
experto en radio Eugen Hadamowsky habló a sus guardias de asalto del Espíritu (Geist): "Hoy,
por primera vez en la historia, tenemos en la radio un medio que nos permite
modelar naciones de muchos millones de habitantes, ejerciendo una influencia
diaria, constante. Viejos y jóvenes, trabajadores y granjeros, soldados y
oficiales, hombres y mujeres, escuchan la radio… Los
altavoces resuenan en campos de deporte, patios, calles y plazas de las grandes
ciudades, en fábricas y barracones. El país entero está a la escucha". La modernidad –proseguía-, engendraba cinismo y
anonimato, pero también aportaba los medios para "re-crear" una comunidad a una escala hasta ése momento inédita. El
hombre moderno "anhela ser un miembro de un colectivo
de gente que piensa, siente y reacciona de la misma manera.
El oyente nota que forma parte de una gran entidad que no se ve escindida por
innumerables tendencias de opinión, sino que gira… en torno a una preocupación
central". El gobierno ofrecía ayudas para la
adquisición de aparatos, y aparecieron modelos fáciles de armar en casa, por lo
que las radios, o "receptores del pueblo"
(Volksempfänger)
se hicieron asequibles hasta para los alemanes más pobres. Para celebrar el
cumpleaños de Hitler, las emisiones de máxima audiencia incorporaban eventos
espaciales a las programaciones habituales. De la noche a la mañana, la Gleichschaltung tiñó de
marrón las ondas radiofónicas: "En 1934, Alemania contaba ya con el mayor número de receptores
per cápita del mundo. Los agentes que, de manera clandestina, se ocupaban de
tomar el pulso al entusiasmo popular, asistían con horror a escenas en las que
la gente permanecía inmóvil y escuchaba en silencio reverencial a Hitler, cuya
voz salía por los altavoces de las fábricas, las escuelas y las plazas. Los
noticieros hablados y las escuelas documentales acercaban a los espectadores a
un espacio de intimidad con sus líderes. Los alemanes adquirían 350 millones de
entradas de cine al año, y en todas las áreas metropolitanas existía al menos
una sala de proyección con más de mil butacas. Se diseñaron
estudios de visionado de televisión en pantallas gigantes para –como le dijo un
visionario a Hitler-, "plantar su imagen, mi führer, de
manera profunda e indeleble, en el corazón de todos los alemanes".
El personal de Goebbels organizó una
ceremonia de juramento de fidelidad de alcance nacional, que se emitiría por
radio. El 8 de abril de 1933, 600 000 guardias de asalto estaban firmes al
mismo tiempo, repartidos por toda la geografía nacional…
Un año después, la representación tuvo lugar cuando 750 000 dirigentes del
partido, 180 000 miembros de las Juventudes Hitlerianas, 1 800 líderes
estudiantiles y 18 500 integrantes del Frente del Trabajo se situaron,
simultáneamente, frente a sus respectivos aparatos de radio y juraron fidelidad
a Hitler. De modo gradual, la novedad de que una voz saliera de una caja fue
remitiendo, y eran muchos los oyentes que pedían que las emisiones radiofónicas
recuperaran los contenidos que habían tenido durante la República de Weimar. Como Hadamowsky expresó, no sin tristeza, los oyentes
descontentos se limitaban a apagar la radio. "Sin oyentes, la radio pierde su poder". Tras
varios meses con una programación que cargaba mucho las tintas en la ideología,
Goebbels la modificó para pasar del adoctrinamiento al entretenimiento…
Incluso
se recortó la Hora Nacional, el programa que se emitía en horario de máxima
audiencia. Los programas de música popular, los consejos a los consumidores, el
teatro hablado y los seriales, los noticiarios, los programas dedicados a amas
de casa, jóvenes y granjeros volvieron a ocupar el espacio que habían tenido
anteriormente. Con la esperanza de obtener el favor de la mayor cantidad de
radioyentes, los medios de comunicación nazis se dedicaron a producir una
cultura vernácula más alegre y redujeron los programas de alto contenido
ideológico"
(Koonz, p. 116).
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El
problema judío.
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Luis Suárez en "La expulsión de los judíos. Un problema europeo" (ARIEL, 2012), explica que la forma
en que se les otorgaba a los judíos medievales el permiso de residencia era
consecuencia de una concesión real y no del reconocimiento de un derecho. Po lo
tanto, dicho permiso era revocable si las circunstancias así lo exigían. Los
judíos, aunque tuvieran una ascendencia larga de nacidos dentro del territorio
en que vivían, no podían ser considerados como "naturales" ya que esto correspondía únicamente
a los miembros de la nación de donde venía el reino, y éste, a su vez, no era
otra cosa que una comunidad de bautizados. En consecuencia, los
que abandonaban su condición y se convertían quedaban automáticamente
reconocidos como naturales. Cuando se
producían actos de violencia, eran muchos entre los nobles y eclesiásticos que
se preguntaban si no sería más conveniente suspender el permiso y resolver de éste
modo, sin sangre, el "problema judío". No era un problema francés o inglés, alemán o español,
era un "problema europeo", entendiendo por Europa a las cinco naciones reconocidas
en el Concilio de Constanza. Todas ellas partían
de una convicción: el judaísmo era un mal que se iba agravando y resultaba
imprescindible buscar una "solución".
La hostilidad hacia los judíos tuvo, al principio, un predominio religioso y,
por ello, debe calificarse de antijudaísmo, es decir, oposición a que se
siguiera practicando legalmente el culto mosaico; poco a poco se variaron los
términos adoptando un carácter étnico, como si el mal procediera de la misma
nación judía, y a esto debemos referirnos como antisemitismo. En el primero de
ambos casos la solución del problema podía y debía venir de la conversión; en
el segundo, en cambio, no quedaba otro recurso que la eliminación, para la que
se ofrecían diversas vías. Aunque la definición antijudaísmo es incorrecta, no
eran cuestionados por el cumplimiento de la ley mosaica. En 1236,
el converso franciscano Nicolás Donin presentó al Papa una denuncia en toda
regla contra el Talmud. Las acusaciones de Donin, que formaban una larga lista
de 35 artículos, pretendían desmontar los fundamentos en que se venía apoyando
la tolerancia al judaísmo. La Iglesia había venido salvaguardando a los hebreos
porque ellos eran custodios del texto fidedigno del Antiguo Testamento. Pero
él, que había sido judío, y conocía las cosas desde dentro, estaba en
condiciones de demostrar que los rabinos habían sustituido ésa hebraica veritas por otra doctrina, el
Talmud, que se apartaba decididamente de ellas y, además, se mostraba ofensiva
para la fe cristiana.
Ofrecía al Papa probar todo esto en
un debate público con los judíos utilizando precisamente los textos del Talmud.
Tres puntos afectaban muy gravemente a la fe de la Iglesia y la dignidad del
Mesías: (1) Los judíos enseñaban en sus
sinagogas y escuelas que han recibido directamente de Dios una revelación oral
que hace a los rabinos superiores a los profetas y los autoriza a comentar y
explicar los textos. Incumplen de éste modo la ley de Moisés que hubieran
debido conservar. Por eso impiden a sus hijos el estudio de la Biblia,
imponiéndoles, en cambio, el estudio del Talmud.
(2) En consecuencia, las enseñanzas rabínicas reúnen todas las condiciones para
que puedan ser consideradas como una herejía contra el Antiguo Testamento.
Además, dichas enseñanzas se dirigen, abiertamente, contra el cristianismo; por
ésta razón los rabinos incitan a sus discípulos a engañar y defraudar a los
cristianos en todos los terrenos en que les sea posible. (3) En el Talmud se contienen insultos gravísimos contra
la fe cristiana: por ejemplo, se califica a la Virgen María de adúltera, se
profieren ofensas obscenas contra Jesús y se pronuncian toda clase de abominaciones
e insultos contra el Papa y la Iglesia. En el
juicio de París de 1239, Nicolás Donin pudo probar ante Blanca de Castilla sus
acusaciones. Los
cristianos que movidos por su piedad han consentido a los judíos vivir en sus
territorios, se encuentran ahora con que estos ingratos huéspedes abominan de
Moisés y de los profetas, sustituyen la Biblia por el Talmud e injurian
gravemente el nombre y la persona de Jesucristo. Lógicamente aquellos historiadores que se inclinan en
favor de una metodología marxista tienden a ver en persecución de los judíos al
fin de la Edad Media tan sólo un episodio de la lucha de clases. Se trataba de
oponerse a los poderosos que controlaban las finanzas. Recordemos
que en tiempos cercanos los judíos han sido culpados, según los distintos
bandos políticos, de traer el capitalismo y también el marxismo, dado que tanto
que Rothschild como Marx eran judíos. La primera es una verdad a medias, los
banqueros judíos, lombardos y venecianos fueron el vehículo de las técnicas
financieras que se desarrollaron en Babilonia: la esclavitud de deuda del Banco
Mundial y el Fondo Monetario Internacional en nombre de los "programas
de desarrollo". La segunda es una verdad a medias,
la doctrina marxista proviene de las sectas heterodoxas medievales que
rechazaban la Iglesia, la familia, la propiedad privada y la reproducción por
encadenar la "libertad espiritual".
El "materialismo histórico" esconde una metafísica "pura" y "perfecta", que coincide con las renuncias materiales y las
transgresiones sexuales del neoliberalismo y las "banderas progresistas". A final de cuentas, todas las mutaciones dialécticas
terminan beneficiando a los banqueros, ya sea para promover las instituciones
tradicionales o para destruirlas. Hay que
poner atención en el significado exacto de tolerancia: se tolera aquello que,
siendo malo, resulta todavía útil conservar. En documentos castellanos hallamos
a veces literalmente ésta expresión referida a los judíos: "deben
ser tolerados e sufridos". En nuestros días, la palabra
tolerancia ha recibido un crédito que no merece. La primera consecuencia de
ésta línea marcada es la constante marginación. Los judíos debían vivir
apartados, guardando las distancias, sin que les permitiera contraer relaciones
de amistad con los cristianos; pero el vecino a distancia y aislado se
convierte en un perfecto desconocido sobre el que pueden volcarse toda clase de
calumnias.
Tengamos
en cuenta, en primer término, las formas materiales de las que se fue
revistiendo dicha separación, consideraba obligatoria en toda Europa. Las
juderías quedaban siempre encerradas en recintos estrechos. Los
consejos urbanos así lo reclamaban de los reyes alegando razones de salubridad
espiritual. El crecimiento natural de la comunidad judía, sin que se permitiera
ampliar el espacio, llevaba al hacinamiento. Los judíos de la Corte pusieran
poca atención a éstas cuestiones: lo que pretendían era lograr para ellos
mismos privilegios que les permitieran vivir aparte y separar sus tributos de
los que abonaba la comunidad, manteniendo las menores relaciones posibles con
ella. En ésas circunstancias era difícil conseguir una buena higiene. Así se fabricó el más antiguo y uno de los más
persistentes estereotipos: "los judíos son
sucios y miserables". Resultó casi imposible sustraerse a
una difamación de ésa naturaleza: los autores literarios insisten una y otra
vez en el mal olor que exhalaban los judíos como si esto fuese algo conocido.
El consumo de ajo también ayudaba a éste respecto.
En Perpiñán, lo mismo que en Segovia, las mancebías, que dependían de los
respectivos cabildos, fueron situadas inmediatamente al lado de las juderías con
gran daño para las mujeres hebreas que sufrían insultos y agresiones de los
clientes que acudían a la búsqueda de "mondarias
públicas". Por
otra parte, los ladrones para salvaguardar el botín de sus fechorías, acudían a
los prestamistas judíos entregando como prenda los bienes robados, que después
no recogían. Era sumamente difícil precisar si los judíos conocían o no el
origen de las prendas. Naturalmente ésta práctica era un gran negocio para los
usureros, ya que el valor de la prenda siempre era superior al del préstamo,
pero acarreaba gran riesgo. El segundo estereotipo: "los prestamistas judíos eran cómplices de las bandas de
rateros": "Por último encontramos con mucha frecuencia, sobre todo en
textos literarios tardíos, la atribución a los judíos de una especial sutileza
y habilidad para el engaño en su comportamiento. No se trata de términos
elogiosos sino de todo lo contrario: acabarán perfilando la imagen de Shylock,
el astuto judío de Shakespeare (El
mercader de Venecia) que engaña con sus argucias al cristiano. Es una parte
esencial del nuevo significado de la perfidia. En su origen más remoto ambas
condiciones aparecen relacionadas con el mundo de los negocios.
Para las clases altas de la sociedad, nobles y eclesiásticos, que disponían de
rentas, el manejo del dinero, las operaciones de préstamo y crédito, los
cambios de moneda y el cálculo de posible rendimiento de un determinado capital
eran misterios profundos, que se les presentaban además envueltos en un
lenguaje para ellos hermético. Los judíos les sorprendían como una especie de
prestidigitadores que se movían en ése mundo, para ellos extraño, con toda
ligereza y naturalidad, sacando de la manga rendimientos que permitían acumular
buenas fortunas en bienes muebles. Con frecuencia descubrimos que el dinero que
los banqueros judíos manejaban procedían de los cabildos eclesiásticos o
incluso de los nobles, aparte, de las rentas reales que en el siglo XIII prácticamente
controlaban. Los judíos, a diferencia de los
nobles ricos de la sociedad cristiana, no eran nada pródigos. Sabían muy bien
que sus bienes mobiliarios eran la única garantía para su existencia y su
seguridad y por eso ahorraban; si se les obligaba a emigrar por cualquier
circunstancia, ésos bienes, en moneda o letras de cambio, podían acompañarles
en el destierro. Pero desde el punto de vista de la
nobleza, cuya mentalidad les imponía el gasto de todas sus rentas y, si acaso,
un poco más –"se gasta lo que se debe aunque se
deba lo que se gasta"-, aquella conducta de los hebreos
era producto de la maldad y de la avaricia. Los signos hebreos, que nadie o casi
nadie se tomó la molestia de aprender, eran considerados también como signos
mágicos. Cerremos, en consecuencia, el cuadro de las calumnias negativas antes
de tratar de explicar las dimensiones reales. El judío es un ser sucio que
huele a ajo, cómplice de ladrones cuyo botín pone en el mercado, cobarde, es
sobre todo un avaro muy astuto que con sus "sutilezas" envuelve y engaña a los cristianos.
Una imagen falsa y absolutamente calumniosa pero que ha durado hasta nuestros
días" (Suárez.,
pp. 41, 42). Durante la Edad Media se atribuyeron a los judíos prácticas
nigrománticas, las cuales gozaron de amplia extensión en Europa y también de
abundante crédito. Podemos agruparlas en cuatro sectores. El primero guardaba relación con el ejercicio de la
medicina; se atribuía muchas veces a los médicos judíos el envenenamiento de
algunos de sus pacientes. Una variedad peligrosa dentro de ésta calumnia los
acusaba de valerse de la medicina para poner en marcha epidemias y enfermedades
contagiosas.
Cuando en 1348 y 1350 se extendió la
Peste Negra no faltaron quienes acusaron a los judíos de haberla provocado: en
Alemania, Provenza y Cataluña se registraron por ésta causa asaltos a las
juderías. El segundo sector de éste
tipo de calumnias estaba relacionado con la Crucifixión: era, a juicio de los
cristianos, el gran pecado que cometiera conjuntamente todo el pueblo judío. Se
dijo que, lejos de arrepentirse, lo reproducían capturando un niño cristiano al
que se daba muerte según un rito especial, que incluía el aprovechamiento de su
sangre para fabricar el matzot de la
Pascua. La documentación de crímenes
rituales desde el siglo XII hasta la Primera Guerra Mundial: el pueblo, los
franciscanos y los dominicos los acusaban, las bulas papales los defendían y
los procesos hicieron que los judíos crearan la Liga Antisemita o Liga
Antidifamación y los Congresos Sionistas. Entre 1144 y 1914 los
historiadores estiman que se presentaron 150 acusaciones de crimen ritual de
niños cristianos en Europa, el Imperio ruso y el Imperio otomano. Daniel Tollet
contabiliza, en el espacio de la comunidad Polonia-Lituania, que incluía a
Ucrania occidental y Bielorrusia, 97 casos entre 1500 y 1795. Los historiadores
hablan de tres fases: la primera después de las cruzadas; la segunda en los
siglos XIV y XV, después de la gran pandemia de Peste Negra que empezó en 1348;
y la tercera en la segunda mitad del siglo XIX. En toda Europa estaba
extendida la creencia en hechicerías, sortilegios, brujerías, satanismo y
crímenes rituales. Entre ellas, las misas negras en la que las hostias
consagradas eran mezcladas con la sangre y el corazón de las pequeñas víctimas.
En la Edad Media las mujeres
casadas eran vulnerables a la violencia, pero no en la medida que sostiene la
percepción moderna. El número de mujeres asesinadas es muy inferior al de los
hombres: 10 por 100 de los casos. El único delito violento en el que se
invierten las proporciones es el infanticidio. De
entre las numerosas presiones sociales, económicas, culturas y morales que
empujaban a una mujer a deshacerse de su hijo quizá la más reveladora sea el
hecho de que la sociedad medieval prefiera a los varones. En la Cataluña del
siglo XIV, el 80 por 100 de las víctimas de infanticidio eran niñas: "Las hijas representaban un gasto y una carga, así que se
las exterminaba; los hijos constituían un activo y una ventaja, de modo que se
los conservaba". En las acusaciones de crimen
ritual no están representadas éstas tendencias, las víctimas eran
exclusivamente niños varones entre los dos y los siete años. El judío agnóstico Bernard Lazare en L´ antisémitisme,
son histoire et ses causes (1894) defiende que no existe ningún libro hebraico,
talmúdico o cabalístico que contenga la prescripción del crimen ritual. Por
otro lado, hasta el siglo XVIII todavía se practicaron misas negras en las
cuales sacrificaban niños. Acepta la gran presencia judía
entre los médicos, los magos y los brujos. La brujería hacía gran uso de la
sangre y conoció un auge a partir del siglo XII, que es el siglo del nacimiento
de la acusación de crimen ritual. El católico Oscar de Ferenzy en Le juifs, et nous chrétiens (1935) también comparte
la opinión de Lazare: "Hubo asesinato de niños,
perpetrados por magos, brujos, sádicos, perversos, pero ninguno fue ritual (…)
No hay crimen ritual, sólo hay asesinos". En un tercer ámbito de calumnias, encontramos la
atribución a los judíos de insultos y blasfemias contra Cristo, la Virgen María
y los principios de la fe católica. Nicolás Donin demostró que el cuerpo
injurioso no eran calumnias en el juicio de París: "La cuarta, y probablemente la más
grave de todas éstas acusaciones calumniosas, se refería a la profanación de
formas consagradas con fines mágicos. Los autores de la calumnia no percibían
que estaban incurriendo en contradicción, ya que los judíos no estaban
dispuestos a admitir en modo alguno la presencia real. En el año 1243, en una
aldea próxima a Berlín, se dijo que un judío había sobornado a un sacristán
para que le entregara una forma ya consagrada, la cual fue posteriormente
sometida a tortura. Con posterioridad a ésta
fecha fueron señalados otros muchos casos en diversas zonas de Europa. En
España disponemos de noticias concretas sobre tales profanaciones en Barcelona
(1367), Huesca (1377), Lérida (1383) y Segovia (en torno a 1450). Como
explicaremos en otro lugar, el famoso proceso del Santo Niño de La Guardia
comenzó precisamente por una denuncia de robo de formas para profanar… Resulta muy difícil explicar, a siglos de distancia, cómo
se podía haber incurrido en una tan patente paradoja. Las autoridades
eclesiásticas no podían ignorar que los judíos no creían en el Sacramento y,
por ello, era absurdo creer que pudieran ser sometidas a tortura o injuria las
Formas consagradas. Si se trataba únicamente de un pedazo de pan, ¿Cómo podían
tener efecto las operaciones de magia?
Algunos teólogos cristianos, sin embargo, trataron de descubrir las razones
íntimas de tal conducta. Veamos la explicación que nos brinda el dominico
catalán fray Raimundo Martini en su voluminosa obra, Pugio fidei,
que desempeñaría un papel importante en el ciclo de las persecuciones
penínsulas. Satanás sí sabe muy bien que Cristo está realmente presente en la
Hostia consagrada; los judíos, que son sus discípulos predilectos, han recibido
de él ésta enseñanza. Martini añadía a
continuación que, después de la destrucción del Templo de Jerusalén, se había
llegado a un pacto entre un rabino judío y el propio Lucifer: en virtud de ésta
alianza, la circuncisión, el descanso del Sabbath y el Talmud habían sido
recuperados por los judíos, como señal diabólica, después de que Cristo los
hubiera suprimido. En consecuencia, meta final, Israel no era el Pueblo elegido
por Dios sino el Pueblo elegido por el diablo. Y de éste modo todas las
calumnias quedaban justificadas. De éste modo, en el curso de los siglos XIII y
XIV, Europa había logrado cerrar un ciclo de coexistencia con los judíos: éstos
eran tan sólo servidores de Satán que los empleaba para destruir la fe
cristiana" (Suárez, pp. 52, 53).
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La
segregación judía.
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La sociedad del siglo XV se veía profundamente inclinada a
creer en la magia, la brujería y todo tipo de sucesos extraordinarios. A los
judíos se situaba en primera línea de tales sospechas. Ante los jueces se
presentaban acusaciones que los designaban como aliados del diablo, el cual a
su vez les pagaba dándoles poderes mágicos. Al referirnos a los sentimientos
religiosos, es necesario introducir una matización: no se trataba de cuestiones
doctrinales o ideológicas, de las cuales sólo hallamos referencias en los
sermones de los predicadores. Los judíos eran físicamente contemplados con repugnancia,
una especie de pecadores impenitentes con quienes el mismo contacto repele. Una
de las denuncias radicaba en la supuesta enfermedad de la lepra que, en aquel
tiempo, se consideraba muy contagiosa. En todas las ciudades se les prohibía
compartir con cristianos las casas de baño; a lo sumo, se les asignaban días u
horas especiales. Otra precaución, muy extendida
en Provenza, pero que también encontramos en algunos lugares de España,
consistía en prohibirles rigurosamente tocar alimentos que fueran a ser
consumidos por cristianos. También era frecuente que se reservasen algunos
pozos para uso exclusivo de los judíos. Mucha
gente compartía como verdadera la creencia de que envenenaban las aguas. Las
diferencias, visibles también por el olfato, entre los modos de alimentación
judíos y cristianos, eran interpretadas en la misma línea. Por último, era muy
frecuente que las casas de lenocinio se situasen en las inmediaciones del
barrio judío. También es muy importante comprobar las medidas que se adoptaban
en relación con el sexo por sus consecuencias biológicas. Se prohibía que las judías pudiesen amamantar niños
cristianos; es cierto que aquí se daba una coincidencia con las normas hebreas,
de modo que tampoco las nodrizas cristianas podían criar hijos de la otra
religión. Pero cualquier judío que cohabitase con mujer cristiana, aunque se
tratara de una prostituta, seria rigurosamente condenado a muerte; y en éste
punto no existía completa reciprocidad. Lo que hacía de los judíos
peligrosos portadores de una contaminación era otra cosa: que constituía
herencia recibida. Sobre sus hombros, en la misma raíz de su ser, y mientras no
se convirtiesen, pesaba la tremenda losa del deicismo. Las
herejías cristianas, catarismo y movimientos de pobreza se presentaban además
como una revolución social que combatía la riqueza de nobles y eclesiásticos,
despertando la alarma seria de todos los poderes y aumentando
significativamente la desconfianza hacia los judíos. Las
herejías dualistas situaban la riqueza entre los males absolutos y rechazaban
tanto la potestad regia como la autoridad eclesiástica. El Pontificado se vio
en la necesidad de intervenir entonces para enseñar a los cristianos cuál era
la actitud correcta en relación con el problema. No siempre había sido hasta
entonces obedecido, de modo que se sentía la necesidad de repetir y aclarar sus
mandatos. En el momento en que crecían los ataques, el papa Inocencio III
decidió publicar una Constitutio pro iuadeis
(1199) estableciendo el cuadro mínimo de derechos que debían ser otorgados por
los reyes a los judíos, inspirándose en la que fuera la doctrina agustiniana: (a) Los judíos, a quienes la justicia perfecta de Dios
conserva en medio de los cristianos en condiciones de inferioridad porque han
rechazado la llamada, deben ser protegidos en sus personas y bienes con la
esperanza cierta de que, con el tiempo, movidos por el buen ejemplo de los
cristianos, se convertirán. (b) De ninguna
manera pueden ser obligados a recibir el bautismo, ya que de acuerdo con la fe
católica la libertad es indispensable para la recepción de cualquier
sacramento, que se torna inválido en el caso en que la libre voluntad no sea
respetada. (c) Las autoridades cristianas no pueden consentir que los judíos
sean maltratados. En la Constitución se mencionaban expresamente dos actos de
violencia: la profanación y saqueos de los cementerios y la interrupción de sus
ritos y celebraciones. De ella y
de las disposiciones que los reyes adoptaron, las comunidades judías retuvieron
una convicción: su seguridad dependía exclusivamente de los monarcas y del
Pontífice, ya que la sociedad cristiana, en general, los rechazaba y detestaba
acumulando sobre ellos toda clase de calumnias. Las herejías cristianas
aumentaron la desconfianza hacia los judíos y como consecuencia aparecieron las
Órdenes mendicantes, franciscanos y dominicos, a quienes debía corresponder la
educación de las masas cristianas. Desde el primer
momento no dudaron los dominicos en plantear el problema judío desde nuevas
perspectivas: el riesgo de que el Talmud, influyendo indirectamente sobre la
sociedad cristiana, fuese fuente y causa de errores. En el IV Concilio de Letrán de 1215, a los frailes
franciscanos y dominicos quedaban encomendadas principalmente tres misiones:
lucha contra la herejía, reconversión de las doctrinas desviadas y educación de
ésa nueva sociedad en que predominaban los ciudadanos. Es
evidente que al definirse Europa como una Universitas
sólo podían entrar en ella los que eran cristianos. Los no bautizados quedaban
absolutamente excluidos de la sociedad: los hebreos y musulmanes infieles.
Seguía vigente el principio de que si se convertían debían integrarse en
igualdad de derechos con los demás cristianos. Confirmada la Constitutio pro uidaeis de
1199, se aclararon cinco puntos: (1) Los hogares cristianos no podían dar
empleo a criados, criadas amas o nodrizas judías. Se recomendaba también a los
fieles que prescindiesen de los médicos judíos; (2) Las autoridades estaban
obligadas a adoptar aquellas medidas necesarias a fin de situar a los judíos en
barrios separados de los cristianos, ya que no era conveniente la relación entre
unos y otros; (3) La usura era considerada como un gravísimo pecado, condenado
en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, independientemente de la persona con
quien se practique. Había pues una especie de distingo con los versículos del
Deuteronomio. Cualquier usurero, cristiano o judío, debía ser tratado como un
pecador público; (4) Los judíos estarían en adelante obligados a usar signos
distintivos que permitieran reconocerlos. El Concilio recomendaba especialmente
dos: un sombrero ancho de forma peculiar y una rodela de color rojo o amarillo;
(5) Se recomendaba la prohibición absoluta de encomendar a los judíos oficios
que significase alguna clase de autoridad o poder sobre los cristianos. En
la península ibérica los judíos eran considerados personas libres al interior
de las comunidades y a las relaciones con la población cristiana. El Fuero Real
y los ordenamientos de Valladolid (1258) y Sevilla (1269) dictados por las
Cortes fijaban los límites a ése espacio de libertad interior: (a) El matrimonio entre judíos y cristianos estaba
radicalmente prohibido. Las autoridades rabínicas insistían por su parte en
dicha prohibición con tanto o más énfasis que el que ponían las autoridades
cristianas. Ningún bautizado podía habitar en casa de judíos, criar a los hijos
de éstos, invitarles o aceptar la invitación a una comida o acudir a los baños
públicos en las horas reservadas a los judíos;
(b) Toda relación carnal de un judío con una mujer cristiana significaba, para
el varón, la pena de muerte. Si la mujer era virgen al cometer su pecado,
perdería la mitad de sus bienes. Si se trataba de una casada, quedaría a merced
del marido, el cual podría matarla sin incurrir en castigo. Si se trataba de
una ramera, la primera vez sufriría pena de azotes, siendo condenada a muerte
si reincidía. No hay que olvidar que las penas, dentro de la sociedad cristiana,
también eran muy duras en ése tipo de delitos y que el trato que se daba a la
mujer siempre era más duro que al varón; (c) Los judíos que se hallaban en
posesión de fincas o tierras de labor podían contratar el trabajo de cristianos
en calidad de guardas o labradores, pero sin que se introdujeran relaciones de
servidumbre o de cualquier otra forma de dependencia personal. Cuando un
esclavo musulmán reclamaba para sí el bautismo tenía que ser puesto
inmediatamente en libertad; ésta era una condición que también se aplicaba a la
población cristiana. (d) La conversión de un cristiano o musulmán al judaísmo
se castigaba con la pena de muerte. Una norma que hallamos también en la ley
islámica incluso en ciertos países en el momento actual. Nadie
estaba autorizado, de acuerdo con la Constitución de Inocencio III, a obligar a
un judío a recibir el bautismo. Pero aquellos judíos que impidiesen a uno de
los suyos recibir libremente el bautismo, serían condenados a muerte. (e) Los judíos no podían ingresar en las corporaciones de
oficios, que eran por esencia cristianas. Esto significaba la prohibición de
aquellas tareas que las mencionadas corporaciones tenían bajo su monopolio. Por
su parte, los cristianos no podían asumir ninguna clase de empleo que les
colocase bajo la autoridad de un judío. Estaba autorizada la asistencia de
médicos judíos a personas cristianas, pero en éste caso las medicinas recetadas
tenían que ser preparadas por manos cristianas.
(f) Las caloñas con que se castigaban los daños inferidos a los judíos serían
cobradas por el propio rey o por los señores de quienes dependieran, pues eran
parte de su propiedad. (g) La pena de muerte dictada contra un judío podía ser
ejecutada colgando a un reo por los pies y no por el cuello como se
acostumbraba entre los cristianos. De éste modo, el sufrimiento, consecuencia
de la lentitud de la agonía, adquiría terribles dimensiones. (h) El aspecto más favorable de ésta legislación, la cual
ha dado origen a juicios erróneos al ser presentado aisladamente, se refería a
la administración de la justicia. En todos los juicios mixtos, librados ante el
juez ordinario de cada lugar, los alcaldes estaban obligados a admitir la
validez de los juramentos prestados sobre la Torah y no sobre los Evangelios.
Lo mismo sucedía cuando los procesos llegaban al adelantado o merino en grado
de apelación. Ninguna prueba podía ser aceptada por los jueces si faltaba al
menos una persona en cada una de las partes. Entre los años 1140 y 1412 se había
dado un gran salto hacia el cambio. En la primera de dichas fechas todavía los
reyes y una gran parte de las ciudades estaban mostrando una voluntad clara de
atracción y protectorado sobre los judíos, que ya estaban recibiendo muestras
de odio; en la segunda se definía el rechazo completo, amenazándoles además con
un empeoramiento progresivo de las condiciones si seguían tercamente empeñados
en permanecer dentro de su antigua Ley. Las leyes de Ayllón del 2 de enero de
1412 fijaban un nuevo estatus para los judíos. No se trataba de
otorgar a los judíos una plataforma de protección que hiciera posible su
existencia dentro de un territorio de cristianos, sino, por el contrario, de
establecer con claridad el círculo de prohibiciones que a ellos afectaban. Con
toda claridad se expresaba el objetivo: convencer a los judíos que el bautismo
era el único camino para escapar de dicho aherrojamiento: (a) Todos los municipios castellanos en donde habitasen
judíos señalarían puntualmente los límites del barrio garantizando la radical
separación con los cristianos. En un plazo de ocho días contados desde el
momento en que dicho señalamiento tuviera lugar, todos los que no se hubieran
bautizado tendrían que trasladarse a él. En adelante, su salida de dicho barrio
así como los desplazamientos a otros lugares estarían sujetos a estrecho
control y vigilancia. Ninguna previsión se hacía acerca de
la extensión, salubridad o condiciones del barrio; todo esto quedaba al
arbitrio de los regimientos. (b) La condición inferior, miserable y de cautividad que
se atribuía a los judíos, debía reflejarse también en el aspecto externo.
Usarían barba y cabellos largos adecuados al tópico de la suciedad que se les
atribuía y vestirían paños baratos de color oscuro, de los que no excedían el
precio de treinta maravedíes la vara. En la parte exterior de dicha ropa
portarían una rodela bermeja. Expresamente se decía que todo esto estaba
enderezado a demostrar su inferioridad. Las mujeres tenían que llevar un manto
suficientemente largo para que les permitiera cubrir también la cabeza. (c)
Ninguna cristiana, ni siquiera las rameras, podría cruzar los umbrales de la
judería. Tampoco era permitido a los varones ocupar puestos en empresas o
ejercer profesiones que les pusieran bajo el poder o autoridad de los judíos. (d)
En adelante, los siguientes ejercicios profesionales u oficios artesanos
quedaban prohibidos a los hijos de Israel: arrendamiento de tributos,
almojarifazgos, herradores, carpinteros, jubeteros, sastres, médicos,
cirujanos, farmacéuticos, drogueros, albéitares, tundidores, carniceros,
peleteros, traperos, zapateros y comerciantes al por menudo. (e) Quedaba
estrictamente prohibido que un judío pudiera utilizar el título de don, como
sucediera con algunos judíos de Corte en tiempos pasados. (f) Las
contribuciones internas, con las que las aljamas aseguraban su mantenimiento,
tendrían en adelante que ser aprobadas por el Consejo Real. La España moderna, surgida de un matrimonio, de una
herencia y de una guerra civil, está inscrita en el papel desde 1479, pero
sigue siendo una abstracción. Aragón y Castilla conservan sus instituciones
respectivas. En Castilla coexisten Galicia, Asturias, las Provincias Vascas,
León, Extremadura, Andalucía, Córdoba, Jaén, Murcia y Toledo, que forman
alrededor de Burgos, capital histórica de la Vieja Castilla, una constelación
muy heterogénea. Aragón no está mejor distribuido: el
particularismo catalán está fuertemente cultivado mientras que Valencia,
caracterizada por una fuerte concentración de moros, nutre impulsos insurreccionales.
La
religión católica se convertirá entonces en el motor y en el instrumento de la
política unificadora de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla. Aprovechando
sus buenas relaciones con Sixto IV, que había validado su matrimonio por
afinidad política obtuvo que el papa permitiera que un tribunal del Santo
Oficio de la Inquisición fuera instaurado en Castilla y que fuera ella, como
reina de Castilla, quien designara a sus miembros. El primer auto de fe tiene
lugar en Sevilla el 6 de febrero de 1481. Dos años más tarde,
Isabel estructura la institución inquisitorial creando el "Consejo
de la Suprema y General Inquisición",
compuesto por cuatro miembros y presidido por el inquisidor general. El primero
en ocupar éste cargo fue el dominico Tomás de Torquemada, judío que se había
convertido en un católico fanático. Es
interesante ver hasta qué punto la Inquisición, desde el principio, se integra
al dispositivo de gobierno de la Corona. Los Consejos son, en efecto, los
órganos consultivos del rey. Que la Inquisición se estructure como un consejo
indica claramente que los asuntos religiosos pertenecen, de ahora en adelante,
a la esfera del Estado y se derivan del poder del rey, que nombra y revoca a
los consejeros a su gusto. En ése mismo año, 1483, el papa
Sixto IV accede al deseo de Fernando de instalar un tribunal inquisitorial en
Aragón. Torquemada es inmediatamente nombrado inquisidor general de Aragón. Los
tribunales inquisitoriales pronto se multiplican y el fuego de las hogueras se
vuelve devorador. Impulsada por el éxito de la reconquista, Isabel firma el
decreto de la expulsión de los judíos de España el 31 de marzo de 1942. Éstos
son obligados a huir o a convertirse en un plazo de cuatro meses. Muy pocos se
convierten y la medida inicial, que prevería que los judíos que eligieran el
exilio podrían vender sus bienes y llevarse su dinero, es sustituida. Se
prohíbe toda exportación de metal precioso y se organiza el proceso
confiscatorio. En ése contexto, aquellos que eligen convertirse son objeto de
sospechas: "Fernando e Isabel
operaron rigurosamente dentro de ésta manera de pensar: no se mostraron ni más
conservadores ni más modernos o más injustos que sus contemporáneos. Hacía
mucho tiempo que España era una simple excepción al permitir legalmente la
existencia de comunidades talmúdicas. Cuando finalmente se decidieron a aplicar
en España las mismas medidas que ya se tomaran en Inglaterra, Francia o
Nápoles, recibieron felicitaciones desde diversos puntos, incluida Roma, y
ninguna crítica…
El texto definitivo del Ordenamiento, en el que
se contenían éstas tres disposiciones, fue presentado a los Reyes por el
inquisidor general, Tomás de Torquemada, el 20 de marzo de 1492. De acuerdo con
la estructura política adoptada por la monarquía correspondía al Consejo de
Inquisición su redacción. Los monarcas lo firmaron y publicaron en Granada el
31 de marzo. Lo mismo se hizo después en todas las ciudades del reino. Los judíos disponían de un plazo de cuatro meses, es decir, hasta el
31 de julio, para vender todos sus bienes inmuebles o depositarlos en manos de
terceras personas que pudieran venderlos después en mejores condiciones.
Acabado éste tendrían que salir de España llevándose el producto y también los
bienes muebles, guardando, sin embargo, la ley que prohibía sacar oro y plata. El
plazo fue escrupulosamente observado porque Torquemada añadió diez días,
teniendo en cuenta los retrasos producidos en el pregón del documento… Un
detalle final que muchos ignoran. El 21 de diciembre de
1969, el decreto de 1492 fue declarado nulo y desautorizado. La comunidad judía
española, reconstruida, con sinagogas y escuelas en bastantes lugares, se
dirigió al Gobierno pidiendo que se hiciera de manera oficial dicha anulación.
Tanto el ministro de justicia, Antonio Oriol, como el subsecretario Alfredo
López, creyeron que no era necesario: todos los derechos y libertades estaban
reconocidos. Pero al consultar con especialistas en el tema, éstos expresaron
una distinta opinión. El decreto de 1492 no sólo contenía términos
administrativos, sino que hacía un juicio repitiendo los términos de la "perversidad judía" (Suárez, pp.
387, 412, 442).
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Los
degenerados sociales.
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Fabrice d´Almeida en "El pecado de los dioses. La alta sociedad y el nazismo" (TAURUS, 2008) expone la destrucción
sistemática de la vida social de los "degenerados" como producto del trabajo de aislamiento e incomunicación
emprendido por el régimen. Heinrich Himmler era el asistente personal de
Gregor Strasser, cabecilla del Movimiento Nacionalsocialista por la Libertad y
diputado del parlamento regional. En noviembre de 1923, secunda a Röhm en su
tentativa de golpe. Luego se afilia al NSDAP refundado en 1925 y enseguida se
convierte en el responsable administrativo de la propaganda (1926-1930). Su tarea consiste en organizar las giras de Adolf Hitler, el mejor
orador del partido. Himmler le acompaña en las grandes ocasiones y aprovecha
los viajes para asegurarse el favor del patrón. Su nombramiento al frente de
las SS en 1929 es en gran parte el fruto de su complicidad con el Führer.
Seguramente es él quien convence a Hitler de la necesidad de darles autonomía a
las SS respecto de las SA. Entonces ya dispone de una secretaría. Su elección
como diputado en 1930 le permite financiar una incipiente estructura
administrativa autónoma para sus propios asuntos. En 1933, acumula a sus
funciones la de responsable de la policía de Múnich. Desde éste cargo, organiza
el campo de concentración de Dachau. El éxito de ésa experiencia hace que Göring lo
llame para dirigir la policía secreta de Prusia (Geheime Staastspolizei, más
conocida como Gestapo). Apoyándose en la Gestapo y las SS, dirige la
destrucción del aparato de las SA, que en 1934 disentía. Consigue finalmente
ser ascendido al rango de Reichführer SS (guía imperial de las SS) y agrupar en
una sola secretaría de Estado del Ministerio del interior los servicios de la
Gestapo y de las SS. Esto lo convierte en jefe de la policía del Tercer Reich. Su acumulación de poder no se detiene ahí. Las SS crean sus
divisiones militares en 1940 (Waffen SS) bajo su dirección. Finalmente, le confían además la policía criminal
y los servicios de información interior para que los agrupe dentro del RSHA, una
gigantesca administración de la seguridad. En agosto de 1943, es nombrado Reichsinneminister y
domina las SS, todas las fuerzas de la policía y de seguridad y su ejército
privado, las Waffen SS. Robert
Gellately en "La Gestapo
y la sociedad alemana. La política racial nazi (1933-1945)" (PAIDÓS, 2004) expone la persecución
de los "degenerados
sociales". En los
archivos de la Gestapo queda registrado un cierto número de grupos que eran
objeto de una especial atención por parte del régimen -grupos de elementos "antisociales" como homosexuales y gitanos-. La gente
a la que se colocaba la etiqueta de "moralmente disoluta" también era investigada, especialmente
si se vinculaba a cualquiera de los demás grupos perseguidos. La sospecha de que, de algún modo, los judíos acaudalados explotaban
sexualmente a las mujeres jóvenes a las que proporcionaban empleo espoleó una
de las variantes del antisemitismo nazi.
No es casual que las leyes de Núremberg prohibieran explícitamente no sólo las
relaciones sexuales extramaritales entre judíos y no judíos, sino también que
los judíos proporcionasen empleo, "como sirvientes domésticos, a los ciudadanos de
sexo femenino cuya sangre fuese alemana o perteneciese al tronco alemán". La estipulación que
prohibía a los judíos tener empleadas domésticas alemanas no entró en vigor
hasta el 1 de enero de 1936. En la ley no se aludía expresamente a las mujeres
empleadas en empresas judías, ni a las que trabajaban para profesionales como
médicos y abogados. Sin embargo, y debido al difundido
prejuicio de que los judíos abusaban de su posición de autoridad para obtener
favores sexuales, se dejaba ésta puerta abierta a los denunciantes. Una de las
primeras denuncias de "deshonra racial" que llegó a conocimiento de la Gestapo de
Wurzburgo tras la reunión de Núremberg de 1935 hace referencia a un asunto
acaecido en Schweinfurt. Ya el 26 de noviembre de 1935 una
denuncia había conducido al arresto de un comerciante judío de 50 años llamado
Ludwing Abramsohn. En 1926, éste hombre había empleado como oficinista
a Wilhelmina Kohrt, y los interrogatorios indicaron que, Abramsohn había puesto
su atención en la mujer -tal como, según se alegaba, había hecho antes con
otras chicas-. Alguien dijo a la policía que Abramsohn y Kohrt hacían vida
matrimonial, y en principio Abramsohn fue condenado a dos años de cárcel.
Cuando llegó el momento de ponerle en libertad, la Gestapo le puso en situación
de "detención
preventiva", y no
consiguió salir de Buchenwald más que para emigrar. A principios de abril de 1938 se envió una carta anónima al jefe de la
sección de "alimentos y bebidas" del Frente del trabajo de Wurzburgo. La carta hablaba de Hanelore
Krieger y de sus empleadores judíos en la empresa de M. Hanauer e hijo, una
fábrica de licores de Wurzburgo-Heidingsfeld. Krieger era una obrera que había
comenzado a trabajar como aprendiza en la fábrica en 1918. Poseía poca
educación formal, y con lo que ganaba en 1938 ayudaba a sostener a sus ancianos
padres: 190 marcos al mes. En 1927 o
1928, el novio de Krieger, según dijo ella más adelante, había tenido
dificultades económicas, y ella había acudido a su jefe, Julius Rosenheim,
obteniendo de él 200 marcos a cambio de una promesa de favores sexuales. Siguió
visitando al anciano cobrando una tarifa de unos 50 marcos, y al quedarse sin
ésta fuente de fondos, Krieger llegó a un acuerdo similar con el hijo de Julius
Rosenheim, Alfred. En su defensa, dijo a la Gestapo que
quería el dinero extra para ayudar a su novio, que era estudiante y que también
pasaba por apuros económicos. Alfred Rosenheim y Hanelore Krieger fueron
arrestados y llevados a juicio. Ante el juez, Krieger modificó el testimonio, y
dijo que las relaciones sexuales habían terminado en el verano de 1934. Pese a
que el tribunal aceptó éste cambio, y puso en libertad a Rosenheim, la Gestapo,
sosteniendo que probablemente había sido sobornada por una tercera persona,
puso no obstante a Rosenheim en situación de "detención preventiva", como
correctivo de lo que la Gestapo consideraba un fallo del sistema judicial: "Bajo la dictadura nazi, se permitía que
la prostitución siguiese ejerciéndose, aunque se la controlaba de forma más
estricta. Un decreto del 9 de septiembre de 1939 impulsado por el Ministerio
del Interior del Reich ponía a la policía local (la Kripo) a cargo de la
adecuada vigilancia de los burdeles. Se produjeron acusaciones de conducta
antisocial contra los proxenetas y contra otras personas que vivían de los
beneficios obtenidos mediante la prostitución. Se crearon burdeles especiales
para las fuerzas armadas, y también había establecimientos similares, con
personal femenino foráneo, para los trabajadores extranjeros que se hallaban en
Alemania. No obstante, las prostitutas podrían
tener problemas con la Gestapo si
aceptaban clientes judíos. Éstas relaciones también estaban sujetas a las leyes
de Núremberg. La Gestapo utilizaba a las prostitutas
como cebo para sus trampas. Sin embargo, no se registra explícitamente ningún
caso de utilización de prostitutas en los expedientes de la Gestapo de
Wurzburgo, y para mostrar cómo se engañaba a los desprevenidos judíos con el fin
de ponerles en situaciones comprometidas y denunciarlos, han de completarse las
fichas con otros materiales. En la medida en que se menciona a las prostitutas en los
expedientes, los argumentos van encaminados a exponer las debilidades de
determinados hombres pertenecientes a distintas organizaciones nazis. De lo
contrario, los casos vinculados a la prostitución eran investigados por la
policía corriente. Sin
embargo, en Wurzburgo y en otras ciudades hubo casos en los que algunas
prostitutas –o algunas personas de las que se sospechaba que actuaban como
prostitutas- tuvieron problemas debido a que el cliente resultó ser judío. Por
ejemplo, en marzo de 1936 los vecinos de una casa observaron que una
determinada mujer admitía a gente que podía ser judía pese a recibir igualmente
a miembros del partido, a SS y a SA. El soplo fue comunicado al jefe local del
partido, quien, al transmitirlo a la Gestapo, mencionó que el marido de la
mujer acusada, de la que se había separado, había dicho recientemente de ella
que ahora se dedicaba a "ejercer su profesión". Casi al mismo tiempo, una mujer judía, Friedel
Scharf, fue denunciada por la novena bandera de las SA de Wurzburgo. Scharf
había sido recientemente dada de alta de una institución mental y era incapaz
de hacer frente a la vida del exterior, especialmente a lo tocante a las leyes
antisemitas. Se
alegó que estaba saboteando las leyes de Núremberg, ya que abordaba
deliberadamente a los hombres de las SA y trataba, no sin éxito, de seducirles.
La queja afirmaba que esta mujer vivía
como una prostituta. Tal como quería el dirigente de las SA, la Gestapo puso
fin al asunto" (Gellately, pp. 274, 275). Otro
cierto número de casos existentes en los expedientes de Wurzburgo sugiere
enérgicamente que las mujeres implicadas en las denuncias eran, cuando menos,
prostitutas a tiempo parcial, o, como sucedía en el caso de Krieger, que
completaban sus ingresos proporcionando favores sexuales. En el verano de 1938, en la vecina
Frankfurt, hubo un caso en el que estaba implicada una prostituta, y, a pesar
de que no se había producido ninguna relación sexual, el acusado fue hallado
culpable. El tribunal decidió que, a pesar de todo, la ley había sido
quebrantada, dado que el concepto de relaciones sexuales prohibidas por los
términos expresados en las Leyes de Núremberg incluía tanto la protección del "honor" alemán como la de la "sangre" alemana. El hombre fue sentenciado a dos años y dos meses de cárcel,
período tras el cual fue probablemente puesto en situación de "detención preventiva" en un
campo de concentración. La conducta sexual promiscua en la que
se hallaran implicados hombres o mujeres judíos, así como las relaciones que
hicieran caso omiso de las barreras étnicas que habían sido definidas ambas
como delictivas, así que, en la medida de lo posible, fueron "barridas" después de 1933. A mediados
de diciembre de 1937, Bernard Martin, un camionero casado y "ciudadano ordinario", se dirigió al Frente de trabajo de
Kitzingen, para presentar los nombres de cinco hombres que habían tenido
relaciones sexuales con Anna Laska, una mujer judía de 44 años. Martin sugirió
también que, probablemente, Laska había abortado, un acto prohibido según el
artículo 218 del código penal. Al preguntarle al jefe local del Frente de
trabajo, Martin admitió que él también había tenido relaciones sexuales con
Laska, aunque únicamente antes de que se hubieran promulgado las leyes de
Núremberg, afirmación que, tras ser investigada, demostró ser falsa, lo que le
costó un año de prisión, que empezó a cumplir en abril de 1938. Los judíos que tenían un historial delictivo y eran promiscuos se
encontraban particularmente en peligro en la Alemania nazi. Tanto Friedrich
Schleier, un carnicero judío, como Samuel Braunthal, un panadero judío de
Wurzburgo habían tenido problemas con la ley antes de 1933. La mayoría de las acusaciones guardaban relación
con oscuras prácticas empresariales de diverso tipo, pero Schleier había sido
hallado culpable, en 1924, de un delito de agresión sexual de una joven
lisiada, habiendo sido enviado a prisión por un espacio de tres años. También
se decía que practicaba abortos, otro asunto grave. A principios de 1936, ambos
hombres fueron denunciados por separado a la Gestapo. Schleier fue acusado de recorrer Kleinlangheim intentando convencer a
varias mujeres de que se acostaran con él. Los cargos contra Braunthal eran
igualmente vagos, sin que se mencionaran nombres ni fechas, excepto los que se
obtuvieron al preguntarle a la Gestapo cuáles habían sido sus compañías sexuales con anterioridad a 1933.
Pese a que después de ésa fecha no había pruebas de "deshonra racial", lo que Schleier y Braunthal habían
hecho antes de la "toma del poder" selló su destino. Como primera medida, ambos fueron puestos en
situación de "detención
preventiva".
Finalmente, Braunthal fue puesto en libertad y emigró a Estados Unidos, pero
Schleier fue enviado a Buchenwald, donde murió el 25 de abril de 1940. Estos
casos ilustran el modo en que la Gestapo utilizaba las leyes raciales para
abordar las cuestiones relacionadas con las personas de quienes quería librarse
debido a su pasado de promiscuidad y delitos. Los médicos judíos eran
vulnerables, en especial si se sospechaba que practicaban abortos. El doctor Max Bloom era un especialista en enfermedades femeninas de
Wurzburgo, y en febrero de 1937 fue denunciado, ya que se le imputaban dos
cargos graves. Uno de ellos era el de haber practicado abortos. Sin embargo, a
pesar de interrogarse a 52 antiguos pacientes, no se llegó a nada concluyente. El
otro cargo, el de haber mantenido una relación ilícita con su ex secretaria,
Maria Friedrich, parecía tener fundamento. Bloom había querido casarse con
ella, y a principios de 1935 había obtenido los papeles necesarios. No
obstante, tal y como ella indicó en su testimonio, "los posteriores acontecimientos políticos de
Alemania les indujeron a perder toda esperanza de una relación continuada". Desde julio de 1935,
fecha en la que Friedrich se marchó a Múnich, hasta su interrogatorio en 1937,
la mujer no había visto al doctor Bloom, y tampoco le había escrito ni hablado
con él. La homosexualidad se contaba entre las más grandes acusaciones morales
que podía plantearse en la Alemania nazi, y desde el principio, el régimen dejó
claro que emprendería una campaña para atajarla. La Gestapo estaba
profundamente implicada en éste empeño, y, tal como dejan claro las fichas
personales de Wurzburgo, hizo un gran esfuerzo para imponer ésa política. En
el seno de las propias SS, Himmler dio algunos pasos decisivos para combatir la
homosexualidad, entre los que cabe mencionar la expulsión de los homosexuales
de la organización, y, con frecuencia, su destierro a campos de concentración,
donde "morirían de un tiro mientras trataban
de fugarse". Para el
otoño de 1934, la Gestapo
exigía ya, en toda Alemania, que sus puestos locales consignaran por escrito y
enviasen a Berlín los nombres de los homosexuales previamente condenados, así
como el de aquellas personas que fuesen sospechosas de serlo. Dada la
sensibilidad oficial, no resulta sorprendente que se descubriera la existencia
de numerosos homosexuales, los cuales eran enviados a Dachau desde la Baja
Franconia: "La Gestapo
mostraba una particular inquietud por tomar medidas enérgicas contra los judíos
que eran acusados de ser homosexuales. Uno de los casos que llegó a juicio en
Wurzburgo era uno relacionado con un vinatero judío, el doctor Leopold Isaak
Obermayer, acusado de no solamente ser homosexual, sino también de ser
pedófilo. Educado y culto, con ciudadanía suiza y alemana, Obermayer no se
había mostrado impresionado por el hecho de que los nazis hubieran tomado el
poder. Había tenido la precaución de depositar las fotografías de sus amigos
homosexuales, algunos de ellos desnudos, en la caja de seguridad de su banco. En octubre de 1934, al tener noticia que su correo
estaba siendo interceptado, acudió al jefe de policía de Wurzburgo, un viejo
compañero de colegio, y más tarde al nuevo jefe de la Gestapo de Wurzburgo,
Josef Gerum, un hombre que no sólo era un nazi fanático, sino que ponía un celo
especial en la batalla contra la homosexualidad. Gerum
arrestó a Obermayer por espiar y difundir rumores maliciosos, y se esgrimió la
sugerencia, que nunca se tomó excesivamente en serio, de que podía haber tenido
contactos con los ilegales círculos comunistas. Cuando la investigación
descubrió las fotografías que conservaba en su caja de seguridad, fue tildado
de "enemigo del pueblo". De no haber poseído Obermayer la nacionalidad suiza, éstas
fotografías le hubieran acarreado la pena de muerte. Pese a todo, a principios
de enero de 1935, fue enviado a Dachau. Gerum
utilizó las pruebas contra Obermayer para fomentar en el distrito la animadversión
hacia los judíos y hacia los homosexuales, y la prensa local agradeció la
oportunidad de hacer pública la información que Gerum le había proporcionado.
La Gestapo, o al menos Gerum, esperaba que los cargos de traición habrían de
significar la pena de muerte para Obermayer, y probablemente también la
confiscación de sus empresas y de sus propiedades. La
complicación seguía siendo su nacionalidad suiza, y en septiembre de 1935, al
verse sometido a las presiones que le llegaban desde Múnich y que le indicaban
que, bien debía hacer efectivo los cargos, bien tenía que liberar al
prisionero, Gerum acusó a Obermayer y le envió de nuevo a una prisión local. El
decidido acoso de Gerum prosiguió, y a pesar de que Obermayer se las arregló
para eludir una y otra vez lo inevitable utilizando todo tipo de tácticas –como
la de apelar al ministro de Justicia-, el 13 de diciembre de 1936 el tribunal
le condenó a diez años de cárcel. Transferido a Mauthausen, Obermayer murió
finalmente a finales de febrero de 1943" (Gellately, pp. 280, 281).
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La
conciencia nazi.
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Claudia Koonz en "La conciencia nazi. La formación del fundamentalismo
étnico del Tercer Reich" (PAIDÓS, 2005), exhibe las bases de la ideología racial
nazi. El término "conciencia
nazi" describe
una conducta colectiva secular que hacia posible la reciprocidad sólo a los
miembros de la comunidad aria, definida de acuerdo a lo que, según los
científicos raciales, eran los conocimientos biológicos más avanzados de su
tiempo. Guiados por ellos, así como el virulento ideario racista expresado en
Mein Kampf, el Estado nazi excluyó a categorías enteras de personas del mapa
moral de la mayoría de los alemanes. El primer
presupuesto de la conciencia nazi era que la vida del Volk (pueblo) es como la de un organismo,
marcado por las etapas del nacimiento, el desarrollo, la expansión, el declive
y la muerte. Aunque escritores anteriores, como Johann Wolfgang von Goethe, ya
habían expresado nociones filosóficas de naturaleza similar, la metáfora
orgánica se extendió por las ciencias sociales y la retórica política avanzado
el siglo XIX. Herbert Spencer, cuyos escritos
pueden considerarse contemporáneos de los de Charles Darwin, describía la
evolución de las "tribus bárbaras" a civilizaciones avanzadas como el triunfo de un
organismo sociológico superior. A principios del siglo XX, los pesimistas
predecían que Occidente, en tanto que organismo "maduro", debía luchar por mantener su mera existencia en contra
de la degeneración y la extinción última. Ésa lucha implicaba sacrificios
personales y esfuerzos colectivos. A
principios de la década de 1930, con unas cifras de desempleo que superaban el
30%, los políticos europeos y norteamericanos reactivaron la retórica de la
Gran Guerra condenando el conflicto de clases, el materialismo y el
enriquecimiento desmesurado y apelando a los ciudadanos a darlo todo por la
supervivencia colectiva. En el discurso que pronunció tras su toma de posesión,
Franklin D. Roosevelt, pidió a los estadounidenses que, para lograr la
recuperación económica, estuvieran dispuestos a realizar los mismos sacrificios
que si se hallaran en guerra contra una amenaza extranjera. En el
Tercer Reich, una especie de mantra colectivo exhortaba a los ciudadanos de
etnia alemana a "poner las
necesidades colectivas por delante de la avaricia individual". La alternativa era la muerte de la
comunidad. El segundo presupuesto de la conciencia nazi era que toda comunidad
desarrolla los valores adecuados a su naturaleza y al entorno en que se ha
desarrollado. Mientras algunos estudiosos de las ciencias sociales de la época,
como el antropólogo Franz Boas, ponían el relativismo cultural al servicio de
la tolerancia, los teóricos nazis lo invocaban para defender su propia
superioridad.
En la Europa de entreguerras, Hitler
no fue el único en exaltar la identidad étnica. El paisaje político europeo
aparecía poblado de antisemitas como el general Julius Gömbös, primer ministro
de Hungría a mediados de la década de 1930; el fascista francés Charles
Maurras; Leon Degrelle, jefe del movimiento rexista belga; y Jósef Pilsudski,
presidente de Polonia. Al igual que Benito Mussolini, esos líderes populistas
veían el renacer étnico como la condición previa para la salud de sus
respectivos países. El tercer elemento de la
conciencia nazi justificaba la agresión abierta contra poblaciones "indeseables"
que vivieran en tierras conquistadas siempre que, a largo plazo, de ello se
derivara un beneficio para los vencedores. La expansión de Occidente, desde las
Cruzadas hasta el colonialismo, ha sido descrita por sus defensores como un
fenómeno provechoso no sólo desde el punto de vista material, sino desde el
punto de vista moral. Hoy nadie puede alegar moralmente la
superioridad racial, la valentía, la disciplina y el idealismo para someter
poblaciones. Pero bien que podemos usar el discurso de la democracia liberal y
los derechos humanos para imponer la superioridad occidental en "sociedades bárbaras". El cuarto presupuesto subyacente a la
conciencia nazi defendía el derecho de un gobierno a anular la protección legal
de ciudadanos asimilados sobre la base de lo que ése gobierno definía como la "etnicidad". Sin embargo, lo que diferenciaba la
política nazi de otras exclusiones étnicas era su victimización de ciudadanos
que no mostraban diferencias físicas ni culturales que los distinguieran. Los
alemanes con supuestos ancestros judíos, así como aquellos ciudadanos arios de
los que se sospechaba que pudieran tener genes defectuosos o inclinaciones
homosexuales, compartían pasado, lengua y cultura con sus acosadores.
Pero mientras que los arios "defectuosos"
que se reformaran tenían abierta la puerta a una posible readmisión en la
sociedad, los judíos quedaron excluidos de la comunidad moral. Catalogados de
seres peligrosos carentes de derechos, se convirtieron en un "problema"
que debía resolverse con eficacia despiadada. Los
liberales contemporáneos consideran que los derechos humanos son atributos
universales que pueden ser respetados en cualquier parte del mundo, pero
evidencian una típica desconsideración por la historia. Las actuales
concepciones de los derechos humanos se desarrollaron paralelamente al
Estado-nación moderno. Los teóricos liberales tienden a distinguir entre
nacionalismo étnico –que, a su juicio, es negativo- y otras modalidades
cívicas, que ven con buenos ojos. Pero
la represión no es privativa del nacionalismo étnico. Las naciones se crean
gracias al ejercicio del poder estatal en un proceso que, normalmente, implica
la integración o la exclusión a la fuerza de grupos considerados ajenos, el
caso de Israel y los palestinos. La construcción de regímenes cívicos en
Francia y Estados Unidos comportó el uso de los sistemas educativos como
instrumentos de integración, del mismo modo que la guerra y el servicio militar
fueron utilizados para generar solidaridad frente al enemigo. La
ortodoxia liberal da por sentado que los Estados-nación dotados de autogobierno
son más libres que los imperios, pero éstos últimos han sido con frecuencia más
acogedores con las minorías. La autodeterminación nacional está ligada
estrechamente a la limpieza étnica y a la erradicación de sociedades eclécticas
en las que diversos modos de vida han convivido en paz durante mucho tiempo. La
promoción universal de la autodeterminación que los neoconservadores y los
intervencionistas liberales ven con tan buenos ojos supone reproducir ésos
males a escala mundial:
"La Francia revolucionaria declaró que
los judíos eran ciudadanos como todos los demás en 1791. Prusia los emancipó,
parcialmente, en 1812. Al momento de su creación, Bélgica siguió el modelo
francés. Dinamarca, en 1849. El Reino Unido otorgó progresivamente derechos a
sus judíos entre 1849 y 1858, pero la entrada a las universidades tardó hasta
1871 y Nathaniel de Rothschild tuvo que esperar hasta 1885 para ser el primer
judío en la Cámara de Lores. En el Imperio de
los Habsburgo, las reformas se sucedieron entre 1840 y 1867. En Alemania, los
judíos recibieron los derechos políticos entre 1869 y 1871, pero no pudieron
entrar a la oficialidad en el ejército y tampoco en la alta administración sino
hasta la Primera Guerra Mundial. En Italia, el Reino de Piamonte tomó la
delantera y extendió la igualdad a los judíos al realizar la unidad italiana,
entre 1859 y 1870. Serbia y Bulgaria hicieron lo mismo en 1878 y 1879,
respectivamente. A finales del siglo XIX, sólo Rumanía y el Imperio zarista
mantenían a los judíos aparte. La emancipación, para los propios judíos, fue
una revolución que dividió la comunidad al cambiar totalmente su estatus en el
seno de la sociedad global… La "sinagoga",
denunciada por los filósofos del siglo XVIII como la conservación de todos los
arcaísmos y del fanatismo, pasó en poco más de cincuenta años a ser el caballo
de Troya de una modernización destructora de toda religión. Porque el
reconocimiento de los derechos religiosos y cívicos de los judíos, al igual que
la destrucción simbólica y más que simbólica de los muros de los guetos
aumentaba la visibilidad de los judíos. No tenían derechos particulares ni
privilegios ni estatuto de inferioridad. Ahora
bien, hasta entonces el judaísmo se había concebido a sí mismo como religión y
como pueblo. De repente, la sociedad global trataba su religión como cualquier
otro culto, pero no quería saber nada de la otra mitad de su identidad: el
pueblo debía fundirse en las democracias occidentales o esperar su emancipación
en los países que no habían adoptado el concepto moderno de ciudadanía… A lo
largo del siglo, en el marco de la "explosión demográfica" europea y angloamericana, se dio un notable crecimiento
numérico de los judíos. De menos de dos millones en 1813, la población judía
pasó a catorce millones en 1913, con dos grandes bloques: seis millones y medio
en el Imperio zarista; tres millones y medio en Estados Unidos; un millón en
Austria y Hungría; quinientos mil en el Imperio alemán; cien mil en Francia y
en el Reino Unido; treinta mil en Italia"
(Meyer, pp. 31, 32). Desde marzo de 1933, el club de golf de Berlín ha
hecho saber a sus socios judíos que su presencia ya no es deseable. El
Rot-Weiss Klub de Grünewald, donde se reunían los tenistas berlineses, les está
ahora vedado a los judíos. En abril de 1933, su estrella Daniel Penn, que le
había dado la victoria a Alemania al vencer a los británicos Fred Perry y Bunny
Austin en la Copa Davis de 1929, es súbitamente excluido. La Federación de Tenis lo menciona explícitamente en las decisiones
que toma para arianizar el deporte germánico: "El jugador Dr. Penn no será seleccionado para formar parte del equipo
nacional en la Copa Davis 1933". El mundo
del deporte, uno de los componentes esenciales de la vida humana, se vuelve
totalmente impermeable. Las piscinas cierran sus puertas a los judíos, sobre
todo a partir de las leyes de Núremberg de 1935. Leo Conti, responsable de la
política sanitaria del NSDAP,
ha mandado colgar desde ésa época en la playa Wansse un letrero: los judíos no
deben bañarse ni tan siquiera mostrarse. Su objetivo de salud pública es
limitar los contactos entre alemanes y judíos, evitar una promiscuidad física
que considera degradante. Los judíos,
según él, no tienen ningún sentido del pudor y transmiten enfermedades. Ése
seudohigienismo se les inculca a los médicos del Reich y las comisiones
sanitarias lo aplican. Después de los Juegos Olímpicos de 1936, la prohibición
de acceder a los baños públicos se generaliza. A partir de 1935, los nuevos
estatus de las asociaciones deportivas insisten en la construcción de duchas y
vestuarios separados para evitar los contactos corporales con los "infrahombres". En 1929 Barcelona
había celebrado con éxito su Exposición Universal, la ciudad catalana atrajo la
atención internacional por su capacidad de organización. El Comité Olímpico
Internacional vio una ciudad dotada para albergar el certamen olímpico. El
XXXIX Congreso del COI fue asignado a Barcelona para estudiar las posibilidades
sobre el terreno. Del 24 al 27 de abril de 1931 que coincide con serios
problemas políticos en el país, el antecedente de la Guerra Civil Española
(1936-1939). A las sesiones de trabajo sólo asisten diecinueve miembros
internacionales y la decisión de concederle los Juegos de la XI Olimpiada es
aplazada. En el XXVII Congreso del COI celebrado en Berlín
del 25 al 30 de mayo de 1930, se dan a conocer las ciudades que buscaban la
candidatura para la sede de los Juegos Olímpicos de la XI Olimpiada: Núremberg,
Colonia, Fráncfort, Berlín, Alejandría, Budapest, Buenos Aires, Dublín,
Helsinki, Roma y Barcelona. La mayoría termina retirando su candidatura por las
malas condiciones para celebrarlos, excepto Barcelona y Berlín. El 13 de mayo
se decide la votación por correspondencia en Lausana, favoreciendo los votos a
Berlín por 43 a 16 de Barcelona y 8 abstenciones. Durante la celebración de los Juegos Olímpicos de los Ángeles de 1932,
el ideólogo nazi Julius Streicher calificaba las Olimpiadas de "infamante festival dominado por los judíos". Hitler había sido nombrado canciller del Reich una semana después de
la primera reunión del Comité Organizador, a pesar de que Hindenburg era el
jefe nominal del Reich, el COI entendió que ahora debían negociar con Hitler. En
marzo de 1933 Hitler recibe la visita del presidente y vicepresidente del
Comité, quienes explican los proyectos y solicitan su colaboración. Hitler
exige la destitución de dos de los miembros del Comité Organizador, entre ellos
el presidente, Theodor Lewald, por su ascendencia judía. El mayor Comité
Olímpico Internacional se vio obligado a intervenir. Su presidente, el conde de
Baillet-Latour, amenaza a Hitler con cambiar las sedes de los Juegos de Verano
y de Invierno que debían celebrarse en Alemania (Garmisch-Partenkirchen) si
tales destituciones tenían lugar. Asimismo, le solicitó garantías de igualdad
para los judíos alemanes. Hitler decide mentir, no podía comprometer la
celebración de los Juegos Olímpicos de Berlín, su plataforma de propaganda
política ante el mundo.
En el Comité nacional de Estados Unidos había una
lucha entre los que estaban a favor y en contra de que la Alemania nazi
celebrara las Olimpiadas, el grupo encabezado por Avery Brundage (futuro quinto
presidente del COI) se impone al intento de boicot de Ernst Lee Jahncke.
Brundage fue el responsable de conseguir una mayor importancia deportiva las
Olimpiadas de Hitler. Goebbels fue el maestro de la propaganda nazi,
por primera vez la antorcha olímpica fue encendida en Olimpia, en el propio
Templo de Zeus por el sacerdote de la Acrópolis, y transportada hasta Berlín
por unos 3000 relevistas. Los atletas atravesaron Grecia, Bulgaria, Yugoslavia,
Hungría, Austria y Checoslovaquia en nueve días. El 1 de
agosto de 1936 el estadio de Grünewald con una capacidad para 110.000
espectadores, recibe la antorcha en medio de una manifestación paramilitar.
Hitler hace su entrada triunfal por la Puerta del Maratón con el himno nacional
Deustchland Über Alles,
el pastor griego Spiridion Louis fue el encargado de entregarle una rama de
olivo. Las victorias germanas en gimnasia, hípica, remo y vela compensan los
disgustos del führer por los triunfos de los atletas negros norteamericanos que
se llevaron 14 de 29 medallas de oro: Owens, Williams, Woodruf, Johnson. Los nazis promovieron la grandeza, la decencia y la sencillez en las
producciones propagandistas de Leni Riefenstahl, contando con el diseño de los
decorados y el desarrollo de las ceremonias de Albert Speer y la dirección
musical de Herbert Windt, el compositor de los cantos oficiales del NSDAP:
Sieg des Glaubens (la victoria de la fe) de 1933; Triumph des Willens (el triunfo de la
voluntad) de 1934; Tag der Freiheit
(el día de la libertad: nuestras fuerzas armadas) de 1935; Olympia de 1938, la primera vez que
se filmaron unos Juegos Olímpicos con propaganda política. Encarcelada en
primer lugar por los franceses y posteriormente por las tropas norteamericanas,
Riefenstahl pasó cuatro años en prisiones y campos de detención. En 1952 fue
liberada tras ser declarada inocente de crímenes de guerra. Más tarde le
propusieron filmar los Juegos Olímpicos de Helsinki y los Juegos Olímpicos de
Oslo de 1952, pero no aceptó con el argumento de que no podría superar su
película:
"Por una parte, ya convertida en la voz cantante
de la "nueva"
cinematografía del III Reich (la opinión de Goebbels, ministro de propaganda,
era que "el filme alemán tiene por objeto la conquista del
mundo y convertirse en la vanguardia de las tropas nazis"),
en darle el adecuado fasto cinematográfico a la convención del Partido
Nacionalista de Núremberg, en 1934. El
producto resultante, "El triunfo de la voluntad" era, según palabras de René Jeanne y Charles Ford, "una especie de feria wagneriana en un Walhalla popular, pero cuya
grandeza es innegable". Después le vendría el encargo de poner en
celuloide lo que los jerarcas nazis intuían arrollador triunfo en los Juegos
Olímpicos de Berlín. Con una tarea admirablemente bien relacionada
desde el punto de vista profesional, Leni Riefenstahl sufrió un lógico período
de ostracismo tras el final de la Segunda Guerra Mundial… Riefenstahl contó
para la ocasión con la desbordada generosidad del Ministerio de Propaganda, que
quería aplicar al pie de la letra, la máxima de Goebbels, según la cual, lo que
necesitaba el cine alemán en "muchos acorazados "Potemkin".
Para alcanzar su objetivo (y lo alcanzaría, ya que "Olympia"
o "Los
dioses del estadio" –título significativo con el que se estrenó en
algunos países –es la película oficial por excelencia de todos los Juegos
Olímpicos), la directora alemana dispuso de gran número de cámaras, se rodeó de
un selecto grupo de operadores –Han Ertil, entre ellos- y le dieron dos años
para montar más de cuatro mil metros de negativo. Las dos partes en que se dividía la película ("Fer der Völker" –La Fiesta de los Pueblos- y "Fest der Schön" –La Fiesta de la Belleza-), son una excelente
muestra de grandiosidad, belleza, rigor, valor documental y evidente apología
del régimen nazi, reforzado todo ello por la alta calidad de la música grabada
en estudio y por los efectos sonoros, que dan el contrapunto adecuado a las
espectaculares imágenes. La estética de los primeros fotogramas de "Olympia", basada en musculosos cuerpos desnudos de muchachos muy jóvenes,
causó impresión entre el público de la época. Otra de las escenas que tuvo un
gran impacto fue el polémico desnudo de la atleta norteamericana Helen Stephens
ante los jueces y ante sus acusadores polacos. Riefenstahl perpetuó el momento
con gran tacto en un largo y difuminado plano, escamoteado en las versiones
para latinos. Con todas las connotaciones implícitas, "Olympia" fue la mejor realización cinematográfica –junto con "El triunfo de la voluntad"– durante el turbulento período hitleriano" (Asín
Fernández, pp. 16, 17).
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Los
intelectuales nazis.
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Las trayectorias biográficas del filósofo Martin
Heidegger, del teórico de la política Carl Schmitt y del teólogo Gerhard Kittel
iluminan el origen de la popularidad de Hitler entre los alemanes con un alto
nivel de formación que antes de enero de 1933 no habían dado su apoyo a los
nazis. Tras "abrazar" el nazismo, estos tres intelectuales
apoyaron abiertamente no sólo la dictadura de Hitler, sino también su
antisemitismo. Antes de 1933, los tres habían colaborado estrechamente con
colegas y alumnos de origen judío; y, fueran cuales fueran los prejuicios que
albergaran, el racismo no formaba parte de su vida académica. Sin
embargo, en cuestión de meses, tras la llegada de Hitler al poder, defendieron
la expulsión de los forasteros de etnia del cuerpo político. Profesores
ampliamente admirados, sin ninguna vinculación anterior con el nazismo, los
tres gozaban de una credibilidad mucho mayor que sicofantes como Alfred
Rosenberg y Joseph Goebbels. A diferencia de la mayoría de viejos adeptos, que
mostraban su racismo más descarado, ésas nuevas incorporaciones establecían los
cimientos del antisemitismo "racional"
de Hitler, que hasta 1933 había brillado por su ausencia. Las reacciones de éstos tres hombres distintos ilustran el
atractivo ecuménico de una fuerza carismática tan plástica que quienes lo
escuchaban podían modelar sus propios mitos del führer. Para Heidegger, Hitler
era la autenticidad personificada, para Schmitt resultaba un líder decisivo,
mientras que Kittel veía en él a un soldado cristiano. Heidegger,
Schmitt y Kittel habían nacido con un año de diferencia (lo mismo que Hitler),
entre 1888 y 1889. Durante la Primera Guerra Mundial, su generación había
conocido la euforia de la unidad nacional y había oído los llamamientos a un
sacrificio que hiciera posible la supervivencia del país. Diecisiete millones
de hombres fueron llamado a filas. Dos millones murieron, y cuatro más quedaron
gravemente mutilados. Mientras sus camaradas servían en el frente, Heidegger,
Schmitt y Kittel dedicaban sus inmensos talentos a sus carreras académicas, lo
que les permitió convertirse en respetados Herr Doktor Professor a edades
relativamente precoces. Tal vez por no haber estado en las trincheras, los tres
profesores veían al soldado alemán con gran respeto. Admiraban a Ernst Jünger,
héroe de guerra y autor de éxito. Tras mantenerse apartados del compromiso
político durante la República de Weimar, Heidegger, Schmitt y Kittel se unieron
a las masas que recibieron con júbilo la llegada al poder de los nazis en 1933. Aunque no se encontraban entre los
300 profesores que firmaron la petición por la que se sancionaba el gobierno de
Hitler en marzo, a los dos meses ya se habían afiliado al Partido Nazi. Estar afiliado al partido tenía ventajas como obtener
becas para matricularse en estudios sobre la raza y acceder a los puestos de
trabajo que habían quedado vacantes tras las purgas de individuos étnica o
políticamente indeseables, pero ni Heidegger ni Schmitt ni Kittel, con sus
cátedras aseguradas, necesitaban beneficiarse de ellas.
En el transcurso de los años siguientes, los tres quedaron decepcionados con
uno u otro aspecto del nazismo, pero ninguno criticó la política del partido en
el poder ni se dio de baja de él. En el caso de Heidegger, gracias al aval de
Edmund Husserl, se aseguró una plaza en la Universidad de Marburgo. Heidegger
criticó el ambiente enrarecido de las hieráticas estructuras universitarias. En
la tradición de Nietzsche, Schopenhauer y Kierkegaard, cargaba contra su
constreñimiento pero, a diferencia de ellos, no se alejó de sus muros. En sus
conferencias sobre Platón, así como en ciertos pasajes de Ser y tiempo, Heidegger expresaba sus esperanzas en una universidad
reformada que se liberada de la complacencia e incitara a una "renovación espiritual de la vida en su totalidad". Renunciando al nihilismo de muchos
críticos del ámbito cultural, Heidegger perseguía unas bases auténticas, una
confrontación con la moralidad y la conciencia. Durante esos años se definía a sí
mismo más como "teólogo
cristiano" que como
filósofo. En sus conferencias, Heidegger expresaba la esperanza de que "una trinidad de sacerdotes, soldados
y estadistas" salvara
al país. Pocas semanas después de que Hitler fuera nombrado canciller,
Heidegger se sumó a un comité formado por Ernst Krieck, el pedagogo nazi y
ferviente antiintelectual. Poco después, manifestó con vehemencia su oposición
al "desarraigo
que conlleva el relativismo ciego" e hizo un llamamiento para lograr una "educación alemana conformada por su
responsabilidad ética con la verdad". En abril, Heidegger
fue nombrado rector de la Universidad de Friburgo, cargo al que optó con el
apoyo de los líderes nazis. La alegría de Heidegger por la defunción de lo que
él veía como democracia superficial de Weimar se ponía de manifiesto en la
palabra "esencia"
(Wessen),
que puntuaba su discurso –como en la "esencia
de la verdad", la "esencia
primordial de la ciencia", una "voluntad
de esencia" y, "un
tipo de conocimiento que ha olvidado su propia esencia"-.
Heidegger abogaba por una "legislación espiritual" para "demoler las barreras entre departamentos y acabar con el
anquilosamiento y la falsedad de la enseñanza académica". Las viejas ideas preconcebidas se verían "sacudidas". Los alumnos y la facultad formarían una "comunidad de batalla" (Kampfgemeinschaft) en la que se fundirían trabajo, poder
y conocimiento. En aquel verano, Heidegger trabajó
en la reforma universitaria con una comisión nacional reunida en Berlín, y
pronunció conferencias en defensa del nazismo en las principales universidades.
En una charla pública celebrada en Heidelberg, Heidegger se unió a Carl Schmitt
y a Walter Gross, experto en raza del Partido Nazi, en su llamamiento a la "lucha".
Cuando en 1937 falleció su propio mentor, Husserl, que era judío, Heidegger no
asistió al funeral ni envió ninguna tarjeta de condolencia. Como
Heidegger, Schmitt defendía el conflicto en sus obras teóricas, y suscribía la
máxima de Thomas Hobbes de que la lucha era la esencia misma de la sociedad.
Con su apoyo del Tercer Reich, Schmitt condenaba la diversidad, ya que un Volk monolítico estaba más preparado
para vencer a sus rivales que un Estado dividido en facciones. Ampliamente
considerado uno de los dos o tres teóricos políticos más originales del siglo
XX, el entusiasmo de Schmitt por el nazismo y su obstinada negativa a retractarse
después de 1945 indignaron tanto a sus seguidores como a sus detractores.
Schmitt, al igual que Heidegger, se había criado en el seno de una familia
católica de provincias. Pero, a diferencia de aquél, nacido en una región
mayoritariamente católica, éste vivía en Westfalia, donde el grueso de la
población era protestante. En sus años de estudiante de derecho, su
preocupación por el estado moral de la sociedad contemporánea halló una válvula
de escape en las ácidas sátiras de intelectuales pomposos, publicadas en un
periódico bávaro de tendencia antisemita. En
colaboración con un amigo, que era judío, Schmitt ridiculizaba la cultura
moderna, con sus arribistas hebreos y otros estereotipos en ésa especie de
antisemitismo "amable" tan común en la Europa occidental. En contraste con la
densa prosa tan boga en su época, Schmitt desarrolló un estilo lúcido e
inconexo que, en años posteriores, él mismo catalogó de "dadá avant la lettre". Mientras que "el
mundo europeo se desgarraba" y se
echaba a perder por "los estragos materiales y metafísicos
de la guerra", se sumergía en la subcultura
bohemia de Schwabing, en Múnich, y se relacionaba con artistas de vanguardia,
pintores expresionistas y autores dadaístas. Se
carteaba con Eugenio Pacelli (futuro papa Pío XII), asistía a las conferencias
del teórico Max Webber y se dedicaba a la crítica literaria.
Schmitt
mezclaba la ética y la estética en su desprecio por la modernidad, que para él
era sinónimo de vulgar materialismo. Sin religión que enseñara a la gente a
diferenciar entre el bien y el mal, la cultura secular los dejaba indefensos
entre las dos fuerzas en litigio. "En lugar de la distinción entre el bien y el mal apareció
un sublime contraste entre la utilidad y la destrucción". Gracias a su colega y amigo, el
economista Moritz Julius Bonn, obtuvo plaza de profesor en Múnich, donde llegó
a ser conocido por la lógica descarnada y el estilo lúcido de sus conferencias
y escritos. En una serie de lúcidos trabajos
monográficos, Schmitt diagnosticaba con perspicacia las carencias de la
democracia parlamentaria. Denunciaba que los dirigentes electos se mantuvieran
por encima de los conflictos, pues lo consideraba hipócrita. La supuesta neutralidad del Estado servía sólo para
enmascarar la lucha endémica por el poder entre grupos de interés enfrentados.
Para Schmitt, la idea misma de "derechos universales" representada por la Sociedad de Naciones era anatema, pues
producía una cacofonía de valores y aspiraciones contradictorios. De
manera análoga, en la política interior, el pluralismo producía tantas
opiniones que, en un momento de crisis, cuando sólo servía una acción decidida,
los políticos, con sus disputas, no hacían más que perder un tiempo precioso
con sus estériles debates. Al observar la parálisis de los políticos de Weimar
durante la crisis económica mundial, acusó a éstos de polemistas, y estaba
convencido de que, con tal de seguir discutiendo, serían capaces de permitir
que el país se viniera abajo. Schmitt
insistía en que la historia humana tenía su origen en Caín y Abel, y no en Adán
y Eva. Del mismo modo que la estética distingue entre belleza y fealdad, y la
ética separa el bien del mal, "la distinción específica en política a la que pueden
reducirse las acciones y los motivos políticos es la que existe entre amigo y
enemigo". En 1932, Schmitt tuvo la ocasión de poner en práctica su
teoría del absolutismo durante la crisis política que se desarrolló como
consecuencia del golpe de Estado reaccionario que tuvo lugar en Prusia. Los
vehementes argumentos que Schmitt aportaba en su alegato legal en defensa del
golpe llamaron la atención de Göring. A los pocos días de afiliarse al partido,
la noche del 10 de mayo, alumnos nazis de todas las universidades alemanas
quemaron libros de autores judíos. Schmitt aplaudió su acción en un artículo
publicado en un periódico nacionalsocialista de difusión regional.
Expresaba su alegría porque el "espíritu
no alemán" y la "escoria
no alemana" de una era decadente hubiera sido
incendiada e instaba al gobierno que privara de la nacionalidad a los exiliados
alemanes (cuyos libros habían sido quemados) porque éstos ayudaban al "enemigo".
Schmitt elevaba sólo una crítica a quienes habían quemado aquellos libros: su
lista de autores se había quedado corta. En vez de arrojar a la hoguera sólo
obras de escritores no-alemanes, deberían haber quemado también los escritos de
autores que, no siendo judíos, hubieran sido influenciados por ideas judías en las
ciencias y las profesiones liberales (en las que, afirmaba, el influjo judío
era tan fuerte como pernicioso). La
consiguiente contribución de Schmitt a la causa se materializó en un panfleto
muy bien escrito destinado al público en general y titulado Estado, Volk y
Movimiento: división tripartita de la unidad política. En él justificaba la
dictadura de Hitler en términos teóricos. En primer lugar, definía la política
como la batalla entre amigos y enemigos de etnia. Schmitt
catalogaba de manera sucinta el liberalismo político y la "cultura
de asfalto" (expresión en clave para referirse a
la influencia judía) de debilidad que solo la "voluntad
implacable" de un führer decisivo podía
erradicar. En segundo lugar, se preguntaba cómo sería la sociedad nazi. Sus dos
atributos constitutivos eran la "homogeneidad"
y la "autenticidad".
En lugar de los políticos con sus discusiones, el poder alemán impondría una
única voluntad de etnia (völkish). En oposición a la creencia en una
moral universalista que había recibido tanto de su entorno católico como de su
formación académica neokantiana, Schmitt elaboró una teoría de la justicia
ligada al Volk, no a códigos legales.
Toda comunidad de etnia desarrolla los valores legales adecuados a su "sangre y tierra" (Blut
und Boden). Según su criterio, la
autenticidad, definida como la fidelidad al propio pueblo, contaba más que una
serie de conceptos universales abstractos a la hora de establecer las bases de la
moral y la ley. Schmitt
esperaba que el liderazgo moral hiciera cumplir determinados comportamientos
morales entre sus súbditos étnicamente homogéneos.
Gerhard Kittel, por su parte,
desarrolló una teología antisemita que complementaba la teoría política de
Schmitt y la filosofía de Heidegger. Aunque otros teólogos protestantes, como
Emmanuel Hirsch y Paul Althans, también apoyaron el nazismo, sólo él dedicó de
un modo tan decisivo su erudición al servicio del antisemitismo.
Como en los dos casos anteriores, Kittel también se había sentido atraído por
polaridades filosóficas. En 1917, Kittel aceptó una plaza de profesor en la
Universidad de Leipzig, donde a su padre acababan de nombrarlo rector. Como
estudiante, y en sus primeros años de docencia, perteneció al Movimiento
Estudiantil Cristiano Alemán, y publicó una serie de ensayos en los que
vinculaba el cristianismo con las tradiciones étnicas (völkish). Como en el caso
de Heidegger y de Schmitt, él tampoco participó de modo activo en el frente. En 1929, Kittel definió la relación
entre cristianismo y judaísmo sobre la base de cuatro ejes, tres de ellos
positivos ("herencia, orígenes del Antiguo
Testamento y raíces internas"). El
cuarto, la "oposición fundamental",
no lo motivó hasta 1933, momento a partir del cual se olvidó de los otros tres.
Como el bien formado teólogo que era, procedió a categorizar y a enumerar sus
opiniones. En primer lugar, identificaba tres variedades de
antisemitismo: la "inofensiva", la "vulgar", la "no-sentimental". El "antisemitismo inofensivo", de la extinta época liberal
–defendido por intelectuales decadentes, artistas y liberales en sus afectados
círculos culturales- no era en realidad nada trivial, pues aquellos "degenerados" literarios eran los que,
precisamente, habían causado el "problema judío" al acoger en su medio a los hebreos. Contaban chistes "de iniciados" sobre "circuncisiones y otros rituales", pero sus frívolos comentarios
antisemitas no les impedían casarse con judíos, o permitir, como él decía, que "una gran dosis de sangre judía se
mezclara con la de la etnia alemana". Kittel despreciaba
los pertenecientes al segundo tipo, los "antisemitas
vulgares", porque su odio visceral pero
ignorante sólo producía palabras huecas. El tercer enfoque, que se basaba en la
"fría
razón" y en la erudición, ofrecía la única
esperanza para evitar el peligro judío. Kittel ridiculizaba la
confraternización con los judíos por considerarla una "enfermedad
producto del sentimentalismo", y
aseguraba que la expulsión se basaba en la razón, el conocimiento y el amor. "El
mandamiento que Dios nos hace de amar no implica que quiera que seamos unos
sentimentales": "En relación con la cuestión judía, el teólogo ofrecía
cuatro enfoques: "Exterminación total" (Ausrottung), sionismo, asimilación y segregación
histórica fundamentada. Rechazaba el primero. "El exterminio no puede considerarse seriamente". Si la Inquisición española y los pogromos zaristas no
habían acabado con los judíos, sin duda Alemania, en el siglo XX, tampoco había
de conseguirlo. El sionismo también fracasaría,
porque Palestina era demasiado pequeña y ya estaba habitada por musulmanes.
Además, añadía, su clima desértico implicaba tener que realizar mucho esfuerzo
físico, y a los judíos les desagradaba ése tipo de trabajo. La tercera
solución, la asimilación constituía la peor de las opciones, pues los
cristianos no podían defenderse contra unos judíos a los que no podían
reconocer, y porque éstos, que nunca se sentirían de verdad en su casa,
estarían permanentemente alienados tanto de su propia herencia como de su
cultura de adopción. Kittel abogaba por una cuarta opción,
que pasaba por relegar a los judíos a lo que él denominaba "estatus de extranjería" permanente (Fremdlingschaft), por el que los judíos que
ya residían en Alemania antes de 1933 podrían vivir en Alemania como perpetuos
forasteros. Además de rechazar la creación de un gueto geográfico por
considerarlo inviable, proponía una expulsión económica y cultural de facto.
Los "parias"
vivirían en la sociedad dominante, pero serían tratados como inferiores en
todos los sentidos… Presentándose a sí mismo como valeroso tribuno de una
verdad tan dura que pocos osaban expresarla abiertamente, Kittel recurría a su
conocimiento de la cultura intelectual judía contemporánea para desacreditar el
judaísmo. Citaba las obras de los teólogos hebreos Martin Buber, Hans Joachim
Schoeps y Joseph Carlebach como prueba de una supuesta vaciedad intrínseca
tanto del judaísmo liberal como del ortodoxo en el mundo laico. Apropiándose de
la autocrítica de intelectuales judíos como Franz Werfel y Alfred Döbling,
Kittel menospreciaba tanto el judaísmo ortodoxo como el reformado; aquél por
estéril, y éste por carente de autenticidad" (Koonz,
pp. 82, 84).
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Mein
Kampf.
¸¸¸¸¸
Claudia Koonz explica que por más incredulidad que suscite
concebir a Adolf Hitler como profeta de la virtud, en ello radica el secreto de
su inmensa popularidad. Hitler prometía rescatar los valores del honor y la
dignidad, salvarlos del materialismo, la degeneración y el cosmopolitismo de la
vida moderna. Desde 1928 hasta mediados de 1933, período en que el apoyo
electoral a los candidatos nazis pasó del 2,6% al 37,4%, el antisemitismo
desempeñó un papel poco relevante para la captación de votantes. Miles de alemanes, decepcionados con una democracia que
hacía agua y temerosos del comunismo en una época de catástrofe económica, se
sintieron atraídos por la promesa nazi de un orden radicalmente nuevo bajo el
control de Hitler. Al responder a la sensación de
impotencia nacional de los alemanes, así como a su deseo de contar con líderes
políticos en los que poder confiar, Hitler se convirtió en un predicador
político de la virtud: el führer transformó en indignación moral la ira de sus
seguidores ante el desorden cultural y político. Los
bolcheviques amenazaban con la revolución; las mujeres emancipadas abandonaban
sus responsabilidades familiares; los capitalistas amasaban inmensas fortunas;
y los Estados extranjeros despojaban a Alemania del estatuto de potencia
europea que le correspondía por derecho propio.
A partir de 1933, una serie de técnicas sofisticadas y persuasivas prepararon a
los alemanes, civiles y militares, para colaborar con un régimen que, durante
la guerra, planificó el exterminio de judíos, gitanos, prisioneros de guerra y
homosexuales, además de otras personas incluidas en la categoría de "indeseables".
Hitler descubrió sus dotes de persuasión en las esquinas de Múnich durante los
disturbios revolucionarios de 1919. Allí se dio cuenta de que "todos
los grandes y decisivos acontecimientos no han llegado a producirse por la letra
impresa, sino gracias a la palabra hablada".
Como
"la masa
de la población es perezosa", no lee nada que contradiga sus puntos de vista, pero
aceptará escuchar un buen discurso, incluso si en su primer momento se resiste
a aceptar su mensaje. Contra la malevolencia de sus enemigos, Hitler abogaba
por restaurar la fe en el "pueblo". Mientras otros políticos quebraban la unidad de
Alemania, el prometía defenderla. Con mayor rapidez que sus rivales, recurrió a
los más avanzados medios de comunicación para extender su llamamiento. Antes de
que se inventaran sistemas de ampliación eléctrica de la voz, los políticos
quedaban afónicos si se dirigían a una audiencia de unas cien personas durante
poco más de quince minutos.
Pero con los micrófonos y los altavoces,
Hitler podía perorar ante decenas de miles personas. Sus contemporáneos lo
comparaban a menudo con los actores, por la manera que tenía de estudiar sus
gestos en las fotografías y de perfeccionar sus posturas más características
frente al espejo. Como las estrellas del cine mudo,
Hitler gesticulaba mucho y exageraba sus expresiones faciales. Pero a
diferencia de ellas, se escribía sus propios guiones. Pero su carisma dependía
tanto de su mensaje como de sus aptitudes teatrales. Los que se oponían al nazismo
sólo oían odio cuando Hitler lanzaba sus diatribas contra el Tratado de
Versalles, los comunistas, los políticos rivales y la democracia.
Pero pasaban por alto una estructura que siempre repetía en sus discursos, y
que consistía en contraponer, a cada estallido de furia, un pasaje de exaltada
retórica en el que hablaba de sus más altos propósitos. Durante el juicio de 1924, se había jactado de ser inmune
al "deseo de poder personal, de
consideraciones materiales y de venganza personal". En 1933, volvía con su actuación. ¿Se aferraba al poder?
No. Aceptar la cancillería "ha sido la decisión más difícil de mi vida". ¿Era cierto, como afirmaban sus críticos, que era
avaricioso? En absoluto, no trabajaba "por un salario ni por el sueldo". ¡Lo he hecho por vosotros! Tan
pocas eran sus necesidades materiales que vivía de los derechos de autor que le
reportaba Mein Kampf. "Yo no deseo una villa ni una cuenta
corriente en Suiza". A los
que dudaban de su palabra les prometía que "nosotros no mentiremos ni haremos
trampas". Al
lector moderno, ésos cantos a la pureza moral y esos píos tributos a la
generosidad le parecen tan hipócritas como banales, pero para los alemanes que
tenían la fiebre bélica de 1914 o que habían crecido empapándose de los
recuerdos de sus mayores, la mezcla hitleriana de idealismo y odio pulsaba una
cuerda vibrante.
En tres decisivos momentos, la
carrera de Hitler pendió de un hilo. En los tres casos, las brutales milicias
nazis, actuando de acuerdo a los deseos de su jefe, cometieron crímenes
flagrantes que pudieron acabar con él. El
primero de ellos se produjo cuando Hitler fue llevado a juicio por su
participación en el conocido "Putsch de la Cervecería" de 1923. Los otros dos estallidos de violencia tuvieron
lugar en los meses inmediatamente posteriores a la llegada de Hitler a la
cancillería, en 1933, cuando los acólitos nazis atemorizaron primero a los
comunistas y después a los judíos. En todos los casos, Hitler demostró su
consumada habilidad para preservar su imagen de defensor de la rectitud. En
1919, recién llegado a la política, desplegó un abanico de agravios que atrajo
a un grupo de seguidores leales hasta el fanatismo. Sus primeros discursos estaban plagados de imágenes
desagradables de ávidos capitalistas, diplomáticos cobardes, políticos
corruptos y bolcheviques sedientos de sangre. Y todos ellos, por más distintas
que fueran sus manifestaciones, nacían de una misma fuente: "el judaísmo internacional". Dirigiéndose a veteranos de guerra
desengañados y a ciudadanos desilusionados, juraba "con
infatigable determinación cortar el mal de raíz y, con fría determinación, aniquilarlo
de una vez por todas". Con 55 000 miembros a principios de
1923, el Partido Nazi era prácticamente desconocido más allá de Baviera. A
medida que la situación del país se deterioraba (la hiperinflación del marco
alemán, de 4 marcos a cuatro billones por dólar), los más duros de los grupos
paramilitares hitlerianos (las SA, guardias de asalto) llamaban a la
revolución. Durante la noche del 8 al 9 de noviembre, Hitler dio la orden y,
junto al general Erich Ludendorff y dos políticos bávaros, marchó, con una
brigada de 2 000 camisas pardas de las SA, hacia Múnich, donde planearon la
detención de importantes altos mandos militares, el control de los medios de
comunicación y el cambio de la Constitución. En Odeonsplatz, en
el centro de la ciudad, la policía bloqueó la calle. Se produjo un intercambio
de tiros que duró menos de un minuto, a consecuencia del cual murieron catorce
nazis y cuatro policías. El juicio se celebró el mes de febrero del año
siguiente. En tanto que ciudadano austriaco que había violado las restricciones
impuestas por la situación de libertad condicional en que se encontraba, Hitler
se enfrentaba a una posible deportación o a cadena perpetua. Su futuro político
dependía de su habilidad de suscitar la comprensión de los jueces. Convirtiendo su entregada devoción por el pueblo en la
piedra de toque de defensa, Hitler relató la historia de su pequeñísimo grupo
de idealistas que habían osado levantarse contra el mal. Mediante sus largas
diatribas y sus concisas respuestas, transformó en virtud su fallido intento de
derrocar al gobierno. La magia de la retórica hitleriana funcionó ya en el
primer día del juicio. Los jueces conservadores, aunque de
ninguna manera pronazis, mostraron su admiración ante aquel traidor audaz. En
el transcurso de las siguientes seis semanas, Hitler, el burdo agitador, se
convirtió así mismo en un patriota inocente traicionado por una democracia
demasiado débil para defender el honor germánico. Hitler transformó su imagen pública y
pasó de ser un antisemita furibundo a convertirse en un tribuno resuelto del
pueblo, que cautivaba a las audiencias con una visión de "limpieza en todas partes". Con el perfeccionamiento del
formato pregunta-respuesta que con el tiempo se convertiría en uno de sus
recursos más característicos, caricaturizó las alegaciones de sus críticos y
las rebatió asegurando su propia virtud personal. Mientras los demás
conspiradores insistían en su inocencia, Hitler aceptaba su responsabilidad en
la violación de una Constitución que despreciaba. Contra
las leyes de la tierra, él defendía su "derecho
moral, ante Dios y el mundo, de representar a su nación. Se trata de una
cuestión moral, no de mayorías".
Eliminando la palabra "judaísmo"
de su oratoria ante los jueces, Hitler se dedicó a vilipendiar el Tratado de
Versalles y el bolchevismo, además de despotricar contra los liberales, a los
que consideraba demasiado cobardes para defender el pueblo. Llevado a juicio por su carrera política, dejó de ser un
agitador sectario para convertirse así mismo en un regenerador moral que
invocaba un renacimiento étnico con el que se suprimirían las barreras de
clase, religión e ideología. Reiteraba que, gracias a la democrática República
de Weimar, "ley y moral" han dejado de ser sinónimos. Como
la Constitución debilitaba el país, era la democracia la que traicionaba al
pueblo. Gobernado por tibios liberales y por socialistas, el Estado se había
deteriorado hasta el punto de convertirse en una institución materialista, en
una "organización de personas que, al
parecer, tienen una sola meta: garantizarse mutuamente el sustento diario".
El 1 de abril de 1924, los jueces anunciaron que no lo deportarían porque había
combatido con el ejército bávaro y porque "se
sentía muy alemán". Comparada con las sentencias
dictadas contra marxistas acusados de alta traición, que iban de quince años de
cárcel a la cadena perpetua, la condena a cinco años con la que castigaron a
Hitler quedaba en poco más que en reprimenda. Una vez ex encarcelado, apenas tres
meses después de haber ingresado, la prensa del partido definió el hecho como
un "regalo de
Navidad para el pueblo". Plenamente consciente de que las autoridades podían
prohibirle hablar en público o incluso deportarlo, empezó a mostrarse más
cauto. Entre marzo de 1925 y el 30 de enero de 1933, día en que se convirtió en
canciller, Hitler llamó a los alemanes a abandonar los partidos rivales,
divididos, y a formar una "unidad, una voluntad unificada, por la que el pueblo
luchará por su existencia sobre la Tierra". Allí donde en la
época anterior al juicio en el que fue condenado había lanzado sus diatribas
contra los judíos por considerarlos un peligro moral, a finales de la década de
1920 glorificaba a su virtuoso pueblo. La "nueva Alemania" es el término que se insinúa en todos
los discursos para referirse a los cambios en curso y marcar la ruptura con el
régimen de Weimar. Con el incendio del Reichstag el 27 de
febrero de 1933 y la investigación subsiguiente se ilegaliza el partido
comunista y todas sus organizaciones afines y se destruyen sus periódicos. El
Gobierno procede a hacer detenciones preventivas en masa. El 28 de febrero el
decreto del incendio del Reichstag "suspendía hasta nueva orden" las garantías de libertad personal que amparaba la
constitución de Weimar. El apartado segundo del decreto permitía
al gobierno nacional abolir la independencia de los estados federados y le
capacitaba para introducir personas de su designación en la policía y en los
sistemas judiciales. Entre otras cosas, el decreto daba a la policía el derecho
a cursar órdenes de detención capaces de mantener a los sospechosos en
situación de "detención preventiva", esto es, sin las garantías del procedimiento debido. El decreto suspendió la libertad de expresión, de
prensa, de reunión y de asociación, y permitió violaciones de la privacidad de
las comunicaciones postales, telegráficas y telefónicas. La privacidad personal
y los derechos de propiedad resultaron invadidos cuando la policía recibió
permiso para pasar por alto los anteriores límites legales en los registros
domiciliarios y en las confiscaciones. Junto con
varias medidas adicionales anteriores al incendio y otras decretadas
inmediatamente, las nuevas disposiciones constituyeron una especie de "golpe de Estado" e introdujeron en Alemania la nueva
condición de "emergencia
permanente", situación
que se prolongó hasta 1945. Las nuevas elecciones, en marzo, aumentan los votos
al partido hasta por un 40 por ciento. En la campaña para las elecciones del 5
de marzo, los nazis llevaron a cabo un "levantamiento nacional": en su
nombre aterrorizaron a sus oponentes, explotaron la idea de una amenaza
izquierdista y solicitaron al pueblo que diera una oportunidad a Hitler. Tal
como había prometido repetidamente, perseguía a los comunistas y otros grupos
que representaban un peligro para la nación. Tras el 1 de abril de 1933, el
boicot a las tiendas judías y la marginación de ésa parte de la población son
otro medio para cohesionar a la comunidad nacional. El boicot de las tiendas y
empresas judías es decidido por el Estado, y su brutalidad no se le escapa a
nadie. La SA es el pivote de ésa manifestación. En todas las ciudades se reúnen activistas e instalan piquetes delante
de los comercios judíos. Para el mundo judío alemán, el boicot marca una
ruptura, tanto más profunda cuanto que las medidas discriminatorias a partir de
ése día se multiplican. Se trata de aislar a los judíos y destruir todo lo que
pueda asegurarles dignidad e ingresos. Al atacar determinados sectores clave,
el NSDAP y el gobierno piensan que reducirían el lugar que los judíos ocupan
dentro de las élites. El 7 de abril de 1933, los
funcionarios judíos que han entrado en la administración pública a partir del 9
de noviembre de 1918, son cesados automáticamente de sus cargos. Sólo algunos
excombatientes evitan el cese que priva a sus víctimas del derecho a la
jubilación y de cualquier posibilidad de indemnización. El mismo día se
prohíben los nombramientos de nuevos abogados judíos. Luego se ven afectados
los médicos, ya que se les va a excluyendo de los acuerdos de reembolso de la
seguridad social. Después se les prohíbe tratar a pacientes arios. Finalmente, el 23 de marzo de 1933, Hitler dispone
de plenos poderes votados por amplia mayoría, incluidos los católicos del
Zentrum. Ahora ya no está obligado a reunir al Reichstag, que sin embargo sigue
existiendo oficialmente. Son veinte mil los que se exilian por motivos
políticos. Muy pronto, los socialistas y los sindicalistas se ven sumidos en un
universo de acoso y brutalidad: "La noche del 27 al 28 de febrero de
1933, un ataque terrorista causó el incendio del Reichstag. Los titulares lo
definieron como el primer asalto de la revolución comunista. Siguiendo el
consejo de Hitler, y con el beneplácito del gabinete, el presidente Hindenburg
suspendió los derechos civiles. Los periódicos nazis hicieron un llamamiento a
aplicar "mano dura" contra los comunistas criminales que
habían prendido fuego al parlamento. Hitler condenó aquel "ataque ruin" y alabó a los "sacrificados bomberos", gracias a los que se había evitado
la destrucción total del edificio. Haciendo uso de los
poderes especiales que el presidente Hindenburg, en aquella situación de
emergencia, le había otorgado, el canciller autorizó a Göring a que destinara
10.000 miembros de las SA, fuertemente armados, a labores policiales
auxiliares. Göring les ordenó disparar a los "enemigos"
a la menor provocación. Detrás tenían a casi un millón de guardias de asalto,
así como a otras organizaciones de veteranos impacientes por entrar en combate.
Cuando los abogados de los detenidos
exigieron su liberación, Hitler declaró que los traidores carecían de derechos.
En una alocución radiofónica, atizó el miedo al bolchevismo. La revolución de
1917 había tenido lugar a poco más de tres mil kilómetros de Berlín, y eso que
el Partido Comunista de Lenin contaba con un apoyo minúsculo, comparado con los
casi seis millones de votantes (el 17% del electorado alemán) que había apoyado
al Partido Comunista en noviembre de 1932. Con las
imágenes del parlamento incendiado en las portadas de todos los periódicos
importantes, el régimen nazi se convirtió en el menor de dos males. Hitler ya
empezado a cumplir con la promesa que había pronunciado hacía unas semanas: "En
diez años, en Alemania no habrá más marxistas"…
En las elecciones al Reichstag celebradas en marzo de 1933, los alemanes
disponían de una ocasión para expresar sus reacciones ante el nuevo régimen. ¿Sería el
miedo al bolchevismo mayor que el rechazo a la violencia rampante de los nazis?
Con unos fondos ilimitados, el control de la red radiofónica nacional y los
críticos de izquierdas en la cárcel, las elecciones distaron mucho de ser
justas… Con la ilegalización del Partido Comunista, los líderes nazis
negociaron con las formaciones católica, liberal y nacionalista. Cuando se
celebró la votación, sólo 91 representantes del Reichstag, todos ellos socialistas,
votaron contra la propuesta de conceder a Hitler poderes absolutos durante
cuatro años… A los pocos días de la votación celebrada en el parlamento para
conceder a Hitler poderes dictatoriales, en la prensa se publicaron los planes
para iniciar un boicot nacional contra los judíos" (Koonz, pp. 52, 53,
54, 55, 59).
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Los
Guardias de Asalto.
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En el argot de la década de 1930, "pardo" era sinónimo de nazi tan
inequívocamente como "rojo" lo era de socialista. Un francés que recorría Alemania en
bicicleta escribió que por todas partes se ve una "plaga parda". El periodista estadounidense
William Shirer describió a 30 000 personas que escuchaban a Hitler como una
masa "parda". En palabras de su biógrafo Joseph
Goebbels lanzó un "hechizo
pardo" sobre la
nación. Hitler se dirigía a sus milicias llamándolas "mis hombres pardos de las SA", "mi ejército pardo", "mi baluarte pardo" o mi "muralla parda". Una
mujer se definía con orgullo como uno de los "ratoncitos
pardos" de Hitler. Un periodista alemán
hostil al nazismo escribía sobre "escarabajos
pardos" que inundan la alta sociedad
berlinesa. En el verano de 1933, los opositores hablaban del rodillo pardo que
había aplastado la vía pública. La animada diversidad cultural que caracterizó
la era de Weimar desapareció en 1933. Mientras las críticas y las víctimas del
Tercer Reich denostaban el nuevo desierto político, multitudes de nazis de la
vieja guardia y nuevos conversos veían la llegada al poder del nazismo como una
experiencia emocionante. Como sucedía a otros revolucionarios
que habían llegado al poder, los dirigentes nazis, tras la victoria, se
enfrentaban a un dilema. El radicalismo que alentaba a los nazis convencidos
alejaba a los ciudadanos de a pie, de cuyo apoyo dependía la estabilidad a
largo plazo. Durante los tres años anteriores,
el Partido Nazi había obtenido unos resultados electorales espectaculares al
dejar de lado los temas más sectarios, como el de la raza, y apelar a un
fundamentalismo étnico. Eslóganes con mucha fuerza emocional pero vagos desde
el punto de vista programático, como "¡Pan
y Libertad!" y "Orden
en casa y expansión en el extranjero"
incorporaban a todos los alemanes. Pero la pasión que alimentaba el movimiento
nacía de fanáticos que no estaban para tópicos. Para ellos, la victoria nazi les daba
carta blanca para ejercer la violencia contra los judíos y para ajustar cuentas
con sus enemigos políticos. Mientras Hitler seguía proyectando una imagen de
seriedad moral, los jefes locales del nazismo se convertían en pequeños
tiranos, y los matones del partido aterrorizaban a los judíos. Millones de
moderados que habían votado a candidatos nazis y que habían aprobado la
represión brutal contra los comunistas se oponían a la violencia ejercida
contra los judíos.
Al no haber pruebas de que éstos, en
tanto que grupo, constituyeran un peligro para el pueblo alemán, con los
boicots y los pogromos esporádicos se corría el riesgo de distanciar a amplios
sectores de la población no adscrita al nacionalsocialismo. Así, mientras la
vieja guardia clamaba porque se emprendieran acciones radicales contra los
judíos, los recién llegados exigían que se pusiera coto a los desmanes. Enfrentados a lo que parecían expectativas
irreconciliables, los dirigentes nazis explotaron una fuente de poder con la
que no contaban los primeros revolucionarios: una ciudadanía con un alto nivel
de formación y unos medios de comunicación tecnológicamente avanzados.
El 14 de julio de 1933, un conjunto revolucionario de decretos estabilizó el
régimen nazi. Como las leyes solían conocerse por la fecha de su aprobación,
aquellas medidas legislativas parecían la respuesta histórica alemana a la
Revolución francesa. Las nuevas disposiciones se inmiscuían en la vida pública
y privada. El saludo con el brazo en alto y las
palabras "Heil Hitler" sustituían al tradicional "Buenos días". Todas las organizaciones y partidos no nazis quedaban
prohibidos, y la bandera tricolor –roja, negra y amarilla- de la democracia se
reemplazaba por la roja, negra y blanca de la Alemania imperial. La
constitución regional, que había preservado algunas identidades regionales y
derechos de los estados, dio paso a un régimen centralizado en Berlín. Se
promulgaron nuevas medidas que permitían al Estado privar de la ciudadanía a
los exiliados que habían abandonado la Alemania nazi y a los alemanes
naturalizados (identificados, en la ley, como "judíos
del Este") que hubieran inmigrado al país
después de 1918. Ciertos problemas estructurales exacerbaban las tensiones
causada por el gran número de personas que solicitaban afiliarse al partido.
Además, la victoria generaba más expectativas de las que el partido podía
satisfacer. Integrantes de la vieja guardia deseaban saldar cuentas con sus
opositores políticos; otros dirigían su ira contra los judíos. Como
compensación por años de sacrificio, muchos de los primeros afiliados esperaban
obtener algún cargo oficial, pues el 10% de todos los puestos funcionariales
había quedado vacante tras las purgas raciales y políticas.
Cuando finalmente los alcanzaban, se
convertían con frecuencia en engreídos "jefes pardos", con fama de corruptos. Como eran pocos los "nazis de toda la vida" favorecidos con cargos que contaran con las aptitudes
requeridas para desempeñarlos correctamente, la reputación del partido empezó a
resentirse. Con menos de 300 gestores a tiempo completo, la sede central de
Múnich se encontraba desbordada y apenas disponía de tiempo para evaluar las
cualificaciones de los aspirantes. La
suspensión de las afiliaciones que se decretó en junio de 1933, suponía un
reconocimiento tácito de cierto desorden interno. Aunque constantemente se
invitaba a ciertos individuos a afiliarse al Partido Nazi, la reapertura de las
listas de afiliación no se produjo oficialmente hasta 1937. La explosión de
adscripciones de 1933 dejó a muchos miembros de la vieja guardia sin puesto y
con la sensación de haber sido traicionados. Durante más de un decenio, las
brigadas de las SA habían proporcionado un ímpetu militar que había impulsado
el movimiento. De pronto, los integrantes de sus
filas ascendieron, de forma absolutamente desproporcionada, a puestos de mando.
Encabezados por el capitán Ernst Röhm, la Guardia de Asalto pasó de los 71 000
de 1931 a los 400 000 a finales de 1932, cifra que, con la absorción de la
organización de veteranos, conocidos como Cascos de Acero (Stahlhelm), se
triplicó en 1933. Muchos miembros de las
SA no se habían molestado en afiliarse al Partido Nazi, y la mayoría de ellos
no habían sido formados en la doctrina del nazismo. Cultural y políticamente
marginales, los guardias de asalto denostaban las comodidades de la vida
moderna y ansiaban iniciar una lucha armada contra bolcheviques, capitalistas y
judíos. La rápida victoria de Hitler los pilló por sorpresa. Aquellos
viejos luchadores, que en muchos casos eran veteranos de guerra, recelaban de
los recién llegados a la causa nazi. Invadidos
por un creciente desánimo, muchos recordaban con nostalgia el pasado "tiempo
de lucha", con sus intrigas políticas y sus
peleas callejeras. Tras la fachada halagüeña del Gleichschaltung,
los ánimos estaban por los suelos. Los
miembros de las SA estaban acostumbrados a ser proscritos; como cabecillas
locales del Partido Nazi, muchos creían estar por encima de la ley y
despreciaban a la policía y a los funcionarios del gobierno. A los matones
nazis no les gustaba tener que obedecer a altos cargos a quienes en otro tiempo
consideraban enemigos. "Es
ridículo –se quejaba Wilhelm Kube, un jefe local- que nosotros, los vencedores
reales de la revolución nacionalsocialista, debamos plegarnos a las directrices
de los burócratas". Miles de paramilitares descontentos
encontraron una válvula de escape para su agresividad en el gamberrismo
antisemita y en los asaltos brutales contra judíos con nombres y apellidos. Muchos secundaban la llamada del capitán Ernst Röhm a
hacer una "segunda revolución" contra los grandes capitalistas. Un año antes de ordenar
una purga de las SA, cosa que hizo en junio de 1934, Hitler defendió
personalmente la necesidad de limitar la autonomía de las guardias de asalto.
En 1933, el führer podría haber prohibido a las SA con el argumento de que, una
vez alcanzado el poder, habían perdido su razón de ser.
Pero no era propio de Hitler abolir instituciones del partido y, además, un
ejército privado seguía sirviendo a sus propósitos. En lo que sí invirtió muchos
esfuerzos fue en convencer a los Guardias de Asalto de que desistieran de una
violencia gratuita y de que se convirtieran en soldados ideológicos. A
principios de 1934, los líderes nazis ya hablaban menos de captar a nuevos
adeptos y más de disciplinar a los nazis más recalcitrantes. Hitler
despotricaba contra los "locos, los pequeños gusanos, los quejicas, los pigmeos"; Goebbels hacía lo propio con los "aguafiestas, los que buscaban los
tres pies al gato, los saboteadores y los agitadores"; y Göring arremetía contra los "grupos de interés" y los "críticos improductivos". Tal
vez los oyentes se preguntaran quiénes eran aquellas criaturas. Pero no
tardarían en averiguarlo. La noche
del 27 al 28 de junio Hitler ordenó una unidad especial de las SS que asesinara
a Ernst Röhm, el capitán de las SA, y a 40 de sus más estrechos colaboradores.
Durante aquella purga murieron entre 80 y 100 personas, no sólo Röhm y aquellos
40 guardias de asalto, sino también opositores políticos, funcionarios,
periodistas hostiles, antiguos camaradas y oficiales militares retirados.
Unas mil personas fueron detenidas y permanecieron varias semanas, y en ciertos
casos varios meses, privadas de libertad sin cargos, mientras se saqueaban sus
despachos, supuestamente en busca de documentos comprometedores que Hitler
quería ver destruidos. Aquellos registros frenéticos, además del pago a
chantajistas, apuntan a que Hitler temía que salieran a la luz pública datos
sobre su pasado que luchaba por mantener ocultos. Tal vez le preocuparan los
rumores sobre un supuesto abuelo judío, o tal vez deseara acallar las
habladurías sobre sus tendencias sexuales. Un
führer que, en todos y cada uno de sus discursos, presumía de su intachable
moral, no podía permitirse un escándalo personal ni la amenaza de Röhm de iniciar
una "segunda revolución" contra los capitalistas y los militares.
Pero
el hecho de que el garante de la moral ordenara un asesinato en masa exigía una
justificación que resultara creíble a los alemanes de a pie, y que además
convenciera a los propios nazis. Recurriendo a la fórmula que tan buenos
resultados le había dado durante el juicio celebrado contra él en 1924, Hitler
manipuló la interpretación de aquellos hechos. Del mismo modo en que convirtió
en valeroso golpe su fiasco político, la purga de junio de 1934 pasó a
conocerse como la "Noche de
los cuchillos largos".
El éxito dependía de la capacidad de
Hitler para despojar aquel crimen tan obvio de sus connotaciones políticas y
convertirlo en un acto moral. Inmediatamente después de los asesinatos, Hitler
desapareció de la escena pública. Un
comunicado de prensa informó de "sus graves conflictos de conciencia" (sin detallar más), al mismo tiempo que daba todo tipo de
detalles sórdidos sobre aquellos "desviados sexuales" que habían sido asesinados en sus lechos al amanecer.
Goebbels tranquilizó a los alemanes asegurándoles que "los granos apestosos, los semilleros de corrupción, los
síntomas de degeneración… van siendo cauterizados". El 13 de julio, Hitler regresó de su
retiro y pronunció un discurso en el Reichstag que duró una hora y se
transmitió por radio. Asumía la responsabilidad de la purga, como había hecho
con el golpe de 1923, y al hacerlo aseguraba haber rescatado al pueblo de una
amenaza tan oscura que sólo podía detenerse mediante una acción tan drástica como
aquella. Tras la purga de Röhm, Hitler ordenó
iniciar una campaña contra la corrupción, los banquetes lujosos, las limusinas
y la ebriedad. En Der Stürmer advirtió a los guardias de asalto
(Sturmabteilung) que dejaran de "atormentar" (stürmen) en las calles y se dedicaran a desarrollar un "ser interior dinámico". La batalla de las calles se convirtió en una campaña
para ganarse los corazones y las mentes. Dos
juristas respetados fueron los encargados de sellar la impunidad de aquellos
crímenes de Estado. Franz Gürtner, ministro de justicia, que no pertenecía al
Partido Nazi, justificó los asesinatos, pues temía que, de otro modo, los
ciudadanos pudieran desconfiar de su gobierno. Carl Schmitt razonó que, como la
voluntad de Hitler era la ley suprema del país, "el verdadero führer es también,
siempre, juez. El estatus de juez deriva del de führer… El acto del führer ha
sido, en puridad, el ejercicio genuino de la justicia. No está subordinado a la
justicia, sino que es, en sí mismo, justicia suprema". La
autodefensa de Hitler dejaba muy clara las bases de la jurisprudencia nazi: los
crímenes cometidos para proteger al Volk
del peligro moral eran legales. Al proclamar su derecho en exclusiva a
identificar ése peligro y erradicarlo, Hitler justificaba el recorte de libertades
como protección contar el desorden.
Así, en poco más de un año, había movilizado al populismo étnico para que
sustituyera una democracia constitucional por un régimen facultado para
asesinar en nombre de la moral, y había logrado que sus justificaciones sonaran
creíbles a oídos de la mayoría de los alemanes.
Durante los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, el filósofo Alexandre
Koyré alertaba a sus lectores de lo vulnerables que resultaban las democracias
a la subversión de personas sin escrúpulos que, desde dentro del sistema, se
dedicaban a engañar a sus conciudadanos. Koyré observaba que, aunque la mentira
es tan antigua como la civilización, "el
hombre moderno –genus totalitarian-
se baña en la mentira, la respira, es esclavo de ella".
Koyré mencionaba a los gánsteres, a las fraternidades religiosas, a los grupos
de presión y a las sectas, además de a los sectores políticos. Aunque
sus miembros más entregados puedan sentirse decepcionados cuando tienen
conocimiento de que sus líderes se alejan en público de sus verdaderas metas,
llegan a apreciar, de manera gradual, la necesidad de que los líderes se
muestren prudentes en una sociedad de masas. La "verdad permanece siempre oculta, sin
pronunciar", y sin
embargo constituye un secreto a voces, algo que todos intuyen. Hitler no
revelaba en público lo profundo de su antisemitismo, seguro de que los acólitos
de su partido entenderían el verdadero significado que se escondía tras su
silencio público:
"Sus diputados y él forjaron lo que
Koyré denominaba una "conspiración abierta", en la que el liderazgo expresaba la aspiración más
recóndita de la organización como un "criptograma" destinado tanto a tranquilizar a los que están fuera como
a comunicar su mensaje a los que se encuentran dentro. En
sus alocuciones públicas, Hitler trataba con gran detalle asuntos económicos y
diplomáticos. Sólo en tres ocasiones entre abril de 1933 y la invasión de
Polonia, en septiembre de 1939, expresó de manera directa su odio y sus fobias
raciales. En el Reichstag, durante el Congreso de Núremberg de 1935, expuso el
preámbulo de lo que serían las leyes que acababan con el estatus legal de los
ciudadanos judíos en Alemania. Con la
Guerra Civil española como telón de fondo, y aprovechando la presencia de
Mussolini en el Congreso de Núremberg de 1937, Hitler clamó contra el "contagio" del judeobolchevismo y llamó a los líderes de las
naciones "civilizadas" de la Europa occidental a seguir su ejemplo y combatir
contra aquella "liga internacional de delincuentes judeobolcheviques". Posteriormente, con ocasión del sexto aniversario de su
acceso a la cancillería, Hitler pronunció un discurso difundido por radio en el
que predecía que, en caso de guerra mundial, los judíos serían "exterminados".
Comparándola con el amplio abanico de temas que tocaba en sus discursos de dos
o tres horas de duración, la política racial apenas figuraba en sus
pronunciamientos. Sin embargo, Hitler encontraba el modo de hacer llegar sus "criptogramas"
a los nazis más incondicionales, para asegurarles que, a pesar de la moderación
que ejercía en público, no había abandonado el fondo racial de sus creencias.
Cuando quería denunciar alguna idea que resultaba impopular, Hitler la
catalogaba, sin más, de "judía".
En el Congreso de Núremberg de 1934,
por ejemplo, dijo a las mujeres nazis que "la expresión "emancipación femenina", tan atractiva… era sólo un término inventado por la
intelectualidad judía"… Mein
Kampf se convirtió también, en sí mismo, en un tercer criptograma. Durante
los años en los que Hitler apenas hablaba en público de la política racial, las
citas de mayor violencia antisemita de la obra salpicaban las publicaciones del
Partido Nazi… En la cobertura que los medios de
comunicación hacían de los campos de concentración y las detenciones masivas,
el terror nazi se describía como un mecanismo defensivo. Las referencias a la
culpabilidad de las víctimas se enmarcaban en términos morales, no políticos y
las voces de protesta se rechazaban y se consideraban influencias extranjeras.
Al mantener un distanciamiento público respecto de los aspectos más impopulares
de su régimen, Hitler –rodeado por un equipo de publicistas políticos- se
comunicaba mediante criptogramas con sus acólitos nazis, al tiempo que
tranquilizaba a las audiencias masivas haciéndoles creer en la bondad de sus
intenciones"
(Koonz, pp. 122, 124, 125).
Saya © |
Las
jaurías de Hitler.
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Cuando las tropas alemanas marcharon hacia al este, primero hacia Polonia y después rumbo a la Unión Soviética, la Guardia de Asalto y las SS ya pertenecían a una subcultura alimentada para la guerra racial. Así, cuando servían junto a nuevos reclutas, sus dotes de liderazgo les proporcionaban gran influencia. Con toda probabilidad, los hombres que ingresaban voluntariamente en las SA (Sturmabteilung, guardias de asalto) o en las SS (Schutzstaffel) ya habían experimentado la emoción de participar en festivales, mítines masivos y desfiles con antorchas. Se habían convertido en miembros de lo que los sociólogos de la época denominaban "la masa". El premio Nobel Elías Canneti, en un estudio sobre la formación de la masa, describía el procedimiento por el que un grupo heterogéneo y muy numeroso seguía absorbiendo a un número cada vez mayor de individuos. Asimismo, observaba la formación de "mutas", jaurías, unidades pequeñas, cohesionadas, independientes, que deliberadamente se establecían al margen de la masa. La palabra "masa" (Masse) implica inercia, mientras que "muta" (Meute), tiene ciertas connotaciones de movimiento, que en el vocablo latino que es su raíz, movita, se hacen explícitas. Si las masas se hacen fuertes con la suma de nuevos miembros, las mutas optimizan su ventaja eliminando a sus enemigos. Las masas son igualitarias, mientras que las mutas, constituidas por "hombres y guerreros", cultivan el separatismo. Los integrantes de una masa son intercambiables, pero en una jauría cada miembro resulta indispensable. Así la decisión de integrarse a las SA o las SS constituía un primer paso importante para quien quisiera identificarse no sólo con el Volk, sino con lo que Canneti llamaba "la jauría". En las culturas premodernas las jaurías estaban unidas por lazos familiares o tribales previos. En ése sentido, el contraste entre las jaurías premodernas y las milicias nazis no podía ser mayor. Los miembros de las unidades paramilitares nazis provenían de muchas regiones; eran protestantes, católicos, cristianos en general; tenían edades que iban desde los 20 a los 50 años; su nivel educativo era muy dispar, y tanto podía haber hombres con una formación profesional básica como doctores. La cohesión de las unidades no se daba como consecuencia natural del parentesco. En aquel caso, la identidad tribal la forjaban más bien técnicas muy complejas en las que se fundían tradiciones militares prusianas con un concepto claramente nazi de guerra racial. Dentro de ésa subcultura paramilitar, los hombres estudiaban al "enemigo", sopesaban estrategias alternativas para "atacarlo" y fortalecían los vínculos con los demás soldados. En un medio fuertemente masculino, por utilizar la jerga militar, se resocializaban y se desinhibían. Durante los primeros meses de gobierno nazi, Alfred Baeumler, especialista en Nietzsche e intelectual nazi, veía en aquellas formaciones constituidas sólo por hombres la única esperanza de renovación moral. En su opinión, doce años de democracia habían erosionado el altruismo masculino demostrado durante la guerra, y habían propiciado vicios femeninos como el egoísmo, el materialismo y la decadencia. Aquel decenio de indolencia sólo podía revertirse gracias a unidades de lucha formadas por hombres: "El hombre disipa sus dudas y vence su angustia no porque se vea a sí mismo como bueno en su totalidad, sino porque sabe cuál es su lugar, en qué comunidad o unidad (Verband) el destino lo ha colocado". Los organizadores nazis reclutaban a las masas de votantes nazis, pero las jaurías proporcionaban el dinamismo de lo que los miembros de la vieja guardia denominaban "nuestro movimiento de liberación". A diferencia de la masa amorfa, las jaurías de caza cierran filas contra los forasteros y se dividen entre ellos las tareas de depredación. Los paramilitares nazis cazaban juntos, rendían honores a camaradas martirizados, y se repartían el botín. También intercambiaban rumores, participaban juntos en deportes y actividades de ocio y establecían vínculos personales. Los ritos, la ceremonia y la jerarquía potenciaban su arrogancia racial, mientras que el trabajo en equipo creaba una hermandad entre ellos. En una subcultura que ensalzaba el honor, el valor y la lealtad, los paramilitares nazis cultivaban un elitismo que los distinguía de los soldados del Ejército regular (Wehrmacht). Aunque compartían una enemistad común por los judíos, las dos jaurías que evolucionaron a mediados de la década de 1930 –las camisas pardas de las SA y las camisas negras de las SS-, rivalizaban entre sí. La competencia agudizaba las identidades de ambos grupos y endurecía a los hombres de cara a futuras misiones. Cada una de ellas poseía una cultura propia, con ideas distintas sobre la mejor manera de librar a Alemania del llamado problema judío. Los saqueos, los incendios, los acosos psicológicos y los ataques con violencia física que proporcionaban a los guardias de asalto una válvula de escape a su ira contrastaban sobremanera con los métodos de los calculadores miembros de las SS, que acababan de modo metódico con los derechos civiles de los judíos, recababan información secreta sobre organizaciones hebreas, influían en la opinión pública y facilitaban el robo legal de las propiedades de los judíos. Mientras los hombres de las SA desafiaban a la opinión pública, los de las SS cultivaban la confianza en el pueblo. Aunque la duplicación de las estructuras de mando pudiera verse como ineficaz, los instructores militares saben desde hace tiempo que la competencia entre dos fuerzas redunda en la mejora de los resultados… Tras la purga de Röhm que tuvo lugar en junio de 1934, la existencia de dos milicias nazis rivales demostró su eficacia tanto a la hora de desorientar a las víctimas como a la de preparar a la opinión pública para una escalada en la persecución. Tres ciclos de violencia seguidos de sucesivos períodos de calma ilustran la eficacia de permitir que dos tácticas operaran en tándem. En la primera oleada, que tuvo lugar a principios de 1933, las SA atacaron a los judíos, saquearon y destrozaron sus propiedades y los humillaron en público. A la luz de aquella brutalidad, las limitaciones municipales y laborales contra los judíos aparecían como mal menor. Tras el segundo estallido de violencia, en el verano de 1935, muchos ciudadanos volvieron a expresar su alivio cuando los desmanes remitieron, y expresaron su esperanza de que las Leyes Raciales de Núremberg crearan un marco aceptable para el restablecimiento del orden burocrático. Finalmente, en 1938, los ataques salvajes que acompañaron la anexión (Anschluss) de Austria que se produjo en el mes de marzo y el pogromo de la Noche de los cristales rotos del 9 al 10 de noviembre hicieron que la desesperación de los judíos aumentara, mientras que la subsiguiente disminución de la violencia descontrolada creó la impresión de que la política pública era eficaz y la ejecutaban las autoridades adecuadas. Al estar acostumbrados al imperio de la ley, a los alemanes, tanto si eran judíos como si no, les resultaba difícil concebir que una persecución ordenada y enmarcada en el ámbito de la legalidad acabaría resultando más mortífera que la crueldad aleatoria. La rivalidad entre las SS y las SA también contribuía a una radicalización competitiva de la política nazi hacia los judíos, al vincular la identidad de cada una de las dos fuerzas a una "solución" distinta ante el llamado peligro racial. Comparado con el antisemitismo vulgar de las bandas callejeras que recorrían las calles, por un ejemplo, un miembro de las SS o un médico de Auschwitz debían percibirse a sí mismos como personas controladas-, por su parte, un guardia de asalto que apaleara a un comerciante judío podía tener la impresión de que el suyo era un acto de valentía, si lo comparaba con las anodinas tareas burocráticas de un detective racial de las SS. Un repaso de la prensa popular y de los materiales que emplearon en la instrucción de las SA y las SS nos permite apreciar las distintas identidades que iban conformándose bajo el manto de la ideología racial nazi. En los periódicos destinados a los "viscerales" SA y a los "racionales" SS, se configuraba dos enfoques claramente diferenciados de la política racial. Aunque no fuera la publicación oficial de las SA, Der Stürmer (El guardia de asalto), publicado por Julius Streicher desde 1923, expresaba el comportamiento duro y entregado de los nazis de la vieja guardia. Por su parte, desde marzo de 1935 las SS de Heinrich Himmler publicaban Das Schwarze Korps (El cuerpo negro), que encarnaba el espíritu de una élite tecnocrática. Como los dos periódicos iban destinados a un público general, nos brindan la oportunidad de analizar ésas dos jaurías paramilitares, así como a sus respectivos admiradores de la masa. Con unos artículos escritos con estilo vigoroso, en los que se intercalaban vistosas ilustraciones, los editores y los autores de ambas publicaciones atraían a un amplio abanico de lectores, entre los que se encontraban miembros de las milicias rivales. Un hombre de las SS podía reírse con el humor zafio de Der Stürmer, mientras que otro de las SA podía estar interesado en leer un artículo teórico de Das Schwarze Korps, pues ser capaz de entenderlo era para él un motivo de orgullo. El cultivo de las mentalidades diferenciadas de las dos milicias proporcionaba una especie de diversidad en el marco homogéneo de la ideología nazi. Cada publicación desarrollaba su propio concepto de peligro racial y su propio ideal de hombría. La moral que se invocaba para justificar los dos tipos de crimen contra víctimas inocentes no excluía los engaños, el robo, el chantaje ni la corrupción. En realidad, era seguramente el sentido de la rectitud de quienes perpetraban aquellos crímenes el que los hacía posibles, pues gracias a él racionalizaban casi todos los actos inmorales, que pasaban a ser "honorables" en la lucha contra los judíos o contra otros grupos. Así, delitos que en circunstancias normales se perseguían, eran considerados daños colaterales en el camino hacia una meta válida. La separación entre las dos jaurías paramilitares se hizo evidente tras la purga de Röhm que se consumó en junio de 1934, cuando las SS de Himmler, que había llevado a cabo los asesinatos, cerraron filas y, de manera gradual, fueron apartándose de la desacreditada Guardia de Asalto. Aunque la desmoralización llevó a más de la mitad de las SA a abandonar el cuerpo, los que permanecieron en él se dedicaron a funciones ceremoniales, a cultivar los vínculos con funcionarios nazis con mucho poder y a la instrucción de miembros de asociaciones nazis como las Juventudes Hitlerianas, el Frente del Trabajo y el Servicio del Trabajo. Aunque la influencia real de las SA cayó en picado tras la purga, su presencia pública siguió siendo alta. Como guardia de defensa personal de Hitler a mediados de la década de 1920, ése grupo de élite se caracterizaba por su promesa de mantener los más altos niveles de virtud (anerzogenen Tugenden) adecuados para una "alianza de hombres" superior, un Männerbund, en términos de Alfred Baeumler. Himmler insistía en unos métodos de selección muy estrictos, entre ellos la altura, el peso, la fuerza física y la evaluación que él mismo hacía de pruebas fotográficas que demostraran la buena forma de los candidatos. En contraste con lo sucedido en las SA, donde las sospechas de homosexualidad planearon desde el principio, Himmler defendía públicamente la heterosexualidad (dentro del matrimonio, y cada vez más, fuera de él) y la paternidad. Y, a diferencia del adoctrinamiento recibido por los guardias de salto, poco sistemático y superficial, Himmler preparaba a sus hombres para que desarrollaran un programa exhaustivo de protección racial (Rassenschutz) para el que requería estudio, disciplina y devoción espiritual. De unos miles de hombres en 1935, las SS se expandieron de prisa a medida que Himmler se hacía con el control de la policía secreta (la Gestapo), la policía criminal (Kripo), los campos de concentración (unidades de las Totenkopf), y de un pequeño cuerpo de policía femenino. En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, Himmler estaba al mando de unos 24 000 hombres. Nada ilustra mejor el contraste entre el carácter de las SA y las SS que la visión que cada cuerpo tenía de la opinión pública. Mientras que los hombres de las SA ignoraban lo que consideraban, despectivamente, escrúpulos pequeños-burgueses, los de las SS se cuidaban mucho de cultivar el respeto de los grupos que quedaban fuera de los círculos nazis. A principios de 1933, por ejemplo, miembros de las SA crearon campos de concentración por iniciativa propia, sin haber recibido, en la mayoría de los casos, órdenes ni supervisión. Indiferentes a la repugnancia generalizada que provocaba su crueldad arbitraria, los guardias torturaban y a veces asesinaban a sus indefensos prisioneros. Las víctimas, encerradas en campos improvisados, sin instalaciones de ningún tipo, sufrían los embates de la enfermedad y la desnutrición, además de las torturas. Una vez Himmler asumió el control de los campos de concentración en 1935-1936, a la mayoría de los presos se los consideró rehabilitados, y la población reclusa pasó de los 90 000 individuos de 1933 a menos de 10 000 a mediados de ésa década. Bajo la supervisión de la tristemente célebre División de las Totenkopf (Cabezas de la Muerte), la aplicación de unas reglas muy estrictas impuso una apariencia de orden en los campos restantes. No es que aquello redundara en una mejora de las condiciones de vida, pero sí supuso el paso de la violencia arbitraria a la crueldad sistemática. En 1934, la policía secreta de las SS inició su andadura con apenas unos miles de informantes "de confianza" (Vertrauensmänner), pero a finales de ésa década ya recibía análisis periódicos de la opinión pública realizados por 30 000 hombres. Streicher, por el contrario, pedía que los ciudadanos realizaran denuncias difamatorias públicas de los delitos cometidos por los judíos y sus lacayos, que ignoraban las prohibiciones antisemitas. Der Stürmer ejemplificaba el estilo zafio del que Hitler fue distanciándose para ganarse el favor de los alemanes bien educados y de las potencias extranjeras. Los alemanes que aprobaban el régimen sin ser seguidores incondicionales de la doctrina nacionalsocialista empezaban a convencerse de que el Partido Nazi se habría desprendido de sus oscuros orígenes: "Con todo, las cifras de ventas de Der Stürmer pasaron de los 25 000 ejemplares de 1933 a los más de 700 000 de finales de la década. El Frente del Trabajo (DAF) instaba a sus miembros a suscribirse a la publicación, y el comandante de la División de las Totenkopf, integrada en las SS, ordenaba a sus reclutas leerla. A los suscriptores se les animaba a prestar los números a sus amigos, y aproximadamente un 15% de cada tirada se distribuía de manera gratuita. Había unidades locales de las SA que construían aparatosos expositores en los que colocaban Der Stürmer en estaciones de autobús, quioscos de prensa y mercados, de modo que los transeúntes que pasaran por allí no pudieran evitar leer sus mensajes… Der Stürmer se convirtió, como expresó uno de sus lectores, en "un tabloide combativo que suscita amores y odios como ningún otro". Streicher merecía con creces su fama de "cazador de judíos número uno", según se expresaba en la causa vista del Tribunal Militar de Núremberg… En los primeros tiempos de su carrera editorial, Streicher dio con una formula económica que alcanzó notoriedad de Der Stürmer. Se trataba de que algún testigo relatara escándalos que tuvieran como protagonista la combinación de judíos, sexo y dinero… Como publicistas pioneros de su época, los miembros del equipo de Streicher captaron la importancia del lenguaje visual en una era de publicaciones accesibles a todo el mundo y de grafismos en color. En casi todas las portadas aparecían enormes titulares con letras rojas y alguna caricatura a toda página del genial artista Phillipe Rupprecht, que firmaba sus trabajos como Fips. Como Superman y Batman, los hombres de las SA, de poderosas mandíbulas, combatían contra los enemigos de la sociedad, cuyos rasgos exagerados los hacían indeseables. Sin embargo, a diferencia de muchos cómics estadounidenses, el lenguaje visual de Der Stürmer cargaba las tintas en lo pornográfico y estaba lleno de estereotipos peyorativos de los judíos. Rimas en dialecto y eslóganes como "Los judíos viven por la mentira y mueren con la verdad" potenciaban el populismo étnico de Streicher. Las citas de Mein Kampf destacadas en recuadros prestaban la autoridad de Hitler a un racismo zafio, incluso durante los años en los que él mismo apenas mencionaba la cuestión judía en público. Los hombres caricaturizados por Fips, de sonrisa maliciosa y aspecto judío, acosaban a señoritas rubias. Reptiles, vampiros, roedores y arañas identificadas con estrellas de David atacaban sanos hogares arios. Familias "judías" de gordos se veían ridículas vestidas con el traje regional bávaro. Políticos de piel oscura incitaban a los trabajadores a provocar disturbios, y banqueros con puros en la boca conspiraban para estafar a los ingenuos arios" (Koonz, pp. 263, 264, 265, 267).
Saya © |
Autor del texto: Armando Ossorio ©
※ XPOFERENS
※
"La creencia en los poderes diabólicos de
los judíos fue un rasgo destacado de los movimientos milenaristas de masas de
la Baja Edad Media. Los judíos aparecían retratados en algunas pinturas como
demonios con cuernos de cabra y la propia Iglesia trató de obligarlos a llevar
unos cuernos que adornasen sus sombreros. Satán era caracterizado con rasgos
considerados típicamente judíos y era descrito a menudo como "el padre de los judíos". Se creía que las sinagogas
eran lugares eran lugares en los que se rendía culto al demonio, transfigurado
en gato o sapo. Los judíos eran considerados unos agentes del diablo que tenían
por objetivo la destrucción de la cristiandad e, incluso, del mundo en su
conjunto.
Saya © |
La singularidad del intento nazi de
aniquilación de los judíos no viene únicamente dada por la escala del crimen,
sino también por el carácter extremo de la meta. Los judíos eran considerados
la encarnación del mal y su exterminio era visto como un medio para alcanzar el
fin de la salvación del mundo. El antisemitismo
nazi consistía en una fusión entre una ideología racista moderna y una tradición
demonológica cristiana… El síndrome milenarista de la catástrofe inminente, la
amenaza existencial del mal, las batallas en forma de breves cataclismo y el
paraíso subsiguiente son elementos también visibles en numerosos movimientos
políticos modernos".
John
Gray.
Misa Negra. La
religión apocalíptica y la muerte de la utopía.
PAIDÓS.
"Non nobis
Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam".
Saya © |
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