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La regeneración moral.

 

Saya ©

La farmacéutica suiza.

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El químico Albert Hoffmann fue el descubridor del LSD, en 1938 estaba estudiando las propiedades químicas del cornezuelo de centeno en los Laboratorios Sandoz Chemical Company en Basilea, Suiza, cuando sintetizó dietilamida del ácido lisérgico. La intención era obtener un estimulante para la circulación y la respiración. De hecho, se probaron los efectos de ésa nueva sustancia en animales y se detectó que la administración de la sustancia les generaba cierta intranquilidad. Las propiedades alucinógenas de la 25ª modificación de la estructura química del cornezuelo de centeno no despertaron ningún interés especial entre médicos o farmacólogos, y la sustancia fue olvidada durante cinco años. Un extraño presentimiento de que la sustancia podría poseer otras cualidades que las comprobadas en la primera investigación lo motivaron a volver a producir LSD-25 cinco años después de su primera síntesis para enviarlo nuevamente a la sección farmacológica a fin de que se realizara una comprobación ampliada. En la primavera de 1943, Hoffmann se metió de nuevo al laboratorio para producir de nuevo el LSD-25, y el 16 de abril, en la fase final de la síntesis, al purificar y cristalizar la diamida del ácido lisérgico en forma de tartrato, ingirió por accidente una pequeña cantidad y descubrió sus efectos alucinógenos: "El viernes pasado, 16 de abril de 1943, tuve que interrumpir a media tarde mi trabajo en el laboratorio y marcharme a casa, pues me asaltó una extraña intranquilidad acompañada de una ligera sensación de mareo. En casa me acosté y caí en un estado de embriaguez no desagradable, que se caracterizó por una fantasía sumamente animada. En un estado de semipenumbra y con los ojos cerrados (la luz del día me resultaba desagradablemente chillona) me penetraban si cesar unas imágenes fantásticas de una plasticidad extraordinaria y con un juego de colores intenso, caleidoscópico. Unas dos horas después ése estado desapareció". Hoffmann sospechó de una acción tóxica externa, y supuso que tenía que ver con el tartrato de la dietilamida del ácido lisérgico. Pensó que un poco de la solución de LSD había tocado la punta de sus dedos al recristalizarla, y un mínimo de sustancia había sido reabsorbida por la piel. Si la causa del incidente había sido el LSD, debía de tratarse de una sustancia que ya en cantidades mínimas era muy activa. Comenzó una serie de ensayos con la dosis más pequeña: 0,25 mg de tartrato de dietilamida de ácido lisérgico. El 19 de abril de 1943, a las 16:20 ingirió 0,5 centímetros cúbicos de una solución acuosa al ½ por mil de LSD: el primer viaje intencionado de la historia. A las 17:00 empezó a sentir un extraño efecto: "Comienzo del mareo, sensación de miedo. Perturbaciones en la visión. Parálisis con risa compulsiva". Desde las 18:00 hasta las 20:00 horas, el punto más grave de la crisis. Empezó a tener problemas para escribir su informe, en vista de su estado, pidió a su ayudante que estaba enterada del ensayo que le acompañara a su casa. El viaje en bicicleta se convirtió en una experiencia aterradora: "En el viaje a bicicleta mi estado adoptó unas formas amenazadoras. Todo se tambaleaba en mi campo visual, y aparecía distorsionado como en un espejo alabeado. También tuve la sensación de que la bicicleta no se movía. Luego mi asistente me dijo que habíamos viajado muy de prisa. Pese a todo llegué sano y salvo y con un último esfuerzo le pedí a mi acompañante que llamara a nuestro médico de cabecera y les pidiera leche a los vecinos. A pesar de mi estado de confusión embriagada, por momentos podía pensar clara y objetivamente: leche como desintoxicante no específico". Ya en su casa, el LSD comenzó a hacerle un efecto más aterrador. El mareo y la sensación de desmayo se volvieron tan fuertes que ya no podía mantenerse en pie y tuvo que recostarse en el sofá: "Todo lo que había en la habitación estaba girando, y los objetos y muebles familiares adoptaron formas grotescas y generalmente amenazadoras (…) Todos los esfuerzos de mi voluntad de detener el derrumbe del mundo externo y la disolución de mi yo parecían infructuosos. Un demonio había penetrado en mí y se había apoderado de mi cuerpo, mis sentidos y de mi alma. Me levanté y grité para liberarme de él, pero luego volví a hundirme impotente en el sofá. La sustancia con la que querido experimentar me había vencido. Me invadió un miedo terrible de haber enloquecido". Cuando llegó el médico, ya había superado el punto más alto de la crisis, pero no estaba en condiciones de formular oraciones coherentes. La ayudante le explicó el autoensayo y el médico, fuera de las pupilas dilatadas, no pudo comprobar síntomas anormales. El pulso, la presión sanguínea y la respiración eran normales. Por eso no le suministró medicamentos. El susto fue cediendo y dio paso a una sensación de felicidad y agradecimiento crecientes a medida que retornaban un sentir y pensar normales con la certeza de que había escapado definitivamente del peligro de la locura: "Ahora comencé a gozar poco a poco del inaudito juego de colores y formas que se prolongaba tras mis ojos cerrados. Me penetraban unas formaciones coloridas, fantásticas, que cambiaban como un calidoscopio, en círculos y espirales que se abrían y volvían a cerrarse, chisporroteando en fontanas de colores, reordenándose y entrecruzándose en un flujo incesante. Lo más extraño era que todas las percepciones acústicas, como el ruido de un picaporte o un automóvil que pasaba, se transformaban con sensaciones ópticas. Cada sonido generaba su correspondiente imagen en forma y color, una imagen viva y cambiante… Luego me dormí exhausto y desperté a la mañana siguiente, reanimado y con la cabeza despejada, aunque físicamente aún poco cansado. Me recorrió una sensación de bienestar y nueva vida. El desayuno tenía un sabor buenísimo, un verdadero goce. Cuanto más tarde salí al jardín, en el que ahora, después de una lluvia primaveral, brillaba el sol, todo centelleaba y refulgía en una luz viva. El mundo parecía recién creado. Todos mis sentidos vibraban en un estado de máxima sensibilidad que se mantuvo todo el día. Éste autoensayo mostró que el LSD-25 era una sustancia psicoactiva con propiedades extraordinarias. Que yo sepa, no se conocía ninguna sustancia que con una dosis tan baja provocara efectos psíquicos tan profundos y generara cambios tan dramáticos en la experiencia del mundo externo e interno y en la conciencia humana". Tras el descubrimiento de sus efectos psíquicos, el LSD volvió a ser objeto de pruebas y experimentos. Sandoz Chemical Company puso el ácido lisérgico a disposición de institutos de investigación y del cuerpo médico en forma de un preparado experimental gratuito que llevaba el nombre Delysid. El fármaco empezó a utilizarse para el tratamiento de la psicosis y para conseguir mejores resultados en las sesiones de psicoanálisis. El mal viaje voluntario que describe Hoffmann puede ser reconocible en algunos efectos de los ataques de ansiedad y los ataques de pánico. Los síntomas emocionales de ataques de ansiedad: aprensión y preocupación, angustia, intranquilidad y miedo. Los síntomas emocionales de ataques de pánico: miedo, temor a morir o perder el control, un sentido de desapego del mundo (desrealización) o de uno mismo (despersonalización). Los síntomas físicos son iguales en los ataques de ansiedad y los ataques de pánico: palpitaciones cardíacas o ritmo cardíaco acelerado, dolor en el pecho, dificultad para respirar, sensación de asfixia, boca seca, sudoración, escalofríos o sofocos, estremecimiento o temblores, entumecimiento u hormigueo, náuseas, dolor abdominal o malestar estomacal, dolor de cabeza, debilidad, mareos. En mi caso, sin un historial de alcohol, tabaco o drogas, he experimentado un trastorno de ansiedad generalizada durante seis meses, resuelto en tres meses con Fluoxetina y Escitalopram, y ataques de pánico. En el primero tienes la sensación de muerte todo el tiempo y en el segundo durante minutos o media hora, pero además el temor de perder el control y de volverse loco. O como lo expresa Albert Hoffmann: "el derrumbe del mundo externo", "la disolución de mi yo", "Un demonio había penetrado en mí". La diferencia es que la experiencia no es alucinatoria, sino el desapego externo (desrealización) e interno (despersonalización) por la disminución del dióxido de carbono en la sangre. Para lo cual se recomienda una bolsa con orificios durante la hiperventilación: "El cornezuelo es producido por una seta inferior (claviceps purpurea), que prolifera sobre todo en el centeno, pero también en otros cereales y en gramíneas silvestres. Los granos atacados por ésta seta evolucionan transformándose en conos entre marrón claro y marrón violeta, combados (esclerótidos), que se abren paso en las espeltas en vez de un grano normal. Desde el punto de vista botánico, el cornezuelo de centeno es un micelio duradero, la forma de invernada de la seta. Oficialmente, es decir, para fines curativos, se emplea el citado cornezuelo del centeno (secale cornutum). Su historia es una de las más fascinantes del mundo de las drogas. El cornezuelo ingresa en la historia en la Alta Edad Media, como causa de envenenamientos masivos que se presentan a modo de epidemia y durante los cuales mueren cada vez más miles de personas. El mal, cuya conexión con el cornezuelo no se descubrió durante mucho tiempo, aparecía bajo dos formas características: como peste gangrenosa (ergotismus gangraenosus) y como peste convulsiva (ergotismus convulsivus). A la forma gangrenosa del ergotismo se referían denominaciones de la enfermedad del tipo de mal des ardents, ignis sacer "mal de los ardientes, fuego sacro". El santo patrono de los enfermos de estos males era San Antonio, y fue la orden de los antonianos, sobre todo, la que se ocupó de cuidarlos. En la mayoría de los países europeos y también en determinadas zonas de Rusia se consigna la aparición endémica de envenenamientos por el cornezuelo hasta nuestra época. Con el mejoramiento de la agricultura, y después de haberse comprobado en el siglo XVII que la causa del ergotismo era el pan que contenía cornezuelo, fueron disminuyendo cada vez más la frecuencia y el alcance de las epidemias. La última gran epidemia afectó en los años 1926-1927 a determinadas regiones del sur de Rusia. La primera mención de una aplicación medicinal del cornezuelo –como ocitócico- se encuentra en el herbario del médico municipal de Francfort Adam Lonitzer (Lonicerus) del año 1582. Pese a que las comadronas, según se desprende del herbario, habían usado desde siempre el cornezuelo como ocitócico, ésta droga sólo ingresó en la medicina oficial en 1908, merced a un trabajo de John Stearns, un médico americano, llamado Account of the pulvis parturiens, a Remedy for Quickenning Child-birth. Sin embargo, la aplicación del cornezuelo como ocitócico no satisfizo las expectativas. Ya muy temprano se reconoció el gran peligro para el niño, debido sobre todo a la dosificación poco segura y demasiado alta, lo cual llevaba a espasmos del útero. Desde entonces, la aplicación del cornezuelo en obstetricia se limitó a la cohibición de las hemorragias posteriores al parto" (Hoffmann, pp. 19, 20, 21). Después de la inclusión del cornezuelo en diversos libros de medicamentos en la primera mitad del siglo XIX comenzaron también los primeros trabajos químicos para aislar las sustancias activas de ésta droga. Los numerosos científicos que se ocuparon de éste problema durante los primeros cien años de su investigación no lograron identificar los verdaderos vehículos de la acción terapéutica. Sólo los ingleses G. Barger y F. H. Carr aislaron en 1907 un preparado de alcaloides eficaz pero no uniforme. Lo llamaron ergotoxina, porque presentaba más los efectos tóxicos que los terapéuticos del cornezuelo. De todos modos, el farmacólogo H. H. Dale descubrió ya en la ergotoxina que, al lado del efecto contractor del útero, ejercía una acción importante para la aplicación terapéutica de ciertos alcaloides del cornezuelo, antagónica a la adrenalina, sobre el sistema neurovegetativo. Sólo con aislamiento de la ergotamina por A. Stoll, un alcaloide del cornezuelo ingresó en la medicina y halló amplia aplicación. A comienzos de la década de los años treinta se inició una nueva fase en la investigación del cornezuelo cuando laboratorios ingleses y americanos empezaron a averiguar la estructura química de alcaloides del cornezuelo. A través de la disociación química, W. A. Jacobs y L. C. Craig, del Rockefeller Institute de Nueva York, lograron aislar y caracterizar el componente fundamental común a todos los alcaloides del cornezuelo. Lo llamaron ácido lisérgico. Más tarde marcó un progreso importante, en sentido tanto químico cuanto médico, el aislamiento del principio hemostático del cornezuelo que actúa específicamente sobre el útero. La publicaron simultáneamente cuatro institutos independientes entre sí, entre ellos el Laboratorio Sandoz. Se trataba de un alcaloide con una estructura relativamente simple, al que A. Stoll y E. Burckhardt denominaron ergobasina (sinónimos: ergometrina, ergonovina). En la desintegración química de la ergobasina, W. A. Jacobs y L. C. Craig obtuvieron como productos de desdoblamiento ácido lisérgico y el aminoalcohol propanolamina. Albert Hoffmann ingresó en la primavera de 1929 en el laboratorio químico-farmacéutico de Sandoz como colaborador del profesor Dr. Arthur Stoll, fundador y director de la sección farmacéutica. Su primera tarea fue ligar químicamente los dos componentes de la ergobasina, es decir, el ácido lisérgico y la propanolamina, para obtener el alcaloide por vía sintética. La dosis callejera es de 50 mg a 80 mg: con un kilogramo de ergometrina o ergotamina se pueden fabricar 2.500.000 a 4.000.000 de dosis, con un kilogramo de ácido lisérgico se pueden elaborar de 8.500.000 a 13.000.000 de dosis. Los resultados de los estudios de laboratorio sugieren que el LSD, al igual que las plantas alucinógenas, actúan sobre ciertos grupos de receptores de serotonina conocidos como los receptores 5-HT, y que sus efectos más prominentes en dos regiones del cerebro: una, la corteza cerebral, el área involucrada en el estado de ánimo, la cognición y la percepción; y la otra, el locus ceruleus, que recibe las señales sensoriales de todas las partes del cuerpo. Los efectos del LSD comienzan entre 30 a 90 minutos después de ser ingerida y pueden durar hasta 12 horas: "Los experimentos animales no informan mucho acerca de las modificaciones psíquicas ocasionadas por el LSD, porque éstas casi no se pueden comprobar en los animales inferiores y en modo restringido en los más evolucionados. El LSD desplegaba sus efectos sobre todo en el dominio de las funciones psíquicas y espirituales superiores y en las más altas de todas. Así es comprensible que puedan esperarse reacciones especificas al LSD en animales superiores. No pueden comprobarse cambios psíquicos sutiles en el animal, pues, aunque se hayan producido, el animal no puede expresarlos. Sólo pueden reconocerse perturbaciones psíquicas relativamente masivas, que se expresan en una conducta distinta del animal de experimentación. Para ello hacen falta dosis que también en animales superiores, como gatos, perros y monos, son muy superiores a la dosis de LSD activa en el hombre. Mientras que en el ratón pueden comprarse perturbaciones en la motilidad y cambios en la conducta de lamido, en el gato, además de síntomas vegetativos, como pelos erizados y la presencia de alucinaciones. Los animales miran fijamente y atemorizados, y contrariamente al proverbio (alemán) de que "el gato nunca deja de cazar ratones", no sólo deja de hacerlo sino que hasta les teme. También en perros sometidos al LSD es de suponer que se producen alucinaciones. Muy sensible es la reacción de una comunidad de chimpancés en una jaula cuando un miembro de la familia toma LSD. Aunque en el propio animal no puedan comprobarse cambios, toda la jaula se alborota, porque el chimpancé con LSD aparentemente deja de cumplir con precisión las leyes del muy sutil orden jerárquico familiar. Entre las especies animales extravagantes en las que se probó el LSD citemos únicamente los peces de colores y las arañas. En los peces de acuario se observan extrañas posiciones de natación, y en las arañas se pueden comprobar cambios provocados por el LSD en la construcción de la telaraña. Con dosis óptimas muy bajas las telarañas se construyen aún más regulares y exactas que las normales; pero con dosis más altas, las arañas tejen mal y rudimentariamente" (Hoffmann, pp. 38, 39).

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La farmacéutica alemana.

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Norman Ohler en "El Gran Delirio: Hitler, drogas y el III Reich" (CRÍTICA, 2015) expone el secreto farmacéutico de la invencibilidad nazi. Legalmente, en comprimidos y bajo el nombre comercial de Pervitin, éste producto tuvo un éxito arrollador en todos los rincones del imperio alemán durante la década de 1930 y, más tarde, también en la Europa ocupada, y se convirtió en una "droga popular" socialmente aceptada y disponible en cualquier farmacia. Sólo a partir de 1939 se sirvió bajo prescripción médica y en 1941 fue finalmente sometida a las disposiciones de la Ley del Opio del Reich. Su ingrediente, la metanfetamina, es actualmente una sustancia ilegal o estrictamente reglamentada, pero sus cerca de cien millones de consumidores la convierten en uno de los tóxicos más apreciados de nuestro tiempo, y la tendencia va al alza. Se elabora en laboratorios clandestinos, a menudo por químicos aficionados, generalmente adulterada y es popularmente conocida como cristal meth. La forma cristalina de la denominada "droga del horror" disfruta –en dosis frecuentemente elevadas y generalmente por vía nasal- de una insospechada popularidad precisamente también en Alemania. Éste estimulante, cuyo chute es peligrosamente intenso, se consume como droga de ocio o para aumentar el rendimiento en oficinas, parlamentos y universidades. Quita el sueño y el hambre y promete euforia, pero es, sobre todo en su forma farmacéutica actual, una droga nociva, potencialmente destructiva y capaz de crear adicción a pasos acelerados. Los laboratorios Temmler se establecieron en Berlín-Johannisthal en 1931. Un año después, cuando Albert Mendel, copropietario judío de la Chemische Fabrik Tempelhof, fue expropiado, Temmler se hizo cargo de la parte de Mendel y comenzó su rápida expansión. En el laboratorio del doctor Fritz Hauschild, jefe de Farmacología de Temmler entre 1937 y 1941, nació la metanfetamina. La historia del opio farmacéutico en Alemania se remonta a Paderborn, Westfalia. En 1805 el ayudante de farmacia Friedrich Wilhelm Sertüner experimentaba con la adormidera, cuyo espeso jugo, el opio, alivia el dolor como ninguna otra sustancia. La concentración del principio activo presente en el opio puede variar en función de las condiciones de crecimiento de la planta: unas veces, el jugo amargo de la adormidera no aliviaba el tormento lo suficiente, y otras, se obtenían sobredosis no deseadas e intoxicación. Sertürner consiguió aislar la morfina, el principal alcaloide del opio. Farmacias de toda Europa se convirtieron en pocos años en verdaderas manufacturas donde se establecieron estándares farmacológicos. En Darmstadt, el propietario de la farmacia Engel, Emanuel Merck, se distinguió como pionero de ésta tendencia y postuló en 1827 como filosofía empresarial la voluntad de suministrar alcaloides y otros fármacos siempre con la misma calidad. Fue el nacimiento no solo de la todavía próspera firma Merck, sino también de la industria farmacéutica alemana en general. Con la invención hacia 1850 de la jeringa, la marcha triunfal de la morfina ya no se detendría. Éste analgésico se empleó masivamente en la guerra de Secesión estadounidense (1861-1865) y en la guerra franco-prusiana (1870-1871), donde los chutes de morfina estaban a la orden del día. Su influencia fue decisiva, tanto para bien como para mal. Para bien, porque conseguía apaciguar el suplicio de los heridos graves; para mal, porque ello hacía posibles las guerras a una escala aún mayor, ya que los soldados que antes quedaban inútiles por un tiempo prolongado a causa de una herida, ahora podían recobrar fuerzas y ser devueltos a la primera línea de fuego. Con la morfina, la evolución de los métodos de analgesia y aturdimiento –con fines anestésicos o no- alcanzó un clímax decisivo que afectó en la misma medida a ejércitos y sociedad civil. Del obrero al aristócrata, la supuesta panacea se impuso por todo el mundo, desde Europa y Asia hasta América. En aquella época, en los drugstores diseminados por Estados Unidos de costa a costa se ofrecían sin receta dos sustancias particularmente activas. Por un lado, se servían zumos con morfina como sedantes y, por otro, se administraban cócteles con cocaína (como al principio el vino Mariani –un burdeos con extracto de coca- o la Coca-Cola) para combatir el desánimo, como euforizante hedonista o como anestesia local. Pero esto sólo fue el principio. Rápidamente, la naciente industria quiso diversificarse y tuvo que crear nuevos productos. El 10 de agosto de 1897, Felix Hoffmann, químico de la empresa Bayer, sintetizó el ácido acetilsalicílico a partir de un principio activo de la corteza de sauce. El producto se lanzó al mercado bajo el nombre de Aspirin y conquistó el globo. Once días después, el mismo investigador inventó la que sería la primera droga de diseño, otra sustancia que también causaría furor en todo el mundo: la diacetilmorfina, un derivado de la morfina. Salió a la venta con el nombre de Heroin y comenzó su marcha triunfal. "La heroína es un bonito negocio", pronosticaron orgullosos los directores de Bayer, quienes comercializaron el medicamento para combatir el dolor de cabeza, el malestar e, incluso, como jarabe infantil contra la tos. También sostenían que hasta los lactantes podían tomarlo en caso de cólico intestinal o problemas de sueño. El negocio iba viento en popa no sólo para Bayer. Otros bastiones de la farmacología moderna también se establecieron en el último tercio del siglo XIX a lo largo del Rin. Antes del cambio de siglo, Alemania ya se había convertido, como industria química, en el "laboratorio del mundo". Las empresas alemanas que copaban los primeros puestos del mercado mundial no sólo producían la mayoría de medicamentos, sino que también suministraban a todos los rincones del mundo la mayor parte de los ingredientes químicos necesarios para su elaboración. De la noche a la mañana, pequeños negocios que nadie conocía prosperaron y se convirtieron en empresas influyentes: "En 1925, las grandes fábricas químicas se fusionaron en el conglomerado IG Farben y crearon, de golpe, uno de los consorcios más poderosos del mundo con sede en Fráncfort. Sobre todo los opiáceos seguían siendo una especialidad alemana. En 1926, el país encabezaba la lista de estados productores de morfina y era líder mundial en exportación de heroína: el 98% de la producción iba al extranjero. Entre 1925 y 1930 se fabricaron 91 toneladas de morfina, un 40% de la producción mundial. En 1925, Alemania firmó, con reticencias y obligada por el tratado de Versalles, un acuerdo internacional de la Sociedad de Naciones sobre el control del opio destinado a regular el tráfico de la sustancia. Su ratificación en Berlín no se produjo hasta 1929. Antes, en 1928, la industria de alcaloides alemana todavía refinaría doscientas toneladas de opio. Los alemanes también fueron líderes en otra sustancia: las empresas Merck, Boehronger y Knoll dominaron el 80% del mercado mundial de la cocaína. La que se elaboraba en los laboratorios Merck de Darmstadt era considerada la mejor en todo el planeta; hasta los chinos piratearon el producto e imitaron las etiquetas. Hamburgo era el principal centro europeo de distribución de cocaína bruta: cada año se importaban legalmente miles de kilos a través de su puerto. Así, por ejemplo, Perú transportaba a Alemania la práctica totalidad de su producción anual de cocaína bruta (más de cinco toneladas) para procesarla. El influyente Comité del Opio y la Cocaína, en el cual se habían agrupado los fabricantes de drogas alemanes para representar los intereses del sector, trabajó incansablemente para estrechar lazos entre el gobierno y la industria química. Dos cárteles formados por sendos puñados de empresas se repartieron, en virtud de otro acuerdo de cártel, el lucrativo mercado "en todo el mundo": eran la Convención de la Cocaína y la Convención del Opio. Merck ocupaba puestos ejecutivos en ambas organizaciones. La joven República, bañada en sustancias estupefacientes y alteradoras de la conciencia, suministraba heroína y cocaína a todos los rincones de la Tierra y se erigía en camello global. Éste desarrollo científico y económico también se reflejó en el espíritu de la época. Los paraísos artificiales estaban en boga en la República de Weimar. La gente prefería evadirse a mundos ficticios en vez de encarar una realidad a menudo poco halagüeña, un fenómeno que definía a la perfección, tanto política como culturalmente, la primera democracia creada en suelo alemán" (Ohler, pp. 24, 25). La población no quiso reconocer los verdaderos motivos de la derrota en la Primera Guerra Mundial y suprimió de sus conciencias la corresponsabilidad del establishment nacional-imperial en el fiasco bélico. En 1921 la compensación económica de los aliados (EE.UU., Reino Unido, Francia, Bélgica) en el Ultimátum de Londres: 132.000 millones de marcos oro, tres veces el PIB antes de la guerra, con un pago inmediato de 2.000 millones cada año y el 26% de las exportaciones. Una inflación de 29.500%; el aumento del índice de precios al consumidor con un incremento del 39,2% en 1920 y 1922, a 56.000.000% de julio a noviembre de 1923; la relación del marco con el dólar, 7.729 marcos en enero de 1923, 400.000 en julio, un millón en agosto, 160 millones en septiembre, el récord de 4,2 billones en noviembre. Los alemanes experimentaban depresiones, ataques de pánico, trastornos de ansiedad, alimentación deficiente y servicios sanitarios mínimos. Los niños jugaban con los billetes porque los adultos recurrían al trueque. La especulación de los inversores hizo que se refugiaron en el dólar, la libra esterlina, el franco o el oro para comprar bienes a precio de remate, exportar productos a bajo precio y liquidarlos en dólares. En 1924 el anuncio del Reichsmark "marco imperial" para contener la inflación con el regreso al patrón oro. Todos los valores morales se hundieron junto con la moneda. En los cines se proyectaban películas sobre la cocaína o la morfina y en las esquinas se podía conseguir cualquier droga sin necesidad de receta. En el barrio de Friedrichstadt, comerciantes chinos procedentes de la antigua concesión colonial de Kiau Chau regenteaban fumaderos de opio y en las trastiendas del distrito de Berlín-Mitte se abrían locales nocturnos. Traficantes repartían octavillas cerca de la estación de Anhalt para informar de las fiestas ilegales y las llamadas "noches de la belleza". Clubes de grandes dimensiones, como el famoso Haus Vaterland de la Postdamer Platz o el salón de baile Resi de la Blumenstrasse –célebre por la promiscuidad desenfrenada- y otros establecimientos de menor aforo, como el Kakadu-Bar o el Weisse Maus, en cuya entrada se repartían máscaras para asegurar el anonimato de los clientes, atraían a las masas ávidas de diversión. Una forma precursora de turismo de ocio y drogas procedente de los países occidentales vecinos y Estados Unidos se instauró en Berlín porque allí todo era tan excitante como asequible. Perdida la guerra mundial, todo estaba permitido, y la metrópolis se transformó en la capital europea de la experimentación. La Berlín de posguerra era como México, España, Francia, Argentina, Holanda, Filipinas o Tailandia. Países de putas, putos, tratantes y narcotraficantes. La cultura de la diversión llenaba el vacío tan bien como podía, como refleja la canción popular de la época Neues Berliner Kommerslied "Nueva canción de los estudiantes berlineses" o Wir sachnupfen und wir spritzen "Esnifamos y nos chutamos" de Fritz von Ostini: "Antes, por momentos, el alcohol, ese néctar despiadado, a un placer caníbal nos llevó, pero ahora sale caro. Y por eso en Berlín nos pirra la cocaína y la morfina aunque afuere truene y caigan rayos, ¡esnifamos y nos chutamos! … En el restaurante, el camarero sirve frasquitos de coca, y a un mundo más ameno te trasladas unas horas; la morfina surte efecto (subcutánea) en el órgano central, instantánea, para encender los ánimos ¡esnifamos y nos chutamos! Los fármacos prohibidos por la ley de los arriba, pero lo que el gobierno ha abolido, es con lo que hoy se trafica. Así la euforia fácilmente surge y aunque el Mal nos desplume con los ojos cerrados ¡nos chutamos y esnifamos! Y se chutan en el manicomio y esnifan hasta morir. ¡Oh, Dios mío!, ¡qué peor encomio en éste mundo vivir! Pues una gran casa de locos es Europa de todos modos, y en el Paraíso gusta hacer parada ¡a base de chutes y esnifadas!". En 1928, solamente en Berlín se vendieron legalmente con receta 73 kilos de morfina y heroína en las farmacias. Quien se lo podía permitir, consumía cocaína, el arma definitiva de intensificación del presente. La coca se extendió por todas partes y se erigió en símbolo de una época de desenfreno. Compitiendo por hacerse con el poder en las calles, comunistas y nazis la estigmatizaron como el "veneno de la degeneración". Las reacciones a la oleada de desinhibición se multiplicaron. La ultraderecha nacionalista decía pestes de la "decadencia moral", pero también del bando conservador salían ataques similares. Incluso cuando se aceptó con orgullo el ascenso de Berlín a la categoría de metrópolis cultural, hasta la burguesía, que en los años veinte perdía categoría social, mostraba su desconcierto condenando radicalmente la cultura de diversión y masas, a la que tachaba de decadentemente occidental. Pero la peor campaña en contra de la búsqueda de salvación farmacológica durante la época de Weimar llegó del bando nacionalsocialista. Tras la toma del poder el 30 de enero de 1933, los nacionalsocialistas asfixiaron en poco tiempo la exaltada cultura del ocio de la República de Weimar. Las drogas se prohibieron porque permitían experimentar irrealidades distintas de las nacionalsocialistas, y tales "venenos seductores" no podían tener cabida en un sistema donde sólo el Führer estaba llamado a seducir. El camino tomado por los gobernantes en su lucha contra las drogas no fue tanto endurecer una Ley del Opio heredada de la época de Weimar, sino crear nuevas disposiciones al servicio de la idea fundamental nacionalsocialista de "higiene racial". Al concepto "droga" se le atribuyeron valores negativos. El consumo fue estigmatizado y castigado de la forma más severa posible. Mientras en la República de Weimar se habían preferido períodos de desenganche más lentos o suaves, en el III Reich se optó por escarmentar al adicto y no ahorrarle el sufrimiento del síndrome de abstinencia: "Bajo el nacionalsocialismo, Alemania conoce un período brutal de orden moral. La ambición de los dirigentes consiste en purgar el país de todos los elementos que no se conformen a un ideal esculpido por la propaganda: ario, de cuerpo sano, fanático, útil para la sociedad. Todos aquellos que se aparten de dicho ideal son considerados unos parásitos: los no arios, los enfermos, los desafectos y los inútiles. Como bien demostró el estudio realizado por la historiadora Florence Tamagne, un buen número de sabios europeos, sobre todo alemanes, consideran la homosexualidad una enfermedad biológica. Tiene el potencial de debilitar la raza. Por lo tanto, hay que combatirla. Ésta idea ampliamente difundida lleva al régimen a modificar en 1935 la tolerante legislación de la República de Weimar –en concreto, el párrafo 175 del Código Penal- y a crear, en el marco de la policía moral, un cuerpo especial cuyo objetivo es acosar a los homosexuales, así como perseguir a aquellos que son denunciados o pillados en delito flagrante y enviarlos a la cárcel –y más adelante, a los campos de concentración-… Al amparo de la República de Weimar, Berlín se había convertido en una especie de patria refugio para los homosexuales del mundo entero. Restaurantes, salas de noche y cabarés reclutaban a su clientela, a veces exclusivamente, en éste ambiente. Dos años más tarde, ninguno de los establecimientos citados en las guías de la noche berlinesa se distinguía por ésta particularidad. No consigue filtrarse la más mínima alusión al tema… Las lesbianas, por ejemplo, al final de los años veinte, se mostraban en público sin riesgo alguno y llamaban incluso la atención de una prensa popular muy difundida. Varias personalidades del espectáculo eran conocidas por sus preferencias… El entorno de los cabarés no se ve afectado únicamente por motivos sexuales. La política de decencia la toma con la pornografía, cuya definición es algo difusa. Establecimientos berlineses como el Katakombe en Lutherstrasse o el Tingel-Tangel en Kantstrase, son cerrados en 1935 por considerarse licenciosos y sediciosos… A partir de ese momento, los espectáculos de music-hall tienen que pasar por una comisión de censura. Ésta vigilancia atañe, como es de suponer, a todos los espectáculos, pero sobre todo al rico mundo de las fiestas y de la noche... La guía Badeker dedica una rúbrica a los "establecimientos de baile y placer" de la capital. Entre ellos cita el Haus Vaterland, ubicado en el hotel Kempinski cerca de la Postdamer Platz, destacando sus salones, el bar del Far West y la terraza renana. Cita a continuación el Atlantis, en la Behrenstrasse, y el AltBayer en Friedrichtrasse por sus cabarés" (Almeida, pp. 227, 228, 230, 231).

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La ultraderecha francesa.

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Alan Riding en "Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis" (CRÍTICA, 2012), aborda la guerra cultural de las vanguardias. La primera propuesta fue la del dadaísmo, un movimiento semianárquico y antibélico fundado en la Suiza neutral por el poeta rumano Tristan Tzara, que por aquel entonces contaba tan sólo veinte años. Fundado en 1916 y presentado en el Cabaret Voltaire de Zúrich, en un espectáculo que se definía como "anti-arte". El dadaísmo pretendía movilizar la pintura, el diseño, el teatro y la poesía para que se convirtieran en armas contra la "guerra capitalista". La idea se expandió rápidamente y llegó hasta Berlín, Ámsterdam y Nueva York, donde en 1917 Duchamp presentó un urinario colocado boca abajo como obra de arte titulada Fuente y, en el proceso, inventó el "arte conceptual". El dadaísmo también despertó interés en París, donde André Breton, un joven poeta con grandes ideas, fundó un periódico dadaísta que bautizó con el nombre de Littérature. En 1919, Tzara se trasladó a París y continuó escribiendo manifiestos y organizando espectáculos de "anti-arte". Pero Breton en 1923, cuando tenía veintisiete años, rompió con Tzara y, con la publicación del Manifiesto surrealista el año siguiente, fundó un nuevo movimiento que iba a liderar, en Francia y en el exilio, las siguientes cuatro décadas. Con el tiempo, el surrealismo sería conocido fundamentalmente por sus pinturas, por las imágenes oníricas o fantasmagóricas creadas por Dalí, Ernst, Miró, René Magritte, André Masson e Yves Tanguy. Entre los surrealistas, fomentó la exploración del inconsciente mediante la interpretación de los sueños y la "escritura automática", donde el inconsciente guía la mano en una forma de asociación libre de ideas. Algunos de los grandes poetas de la época como Louis Aragon, Paul Éluard, Robert Desnos y Benjamin Péret se sintieron atraídos hacia el movimiento y vieron en el surrealismo una liberación del orden francés clásico. Otros artistas, entre ellos Frida Kahlo y Magritte, que, aunque usaban el lenguaje del surrealismo, rechazaron el liderazgo autoritario de Breton. El propio Breton estaba más interesado en la poesía que en la política, pero también definió el surrealismo como un movimiento revolucionario en un sentido amplio. Con la esperanza de extenderse más allá de su reducido círculo de la Rive Gauche, en 1926 llamó a sus seguidores a afiliarse al Partido Comunista francés. Sin embargo, si el movimiento perseguía liberar a la sociedad, el momento elegido no pudo ser menos oportuno. Tras la muerte de Lenin en 1924, Stalin instauró un régimen unipersonal que empezó por aplastar la libertad artística en nombre del realismo socialista y que pronto aterrorizó a millones de personas. En el extranjero, poco a poco los agentes de Stalin fueron obligando a los partidos comunistas a acatar las órdenes de Moscú al pie de la letra, y eso incluía abrazar el modelo cultural soviético como ejemplo para todos. En 1933, Breton, que ya había tenido suficiente, empezó a criticar las posiciones del partido, que lo expulsó, junto con Éluard, por hereje. Aragon decidió no seguirlos y entonces fue Breton quien lo expulsó del movimiento surrealista. En el marco cada vez más dramático de la política francesa ésta fue una disputa ciertamente secundaria, pero que presagió hasta qué punto la cultura iba a verse pronto arrastrada por la vorágine ideológica. Lo que importaba a la mayoría de las personas que vivían en Francia era quién gobernaba el país o, mejor dicho, saber si Francia era gobernable, algo sobre lo que existían serias dudas, particularmente durante la Tercera República. Su constitución, concebida como una reacción contra el centralismo imperialista de Napoleón III, propiciaba una presidencia débil y fomentaba gobiernos de coalición que se enzarzaban en disputas constantes. El poder residía en la Cámara de Diputados, que era la encargada de elegir al primer ministro y que, a ojos de muchos ciudadanos franceses, existía tan sólo para hacer componendas. Al frente de la izquierda no comunista estaba un encantador intelectual judío y antiguo crítico teatral, Léon Blum. Flotando más o menos en el centro del espectro político estaban los Radicales, que solían unirse a coaliciones lideradas por los conservadores, pero que estaban divididos entre los líderes de la vieja guardia como Camille Chautemps y Édouard Herriot, y un grupo más joven dirigido por Édouard Daladier; entre los tres, ostentaron el cargo de primer ministro ni más ni menos que en diez ocasiones distintas. A la derecha, Raymond Poincaré y André Tardieu también estaban acostumbrados a las componendas: cada uno de ellos fue ministro en tres ocasiones, lo mismo que Laval, que empezó su carrera como socialista y terminó como primer ministro del Gobierno colaboracionista durante la ocupación alemana. Paul Reynaud, por su parte, aportó una de las pocas voces razonables al debate político y fue el único que abogó por el rearme, aunque no accedió al Gobierno hasta marzo de 1940, cuando ya era demasiado tarde para cambiar la situación. Éstos eran los hombres que dirigían Francia mientras ésta se encaminaba hacia el desastre. Mientras la Unión Soviética generaba un Stalin, Italia un Mussolini y Alemania un Hitler, Francia tuvo ni más ni menos que treinta y cuatro Gobiernos distintos entre noviembre de 1918 y junio de 1940. La gestión de la depresión por parte de todos esos Gobiernos no hizo más que exacerbar la parálisis. La economía francesa había salido bien parada de la década de 1920, empujada por una fe pertinaz en la importancia de un franco fuerte y un presupuesto equilibrado. Ésa fe se vio más reforzada aun cuando la economía francesa pareció sobrevivir a las réplicas inmediatas del crash de Wall Street en 1929. Sin embargo, en 1931 la Depresión alcanzó Francia y pronto se vio agravada por la devaluación de la libra esterlina, primero, y del dólar americano, más tarde. Con un franco súbitamente sobrevaluado, las exportaciones francesas cayeron en picado y la tasa de paro se disparó. Con la excepción de Reynaud, los líderes políticos franceses insistieron en negarse a devaluar el franco y a combatir la deflación con déficit público; en lugar de ello, se obstinaron en mantener un presupuesto equilibrado y en recortar los gastos gubernamentales, incluida la partida de defensa. Las consecuencias de ésa política fueron desastrosas: la Depresión duró más en Francia que en muchos otros países, la inquietud social alimentó los extremismos políticos y el país empezó a perder la desbocada carrera armamentística en Europa. Finalmente, en septiembre de 1936, se devaluó el franco, pero a aquellas alturas la caída en picado de la producción industrial había empezado ya a traducirse en una inflación. Por contraste, a mediados de la década de 1930, Hitler se dedicaba a cebar la economía alemana y financiaba su gigantesco programa de rearme recurriendo a un déficit publico enorme. La debilidad de los sucesivos Gobiernos franceses se convirtió en una invitación a los extremistas para llenar el vacío. Se podría decir que Francia llevaba mucho tiempo siendo un país en guerra consigo mismo, con su historia desde la revolución de 1789, salpicada de confrontaciones a menudo violentas, como la revuelta obrera de 1848, la comuna de París de 1871 y la separación de iglesia y estado de 1905. Algunos grupos de la extrema derecha trasladaron la batalla a las calles de París. Camelots du Roi, un grupo de matones vinculados a L´Action Française, se enfrentaron a los estudiantes de izquierdas, atacaron objetivos judíos y, en 1936, sacaron a Léon Blum de su coche y le propinaron una violenta paliza. Jeunesses Patriotes, los Francistes y Solidarité Française eran abiertamente profascistas, mientras que la Croix-de-Feu, fundada por veteranos de la Primera Guerra Mundial y dirigida por el teniente coronel François de la Rocque, prefería como modelo a la Italia de Mussolini por delante de la Alemania de Hitler. A mediados de la década de 1930, el Comité Secret d`Action Revolutionaire, más conocido como La Cagoule, optó también por las acciones terroristas: "Una de las características más sorprendentes de esa extrema derecha era que muchas de sus figuras clave provenían del Partido Comunista y aún se consideraban poco menos que socialistas. Entre ellos estaba Jacques Doriot; el que fuera elegido como alcalde de Saint Denis en las listas comunistas en 1930, fue expulsado del partido en 1934 y, dos años más tarde, fundó el Parti Populaire Française, situado en la extrema derecha y financiado por el régimen fascista de Mussolini. Aunque el propio Doriot era un obrero de la metalurgia, muchos intelectuales se sintieron atraídos por su nuevo partido, entre ellos los escritores Pierre Drieu La Rochelle, Ramon Fernandez, Alfred Fabre-Luce y Bertrand de Jouvenel… Otro intelectual que contribuyó sin saberlo a ésta confusión ideológica fue Charles Péguy, poeta y ensayista muerto en el Marne en 1914, a los cuarenta y un años. Péguy defendió tanto el socialismo como el nacionalismo y el catolicismo, y si bien era partidario de Dreyfus y, por lo tanto, no era antisemita, sus pensamientos influenciaron a los grupos de derechas, de centro y de izquierdas… A mediados de la década de 1930, la extrema derecha estaba experimentando un claro ascenso. Varios grupos (conocidos como ligues, ligas) colocaron a los estudiantes universitarios en el punto de mira, con lo que las elecciones estudiantiles convirtieron a menudo el Barrio Latino de París en un verdadero campo de batalla. En la Sorbona los bandos pronto quedaron claramente definidos, con una clara mayoría de profacistas. Los estudiantes de la Facultad de Derecho y de la Facultad de Medicina, controladas por la derecha pura y dura, eran abiertamente antisemitas y se mostraban siempre dispuestos a participar en manifestaciones contra el Gobierno. La Facultad de Letras aún no tenía un dominador claro, mientras que la Facultad de Ciencias estaba dirigida por varias organizaciones comunistas que en 1939 configuraron la Union Fédérale des Étudiants. Los estudiantes inscritos en otras instituciones académicas de prestigio, como la elitista École Normale Supérieure, entre cuyos graduados recientes estaban Sartre y Brasillach, también se vieron en la disyuntiva de tener que elegir entre comunismo y fascismo. La presión para elegir un bando era enorme. François Mitterrand, que más tarde sería presidente socialista del país entre 1981 y 1995, se alineó con la Croix-de-Feu mientras estudiaba en la École Libre des Sciences Politiques a mediados de la década de 1930" (Riding, pp. 30, 31). Los periódicos del país, que servían al mismo tiempo como foro para los escritores más conocidos, también alimentaban la polarización. El Partido Comunista publicaba L´Humanité y también el periódico vespertino Ce Soir, del que a partir de 1937 fue editor Aragon, por aquel entonces el intelectual comunista más influyente. La línea editorial de ambos periódicos venía definida por el líder del partido, Maurice Thorez, y era totalmente leal a Moscú. Le Populaire era el medio de los socialistas, con muchos editoriales escritos por el propio Blum. Los socialistas también contaban con el apoyo de Marianne y L´Oeuvre, mientras que los semanarios satíricos, Le Canard Enchaîne y Le Crapouillot eran impredecibles. Los periódicos de información general como Le Matin, Paris-Soir y Le Petit Parisien tenían una tirada enorme, mientras que Le Temps solía defender al Gobierno de turno. En 1922, François Coty, un magnate de los perfumes con simpatías por los fascistas, compró Le Figaro, el periódico más antiguo del país, al que permitió mantener su línea conservadora, pero al mismo tiempo fundó también un rotativo de extrema derecha, L´Ami du Peuple, y se dedicó a financiar grupos fascistas. En la extrema derecha estaba también el diario de Maurras, L´Action Française, lo mismo que el Je suis partout, un semanario que a partir de 1934 contó con el apoyo de numerosos intelectuales del movimiento de Maurras y que a partir de 1937 fue editado por Brasillach. Los populares semanarios político-literarios Candide y Gringoire, ambos con una tirada de aproximadamente medio millón de ejemplares, solían sumarse también a las campañas contra la Tercera República y el Gobierno parlamentario. El 6 de febrero de 1934 se produjo un acontecimiento crucial tanto para la izquierda como la derecha: L´Action Française, la Croix-de-Feu, los Camelots du Roi y otros grupos de extrema derecha sitiaron la Cámara de Diputados con la esperanza aparente de ocupar el edificio y derrocar el Gobierno. El detonante de aquel alzamiento fue el llamado caso Stavisky, una crisis provocada por la extraña muerte del infame desfalcador Serge Alexandre Stavisky un mes antes. El empecinamiento de algunos políticos a la hora de proteger a Stavisky puso de manifiesto la corrupción endémica en los sucesivos Gobiernos y desencadenó manifestaciones de extrema derecha que provocaron que el 27 de enero Édouard Daladier sucediera a Chautemps como primer ministro. Cuando Daladier despidió al jefe de la policía de París, Jean Chiappe, adscrito a la extrema derecha, los líderes de ésta opción política convocaron a sus partidarios a la Plaza de la Concordia. Daladier estaba dispuesto a llamar al ejército, pero al final la guardia montada de la Guarda Nacional Móvil logró bloquear el puente de la Concordia, que da acceso a la Cámara de Diputados. A continuación estalló una larga batalla en la que ardieron autobuses y se dispararon tiros, y por lo menos quince personas perdieron la vida y cientos más resultaron heridas. Las repercusiones de ésa confrontación se dejaron notar durante años. Por una parte, la confrontación sirvió para radicalizar a la derecha, de modo que muchos nacionalistas y monárquicos de L´Action Française se pasaran al fascismo sin reservas. Por otro lado provocó también una reacción contra la extrema derecha; en ése sentido, Moscú ordenó al Partido Comunista francés que colaborara con los socialistas y los moderadores contra la creciente amenaza fascista. Ése cambio permitió que el Frente Popular, de tendencias vagamente izquierdistas, se impusiera en las elecciones de mayo de 1936, de modo que Blum fue el primer judío francés en convertirse en primer ministro. El Frente Popular cumplió su promesa de impulsar amplias reformas sociales: se ganó el corazón de los trabajadores al introducir las negociaciones colectivas, la semana de cuarenta horas y las vacaciones anuales pagadas. Blum era el líder intelectual del Frente Popular, pero dos de sus ministros (ambos judíos, curiosamente) fueron también modernizadores convencidos; Jean Zay, ministro de educación y Bellas Artes; no sólo elevó la edad a la que un niño podía abandonar el colegio de los doce a los catorce años, sino que también creó un Nuevo Museo de Arte Moderno y promovió la educación física y el deporte; por su parte, Georges Mandel, el ministro del Interior, supervisó la prohibición de las ligues fascistas como la Croix-de-Feu. Pero como sucedió con muchos Gobiernos de la Tercera República, el Frente Popular era una coalición débil que incluía a radicales, comunistas y socialistas. El tradicional pacifismo de la izquierda impidió a Blum ordenar un rearme a gran escala a la vista de la creciente amenaza alemana. Al mismo tiempo, y para contentar a los miembros conservadores de la coalición, Blum defraudó a la izquierda al negar el envío de armas al Gobierno Republicano de España, acosado desde julio de 1936 por el alzamiento militar del general Francisco Franco: "El 14 de junio de 1940, la Wehrmacht entró en París sin hallar resistencia. En cuestión de semanas los últimos rastros de la democracia francesa habían quedado enterrados y el Tercer Reich se preparaba para una ocupación indefinida de Francia. ¿De quién había sido la culpa? … La Tercera República, instaurada en 1870 tras la derrota de Francia en la guerra franco-prusiana, estuvo marcada por la inestabilidad y terminó consumida por las continuas disputas políticas. Aunque en la década de 1920 la economía pasaba por un momento relativamente bueno, la reconstrucción post-bélica se rezagaba cada vez más. Posteriormente, en la década de 1930, y ante la doble amenaza de la Gran Depresión y de la proliferación de las ideologías extremistas por toda Europa, los gobernantes franceses optaron por negar ambos peligros… Por si eso fuera poco, la Primera Guerra Mundial había generado un país de pacifistas y Francia prefirió ignorar las evidencias que indicaban que el país se encaminaba sin lugar a dudas a otro enfrentamiento bélico con Alemania… Los periódicos conservadores y de extrema derecha no dieron tregua a Blum: no les gustaban sus políticas, ni tampoco que los gobernara un judío… El semanario Gringoire eligió cuatro adjetivos para describir a Blum: marxista, circuncidado, anglófilo, masón… En tres ensayos publicados bajo el título Le péril juil, el escritor Marcel Jouhandeau se añadió al coro con sus quejas sobre cómo ahora los judíos controlaban también el Gobierno además de la banca, la prensa, el mundo editorial, la música y la educación… Tras apenas un año como primer ministro, Blum se vio obligado a dimitir. Volvió a ocupar el cargo durante tres semanas, en marzo de 1938, pero seis meses más tarde el Frente Popular se desintegró. A raíz de eso, buena parte de la izquierda se halló de acuerdo con la derecha, convencida de que la Tercera República no tenía remedio y de que sólo un régimen radical podría sacar a Francia del atolladero. Lejos de los focos de la atención política, Berlín y Moscú competían para granjearse a los creadores de opinión franceses. Otto Abetz, un antiguo profesor de arte que más tarde sería embajador de Hitler en la Francia ocupada. En la década de 1920 tomó la iniciativa de crear un grupo de intercambio cultural franco-alemán que bautizó con el nombre Círculo Sohlberg… En 1934 el Circulo Solhberg se convirtió el Comité franco-alemán. Abetz aprovechó el cargo para entablar amistad con escritores y periodistas conservadores franceses, entre ellos Drieu La Rochelle, Brasillach y Jacques-Benoist Méchin" (Riding, pp. 15, 16, 33, 34).

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La guerra cultural.

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¿Qué tan degenerados pueden ser los franceses? Tras la ocupación nazi y con la mitad de la población de París dispersa por todo el país, pronto la opinión general fue que la vida cultural de la ciudad debía reanudarse. Para músicos, bailarines y actores era una cuestión de pura necesidad: tenían que trabajar y no veían motivos para no hacerlo. No tenían ninguna responsabilidad en la catástrofe del país y tampoco podía corregir la situación. Además, los alemanes no tenían motivos para ofenderse por las obras de teatro dirigidas al gran público, las películas, el ballet, la ópera, la música clásica o el cabaré. Por otro lado, el nuevo gobierno de Vichy, que detentaba la responsabilidad sobre las instituciones culturales del país, estaba ansioso por demostrar que, aunque militarmente deshecha, Francia no había sido derrotada culturalmente. De hecho, la cultura era el único terreno en el que los franceses podían conservar su orgullo. Y no era tan mala idea dejar que los artistas levantaran el ánimo del país a la espera de mejores tiempos. Ése planteamiento también era del gusto de los alemanes, que estaban convencidos de que todo les resultaría mucho más fácil si tenían a los franceses, y en particular a los parisinos, entretenidos. Desde luego, Hitler estaba encantado con la idea de ver a los franceses revolcarse en su propia degeneración: "¿A ti te importa particularmente la salud espiritual de los franceses?", le preguntó en una ocasión Hitler a Albert Speer, tal como éste recordaría más tarde: "Pues dejemos que degeneren. Mejor para nosotros". El 23 de junio Joseph Goebbels, el poderoso Reichminister de Ilustración Pública y Propaganda, viajó a París para comprobar de primera mano el ambiente en la ciudad. Los soldados de la Wehrmacht parecían bastante contentos: los burdeles y los cabarés de la ciudad satisfacían sus necesidades de diversión y algunos de los restaurantes incluso ofrecía menús en alemán. Pero Goebbels dictaminó que la ciudad estaba triste y ordenó más diversión. En septiembre, el estado de ánimo había mejorado y la mayoría de parisinos empezaron a regresar a sus casas. Aunque encontraron una ciudad engalanada con esvásticas en la que soldados alemanes desfilaban por los Campos Elíseos cada día a las doce y media e imponían el toque de queda cada noche a las once. Sin embargo, tras el aparente laissez faire de los alemanes se escondía una estrategia más radical, motivada por su profundo complejo de inferioridad hacia una cultura que había dominado Europa durante los dos siglos anteriores. Durante ése mismo período la cultura germánica había producido una gran cantidad de artistas, escritores y, sobre todo, músicos. Y, aun así, era París (no Londres, ni Roma, ni Viena, ni, desde luego, Berlín) la ciudad que definía los gustos y las tendencias del continente. Los nazis no lograban explicar cómo era eso posible tratándose de una cultura, a sus ojos, degenerada y dominada por judíos, negros y masones. Y, sin embargo, Hitler y Goebbels codiciaban ése poder y ése liderazgo, de modo que ordenaron que ninguna actividad cultural producida en Francia atravesara las fronteras del país. En noviembre de 1940, Goebbels detalló la estrategia en sus instrucciones dirigidas a la Embajada alemana en París: "El objetivo de nuestra victoriosa campaña es poner fin a la dominación francesa de la propaganda cultural, en Europa y en el mundo. Después de tomar el control de París, el centro de la propaganda cultural francesa, estamos en situación de asestar un golpe decisivo a dicha propaganda. Cualquier gesto de apoyo o de tolerancia hacia ésa propaganda será considerado un crimen contra el Reich". Al mismo tiempo, Goebbels vio una oportunidad para lograr que la cultura alemana se infiltrase en la sociedad francesa y, sobre todo, entre sus intelectuales. Para Goebbels, el colaboracionismo cultura implicaba distraer al público en general e impresionar a los artistas e intelectuales franceses con la gloria eterna de Alemania y logros del Tercer Reich. Al mismo tiempo, se pretendía mandar un mensaje claro a los alemanes: la victoria sobre Francia era no sólo militar, sino también cultural e intelectual. Para hacer realidad sus planes, Goebbels no dejó nada al azar; creó una nueva y compleja estructura a la que dio nombre de Propaganda Abteilung, o Departamento de Propaganda, que dependía de él pero del que también formaba parte el mando militar alemán en Francia. Con mil doscientos empleados, el departamento estuvo dirigido por un severo oficial de infantería, el comandante Heinz Schmidtke, que tenía bajo su responsabilidad no sólo la propaganda, sino también la censura. La mayor parte de su trabajo lo canalizaba el Propaganda Staffel, con cincuenta oficinas repartidas por toda la zona ocupada, y con las oficinas centrales en el número 52 de los Campos Elíseos de París. El departamento estaba dividido en seis secciones, cada una con una responsabilidad específica: prensa, radio, cine, cultura (que incluía la música, el teatro, las bellas artes, los music hall y los cabarés), literatura y propaganda activa. El Propaganda Staffel contaba con doscientos Sonderführer, literalmente "líderes especiales", en su gran mayoría ex periodistas, críticos o expertos en propaganda que la Wehrmacht había reclutado para gestionar la cultura francesa. Al Departamento de Propaganda no le costó nada dominar los medios de comunicación, pues los editores de periódicos o bien eran fascistas convencidos, o bien estaban deseosos de complacer a los alemanes. En cualquier caso, los periódicos no sólo estaban sujetos a censura, sino que se esperaba de ellos que promovieran los intereses nazis. Otra poderosa arma de propaganda alemana era Radio-Paris, una nueva emisora en lengua francesa que tenía los estudios en el 116 de la avenida de los Campos Elíseos, dirigida por un tal Dr. Bofinger, traído directamente de Radio Stuttgart. La información política de la emisora tenía como objetivo avivar el odio hacia judíos, comunistas, masones y británicos. Sus ataques recibían diariamente respuesta por parte del servicio francés de la BBC en Londres, conocido como Radio-Londres. Pero si bien los parisinos ignoraban los programas de política de Radio-Paris, se sentían atraídos hacia sus programas culturales y de entretenimiento, que incluían música clásica y popular, teatro en vivo y programas sobre cocina, salud infantil y temas de interés para las mujeres. Por otro lado, los parisinos que deseaban escuchar la radio no tenían demasiadas opciones. Si los pescaban sintonizando la BBC, que solía sufrir interferencias, se arriesgaban a que los arrestaran: "Los cines, por otro lado, reabrieron inmediatamente después de la caída de París; a principios de julio había ya no menos de un centenar abiertos. Por lo general exhibían películas francesas debido a la prohibición alemana sobre el cine británico y americano, las películas hechas por directores judíos o interpretadas por actores judíos o antinazis… El cine fue también una de las formas artísticas más afectadas por el Estatuto de los Judíos, la primera gran medida antisemita del régimen de Pétain en Vichy, que se promulgó en toda Francia el 3 de octubre de 1940. El objetivo de dicho estatuto iba más allá de la restricción del mundo cinematográfico y excluía a los judíos (definidos como cualquier persona con un mínimo de tres abuelos judíos) del Gobierno, la administración pública, el poder judicial, las fuerzas armadas, la prensa y la práctica docente… Casi inmediatamente empezaron también las presiones para expulsar a los judíos de la Comédie Française y de la Ópera de París que, en tanto que instituciones nacionales, eran consideradas extensiones del Gobierno. Pero el cine era el único ámbito cultural al que el Estatuto se refería específicamente. En respuesta a la campaña fascista prebélica contra el "control" judío de la industria cinematográfica, y en particular al control de los productores judíos extranjeros, el Estatuto especificaba que los judíos no podían trabajar como productores, distribuidores ni directores de películas, ni tampoco como propietarios o directores de salas de cine. Naturalmente, el Estatuto de los Judíos no salió de la nada. El antisemitismo francés, que durante la década de 1930 había dejado de ser una obsesión exclusiva de la derecha para convertirse en un sentimiento ampliamente extendido, se exacerbó aún más en junio de 1940, cuando los judíos se convirtieron en uno de los chivos expiatorios de la derrota francesa. Las acusaciones que las lanzaban los fascistas de París y Vichy eran muy diversas: que los judíos franceses no eran realmente franceses, pues mostraban una mayor lealtad hacia el judaísmo que hacia Francia; que los refugiados judíos extranjeros, un tercio de los 300 000 miembros de la comunidad judía francesa, eran unos quintacolumnistas; que los judíos habían empujado a Francia a la guerra contra Alemania; que los judíos se habían infiltrado en el Gobierno y en las fuerzas armadas, y que el poder económico y cultural de los judíos en Francia era excesivo" (Riding, pp. 75, 76, 77, 78). La palabra Führer, empleada por Rudolf Hess en 1922 para designar exclusivamente a Hitler, se había vuelto corriente dentro del partido desde 1928. A partir de 1930, la prensa la adopta para designar al jefe del NSDAP. En 1932, el término aparece en las cartas que el círculo Keppler le envía a Hindenburg. Con el nombramiento a la cancillería, la designación "Herr Reichskanzler" o "Hochverehrter Herr Reichskanzler" se impone junto a la de "Führer", y luego poco a poco, sobre todo tras la promoción de Hitler a la presidencia de la República en agosto en 1934, la expresión "Führer und Reichskanzler" se convierte en usual. Con todo, los camaradas del partido y muchos alemanes utilizan la expresión teñida de connotaciones religiosas y militares "Mein Führer". La cultura comercial proporcionaba los artefactos de la nueva moda. Los logotipos con la esvástica decoraban banderolas, insignias, cadenas de reloj, botas, amuletos, placas, sujetalibros. Los fabricantes de cigarrillos introdujeron nuevas marcas como Kommando, Alarma, Nuevo Frente, Tambor, Camaradería. Ésta última incluía el siguiente slogan: "Fume KZ en todas partes, siempre". Como "KZ" eran las iniciales tanto de la marca (Kameradschaft Zigaretten) como de "campo de concentración" (Konzentrationslager), el mensaje resultaba siniestro. Con las cajetillas se regalaban fotografías de Hitler y sus camaradas, y quienes las coleccionaban las intercambiaban como si de cromos de fútbol se tratara. Los artesanos más habilidosos transformaban las insignias comunistas que no se vendían en esvásticas, que la gente compraba en los estancos. Los transeúntes veían muchos escaparates de comercios decorados con retratos del führer rodeados de flores, en composiciones más propias de altares de devoción. Los quioscos de prensa mostraban expositores con postales de Hitler y fotografías suyas de tamaño reducido, especialmente diseñadas para llevarlas en la billetera. Goebbels, que en su diario se había quejado de que los objetos nazis de dudoso gusto trivializaban la causa del nazismo, prohibió el uso no autorizado de la imagen de Hitler. Una serie de ingeniosas campañas de relaciones públicas potenciaban el talento oratorio de Hitler. Como indefectiblemente constataban los que visitaban el país, el retrato del führer estaba presente en todas partes; en despachos, escuelas y comercios, en sellos y carteles y, en ocasiones especiales, proyectado en pantallas gigantes. Pero había otro lado de Hitler que potenciaba el mito del führer. En una década en que la prensa dedicada a los personajes famosos estaba en pañales, su equipo de publicidad mostraba al público a un dirigente que, en su vida privada, no dejaba de ser un tipo normal y corriente. A diferencia de las imágenes informales que inundaban Italia y que representaban a Mussolini como la representación del macho, la vida privada de Hitler exhalaba un aura de normalidad. Los descubrimientos técnicos y las innovadoras estrategias de marketing permitieron a Hitler traspasar los límites del Partido Nazi y dirigirse directamente a los votantes. Los ciudadanos llegaron a creer que podían captar al "Hitler real" a partir de sus apariciones en películas o en emisiones radiofónicas. Además de los centinelas de la propaganda, existían los centinelas de la radio (Funkwarter), que recibían instrucciones que equivalían a órdenes militares destinadas a la conquista de la opinión pública: "identificar" los cruces más transitados para instalar altavoces en ellos; "programar" los espacios radiofónicos para que no coincidieran con las horas que la gente destinaba a hacer compras; y, sobre todo, "reunir información secreta" sobre la opinión pública. Los jefes nazis de cada distrito producían sus propias emisiones radiofónicas semanales, casi siempre plagadas de música militar. Los entregados acólitos de Goebbels expresaban el alcance de su misión en términos históricos. Una vez la modernización había fragmentado había fragmentado la vida comunitaria y había llevado a los campesinos a vivir en una sociedad urbana y alienada (Gesellschaft), las campañas radiofónicas podían servir para recrear la comunidad perdida (Gemeinschaft): "El experto en radio Eugen Hadamowsky habló a sus guardias de asalto del Espíritu (Geist): "Hoy, por primera vez en la historia, tenemos en la radio un medio que nos permite modelar naciones de muchos millones de habitantes, ejerciendo una influencia diaria, constante. Viejos y jóvenes, trabajadores y granjeros, soldados y oficiales, hombres y mujeres, escuchan la radio… Los altavoces resuenan en campos de deporte, patios, calles y plazas de las grandes ciudades, en fábricas y barracones. El país entero está a la escucha". La modernidad –proseguía-, engendraba cinismo y anonimato, pero también aportaba los medios para "re-crear" una comunidad a una escala hasta ése momento inédita. El hombre moderno "anhela ser un miembro de un colectivo de gente que piensa, siente y reacciona de la misma manera. El oyente nota que forma parte de una gran entidad que no se ve escindida por innumerables tendencias de opinión, sino que gira… en torno a una preocupación central". El gobierno ofrecía ayudas para la adquisición de aparatos, y aparecieron modelos fáciles de armar en casa, por lo que las radios, o "receptores del pueblo" (Volksempfänger) se hicieron asequibles hasta para los alemanes más pobres. Para celebrar el cumpleaños de Hitler, las emisiones de máxima audiencia incorporaban eventos espaciales a las programaciones habituales. De la noche a la mañana, la Gleichschaltung tiñó de marrón las ondas radiofónicas: "En 1934, Alemania contaba ya con el mayor número de receptores per cápita del mundo. Los agentes que, de manera clandestina, se ocupaban de tomar el pulso al entusiasmo popular, asistían con horror a escenas en las que la gente permanecía inmóvil y escuchaba en silencio reverencial a Hitler, cuya voz salía por los altavoces de las fábricas, las escuelas y las plazas. Los noticieros hablados y las escuelas documentales acercaban a los espectadores a un espacio de intimidad con sus líderes. Los alemanes adquirían 350 millones de entradas de cine al año, y en todas las áreas metropolitanas existía al menos una sala de proyección con más de mil butacas. Se diseñaron estudios de visionado de televisión en pantallas gigantes para –como le dijo un visionario a Hitler-, "plantar su imagen, mi führer, de manera profunda e indeleble, en el corazón de todos los alemanes". El personal de Goebbels organizó una ceremonia de juramento de fidelidad de alcance nacional, que se emitiría por radio. El 8 de abril de 1933, 600 000 guardias de asalto estaban firmes al mismo tiempo, repartidos por toda la geografía nacional… Un año después, la representación tuvo lugar cuando 750 000 dirigentes del partido, 180 000 miembros de las Juventudes Hitlerianas, 1 800 líderes estudiantiles y 18 500 integrantes del Frente del Trabajo se situaron, simultáneamente, frente a sus respectivos aparatos de radio y juraron fidelidad a Hitler. De modo gradual, la novedad de que una voz saliera de una caja fue remitiendo, y eran muchos los oyentes que pedían que las emisiones radiofónicas recuperaran los contenidos que habían tenido durante la República de Weimar. Como Hadamowsky expresó, no sin tristeza, los oyentes descontentos se limitaban a apagar la radio. "Sin oyentes, la radio pierde su poder". Tras varios meses con una programación que cargaba mucho las tintas en la ideología, Goebbels la modificó para pasar del adoctrinamiento al entretenimiento… Incluso se recortó la Hora Nacional, el programa que se emitía en horario de máxima audiencia. Los programas de música popular, los consejos a los consumidores, el teatro hablado y los seriales, los noticiarios, los programas dedicados a amas de casa, jóvenes y granjeros volvieron a ocupar el espacio que habían tenido anteriormente. Con la esperanza de obtener el favor de la mayor cantidad de radioyentes, los medios de comunicación nazis se dedicaron a producir una cultura vernácula más alegre y redujeron los programas de alto contenido ideológico" (Koonz, p. 116).

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El problema judío.

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Luis Suárez en "La expulsión de los judíos. Un problema europeo" (ARIEL, 2012), explica que la forma en que se les otorgaba a los judíos medievales el permiso de residencia era consecuencia de una concesión real y no del reconocimiento de un derecho. Po lo tanto, dicho permiso era revocable si las circunstancias así lo exigían. Los judíos, aunque tuvieran una ascendencia larga de nacidos dentro del territorio en que vivían, no podían ser considerados como "naturales" ya que esto correspondía únicamente a los miembros de la nación de donde venía el reino, y éste, a su vez, no era otra cosa que una comunidad de bautizados. En consecuencia, los que abandonaban su condición y se convertían quedaban automáticamente reconocidos como naturales. Cuando se producían actos de violencia, eran muchos entre los nobles y eclesiásticos que se preguntaban si no sería más conveniente suspender el permiso y resolver de éste modo, sin sangre, el "problema judío". No era un problema francés o inglés, alemán o español, era un "problema europeo", entendiendo por Europa a las cinco naciones reconocidas en el Concilio de Constanza. Todas ellas partían de una convicción: el judaísmo era un mal que se iba agravando y resultaba imprescindible buscar una "solución". La hostilidad hacia los judíos tuvo, al principio, un predominio religioso y, por ello, debe calificarse de antijudaísmo, es decir, oposición a que se siguiera practicando legalmente el culto mosaico; poco a poco se variaron los términos adoptando un carácter étnico, como si el mal procediera de la misma nación judía, y a esto debemos referirnos como antisemitismo. En el primero de ambos casos la solución del problema podía y debía venir de la conversión; en el segundo, en cambio, no quedaba otro recurso que la eliminación, para la que se ofrecían diversas vías. Aunque la definición antijudaísmo es incorrecta, no eran cuestionados por el cumplimiento de la ley mosaica. En 1236, el converso franciscano Nicolás Donin presentó al Papa una denuncia en toda regla contra el Talmud. Las acusaciones de Donin, que formaban una larga lista de 35 artículos, pretendían desmontar los fundamentos en que se venía apoyando la tolerancia al judaísmo. La Iglesia había venido salvaguardando a los hebreos porque ellos eran custodios del texto fidedigno del Antiguo Testamento. Pero él, que había sido judío, y conocía las cosas desde dentro, estaba en condiciones de demostrar que los rabinos habían sustituido ésa hebraica veritas por otra doctrina, el Talmud, que se apartaba decididamente de ellas y, además, se mostraba ofensiva para la fe cristiana. Ofrecía al Papa probar todo esto en un debate público con los judíos utilizando precisamente los textos del Talmud. Tres puntos afectaban muy gravemente a la fe de la Iglesia y la dignidad del Mesías: (1) Los judíos enseñaban en sus sinagogas y escuelas que han recibido directamente de Dios una revelación oral que hace a los rabinos superiores a los profetas y los autoriza a comentar y explicar los textos. Incumplen de éste modo la ley de Moisés que hubieran debido conservar. Por eso impiden a sus hijos el estudio de la Biblia, imponiéndoles, en cambio, el estudio del Talmud. (2) En consecuencia, las enseñanzas rabínicas reúnen todas las condiciones para que puedan ser consideradas como una herejía contra el Antiguo Testamento. Además, dichas enseñanzas se dirigen, abiertamente, contra el cristianismo; por ésta razón los rabinos incitan a sus discípulos a engañar y defraudar a los cristianos en todos los terrenos en que les sea posible. (3) En el Talmud se contienen insultos gravísimos contra la fe cristiana: por ejemplo, se califica a la Virgen María de adúltera, se profieren ofensas obscenas contra Jesús y se pronuncian toda clase de abominaciones e insultos contra el Papa y la Iglesia. En el juicio de París de 1239, Nicolás Donin pudo probar ante Blanca de Castilla sus acusaciones. Los cristianos que movidos por su piedad han consentido a los judíos vivir en sus territorios, se encuentran ahora con que estos ingratos huéspedes abominan de Moisés y de los profetas, sustituyen la Biblia por el Talmud e injurian gravemente el nombre y la persona de Jesucristo. Lógicamente aquellos historiadores que se inclinan en favor de una metodología marxista tienden a ver en persecución de los judíos al fin de la Edad Media tan sólo un episodio de la lucha de clases. Se trataba de oponerse a los poderosos que controlaban las finanzas. Recordemos que en tiempos cercanos los judíos han sido culpados, según los distintos bandos políticos, de traer el capitalismo y también el marxismo, dado que tanto que Rothschild como Marx eran judíos. La primera es una verdad a medias, los banqueros judíos, lombardos y venecianos fueron el vehículo de las técnicas financieras que se desarrollaron en Babilonia: la esclavitud de deuda del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional en nombre de los "programas de desarrollo". La segunda es una verdad a medias, la doctrina marxista proviene de las sectas heterodoxas medievales que rechazaban la Iglesia, la familia, la propiedad privada y la reproducción por encadenar la "libertad espiritual". El "materialismo histórico" esconde una metafísica "pura" y "perfecta", que coincide con las renuncias materiales y las transgresiones sexuales del neoliberalismo y las "banderas progresistas". A final de cuentas, todas las mutaciones dialécticas terminan beneficiando a los banqueros, ya sea para promover las instituciones tradicionales o para destruirlas. Hay que poner atención en el significado exacto de tolerancia: se tolera aquello que, siendo malo, resulta todavía útil conservar. En documentos castellanos hallamos a veces literalmente ésta expresión referida a los judíos: "deben ser tolerados e sufridos". En nuestros días, la palabra tolerancia ha recibido un crédito que no merece. La primera consecuencia de ésta línea marcada es la constante marginación. Los judíos debían vivir apartados, guardando las distancias, sin que les permitiera contraer relaciones de amistad con los cristianos; pero el vecino a distancia y aislado se convierte en un perfecto desconocido sobre el que pueden volcarse toda clase de calumnias. Tengamos en cuenta, en primer término, las formas materiales de las que se fue revistiendo dicha separación, consideraba obligatoria en toda Europa. Las juderías quedaban siempre encerradas en recintos estrechos. Los consejos urbanos así lo reclamaban de los reyes alegando razones de salubridad espiritual. El crecimiento natural de la comunidad judía, sin que se permitiera ampliar el espacio, llevaba al hacinamiento. Los judíos de la Corte pusieran poca atención a éstas cuestiones: lo que pretendían era lograr para ellos mismos privilegios que les permitieran vivir aparte y separar sus tributos de los que abonaba la comunidad, manteniendo las menores relaciones posibles con ella. En ésas circunstancias era difícil conseguir una buena higiene. Así se fabricó el más antiguo y uno de los más persistentes estereotipos: "los judíos son sucios y miserables". Resultó casi imposible sustraerse a una difamación de ésa naturaleza: los autores literarios insisten una y otra vez en el mal olor que exhalaban los judíos como si esto fuese algo conocido. El consumo de ajo también ayudaba a éste respecto. En Perpiñán, lo mismo que en Segovia, las mancebías, que dependían de los respectivos cabildos, fueron situadas inmediatamente al lado de las juderías con gran daño para las mujeres hebreas que sufrían insultos y agresiones de los clientes que acudían a la búsqueda de "mondarias públicas". Por otra parte, los ladrones para salvaguardar el botín de sus fechorías, acudían a los prestamistas judíos entregando como prenda los bienes robados, que después no recogían. Era sumamente difícil precisar si los judíos conocían o no el origen de las prendas. Naturalmente ésta práctica era un gran negocio para los usureros, ya que el valor de la prenda siempre era superior al del préstamo, pero acarreaba gran riesgo. El segundo estereotipo: "los prestamistas judíos eran cómplices de las bandas de rateros": "Por último encontramos con mucha frecuencia, sobre todo en textos literarios tardíos, la atribución a los judíos de una especial sutileza y habilidad para el engaño en su comportamiento. No se trata de términos elogiosos sino de todo lo contrario: acabarán perfilando la imagen de Shylock, el astuto judío de Shakespeare (El mercader de Venecia) que engaña con sus argucias al cristiano. Es una parte esencial del nuevo significado de la perfidia. En su origen más remoto ambas condiciones aparecen relacionadas con el mundo de los negocios. Para las clases altas de la sociedad, nobles y eclesiásticos, que disponían de rentas, el manejo del dinero, las operaciones de préstamo y crédito, los cambios de moneda y el cálculo de posible rendimiento de un determinado capital eran misterios profundos, que se les presentaban además envueltos en un lenguaje para ellos hermético. Los judíos les sorprendían como una especie de prestidigitadores que se movían en ése mundo, para ellos extraño, con toda ligereza y naturalidad, sacando de la manga rendimientos que permitían acumular buenas fortunas en bienes muebles. Con frecuencia descubrimos que el dinero que los banqueros judíos manejaban procedían de los cabildos eclesiásticos o incluso de los nobles, aparte, de las rentas reales que en el siglo XIII prácticamente controlaban. Los judíos, a diferencia de los nobles ricos de la sociedad cristiana, no eran nada pródigos. Sabían muy bien que sus bienes mobiliarios eran la única garantía para su existencia y su seguridad y por eso ahorraban; si se les obligaba a emigrar por cualquier circunstancia, ésos bienes, en moneda o letras de cambio, podían acompañarles en el destierro. Pero desde el punto de vista de la nobleza, cuya mentalidad les imponía el gasto de todas sus rentas y, si acaso, un poco más –"se gasta lo que se debe aunque se deba lo que se gasta"-, aquella conducta de los hebreos era producto de la maldad y de la avaricia. Los signos hebreos, que nadie o casi nadie se tomó la molestia de aprender, eran considerados también como signos mágicos. Cerremos, en consecuencia, el cuadro de las calumnias negativas antes de tratar de explicar las dimensiones reales. El judío es un ser sucio que huele a ajo, cómplice de ladrones cuyo botín pone en el mercado, cobarde, es sobre todo un avaro muy astuto que con sus "sutilezas" envuelve y engaña a los cristianos. Una imagen falsa y absolutamente calumniosa pero que ha durado hasta nuestros días" (Suárez., pp. 41, 42). Durante la Edad Media se atribuyeron a los judíos prácticas nigrománticas, las cuales gozaron de amplia extensión en Europa y también de abundante crédito. Podemos agruparlas en cuatro sectores. El primero guardaba relación con el ejercicio de la medicina; se atribuía muchas veces a los médicos judíos el envenenamiento de algunos de sus pacientes. Una variedad peligrosa dentro de ésta calumnia los acusaba de valerse de la medicina para poner en marcha epidemias y enfermedades contagiosas. Cuando en 1348 y 1350 se extendió la Peste Negra no faltaron quienes acusaron a los judíos de haberla provocado: en Alemania, Provenza y Cataluña se registraron por ésta causa asaltos a las juderías. El segundo sector de éste tipo de calumnias estaba relacionado con la Crucifixión: era, a juicio de los cristianos, el gran pecado que cometiera conjuntamente todo el pueblo judío. Se dijo que, lejos de arrepentirse, lo reproducían capturando un niño cristiano al que se daba muerte según un rito especial, que incluía el aprovechamiento de su sangre para fabricar el matzot de la Pascua. La documentación de crímenes rituales desde el siglo XII hasta la Primera Guerra Mundial: el pueblo, los franciscanos y los dominicos los acusaban, las bulas papales los defendían y los procesos hicieron que los judíos crearan la Liga Antisemita o Liga Antidifamación y los Congresos Sionistas. Entre 1144 y 1914 los historiadores estiman que se presentaron 150 acusaciones de crimen ritual de niños cristianos en Europa, el Imperio ruso y el Imperio otomano. Daniel Tollet contabiliza, en el espacio de la comunidad Polonia-Lituania, que incluía a Ucrania occidental y Bielorrusia, 97 casos entre 1500 y 1795. Los historiadores hablan de tres fases: la primera después de las cruzadas; la segunda en los siglos XIV y XV, después de la gran pandemia de Peste Negra que empezó en 1348; y la tercera en la segunda mitad del siglo XIX. En toda Europa estaba extendida la creencia en hechicerías, sortilegios, brujerías, satanismo y crímenes rituales. Entre ellas, las misas negras en la que las hostias consagradas eran mezcladas con la sangre y el corazón de las pequeñas víctimas. En la Edad Media las mujeres casadas eran vulnerables a la violencia, pero no en la medida que sostiene la percepción moderna. El número de mujeres asesinadas es muy inferior al de los hombres: 10 por 100 de los casos. El único delito violento en el que se invierten las proporciones es el infanticidio. De entre las numerosas presiones sociales, económicas, culturas y morales que empujaban a una mujer a deshacerse de su hijo quizá la más reveladora sea el hecho de que la sociedad medieval prefiera a los varones. En la Cataluña del siglo XIV, el 80 por 100 de las víctimas de infanticidio eran niñas: "Las hijas representaban un gasto y una carga, así que se las exterminaba; los hijos constituían un activo y una ventaja, de modo que se los conservaba". En las acusaciones de crimen ritual no están representadas éstas tendencias, las víctimas eran exclusivamente niños varones entre los dos y los siete años. El judío agnóstico Bernard Lazare en L´ antisémitisme, son histoire et ses causes (1894) defiende que no existe ningún libro hebraico, talmúdico o cabalístico que contenga la prescripción del crimen ritual. Por otro lado, hasta el siglo XVIII todavía se practicaron misas negras en las cuales sacrificaban niños. Acepta la gran presencia judía entre los médicos, los magos y los brujos. La brujería hacía gran uso de la sangre y conoció un auge a partir del siglo XII, que es el siglo del nacimiento de la acusación de crimen ritual. El católico Oscar de Ferenzy en Le juifs, et nous chrétiens (1935) también comparte la opinión de Lazare: "Hubo asesinato de niños, perpetrados por magos, brujos, sádicos, perversos, pero ninguno fue ritual (…) No hay crimen ritual, sólo hay asesinos". En un tercer ámbito de calumnias, encontramos la atribución a los judíos de insultos y blasfemias contra Cristo, la Virgen María y los principios de la fe católica. Nicolás Donin demostró que el cuerpo injurioso no eran calumnias en el juicio de París: "La cuarta, y probablemente la más grave de todas éstas acusaciones calumniosas, se refería a la profanación de formas consagradas con fines mágicos. Los autores de la calumnia no percibían que estaban incurriendo en contradicción, ya que los judíos no estaban dispuestos a admitir en modo alguno la presencia real. En el año 1243, en una aldea próxima a Berlín, se dijo que un judío había sobornado a un sacristán para que le entregara una forma ya consagrada, la cual fue posteriormente sometida a tortura. Con posterioridad a ésta fecha fueron señalados otros muchos casos en diversas zonas de Europa. En España disponemos de noticias concretas sobre tales profanaciones en Barcelona (1367), Huesca (1377), Lérida (1383) y Segovia (en torno a 1450). Como explicaremos en otro lugar, el famoso proceso del Santo Niño de La Guardia comenzó precisamente por una denuncia de robo de formas para profanar… Resulta muy difícil explicar, a siglos de distancia, cómo se podía haber incurrido en una tan patente paradoja. Las autoridades eclesiásticas no podían ignorar que los judíos no creían en el Sacramento y, por ello, era absurdo creer que pudieran ser sometidas a tortura o injuria las Formas consagradas. Si se trataba únicamente de un pedazo de pan, ¿Cómo podían tener efecto las operaciones de magia? Algunos teólogos cristianos, sin embargo, trataron de descubrir las razones íntimas de tal conducta. Veamos la explicación que nos brinda el dominico catalán fray Raimundo Martini en su voluminosa obra, Pugio fidei, que desempeñaría un papel importante en el ciclo de las persecuciones penínsulas. Satanás sí sabe muy bien que Cristo está realmente presente en la Hostia consagrada; los judíos, que son sus discípulos predilectos, han recibido de él ésta enseñanza. Martini añadía a continuación que, después de la destrucción del Templo de Jerusalén, se había llegado a un pacto entre un rabino judío y el propio Lucifer: en virtud de ésta alianza, la circuncisión, el descanso del Sabbath y el Talmud habían sido recuperados por los judíos, como señal diabólica, después de que Cristo los hubiera suprimido. En consecuencia, meta final, Israel no era el Pueblo elegido por Dios sino el Pueblo elegido por el diablo. Y de éste modo todas las calumnias quedaban justificadas. De éste modo, en el curso de los siglos XIII y XIV, Europa había logrado cerrar un ciclo de coexistencia con los judíos: éstos eran tan sólo servidores de Satán que los empleaba para destruir la fe cristiana" (Suárez, pp. 52, 53).

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La segregación judía.

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La sociedad del siglo XV se veía profundamente inclinada a creer en la magia, la brujería y todo tipo de sucesos extraordinarios. A los judíos se situaba en primera línea de tales sospechas. Ante los jueces se presentaban acusaciones que los designaban como aliados del diablo, el cual a su vez les pagaba dándoles poderes mágicos. Al referirnos a los sentimientos religiosos, es necesario introducir una matización: no se trataba de cuestiones doctrinales o ideológicas, de las cuales sólo hallamos referencias en los sermones de los predicadores. Los judíos eran físicamente contemplados con repugnancia, una especie de pecadores impenitentes con quienes el mismo contacto repele. Una de las denuncias radicaba en la supuesta enfermedad de la lepra que, en aquel tiempo, se consideraba muy contagiosa. En todas las ciudades se les prohibía compartir con cristianos las casas de baño; a lo sumo, se les asignaban días u horas especiales. Otra precaución, muy extendida en Provenza, pero que también encontramos en algunos lugares de España, consistía en prohibirles rigurosamente tocar alimentos que fueran a ser consumidos por cristianos. También era frecuente que se reservasen algunos pozos para uso exclusivo de los judíos. Mucha gente compartía como verdadera la creencia de que envenenaban las aguas. Las diferencias, visibles también por el olfato, entre los modos de alimentación judíos y cristianos, eran interpretadas en la misma línea. Por último, era muy frecuente que las casas de lenocinio se situasen en las inmediaciones del barrio judío. También es muy importante comprobar las medidas que se adoptaban en relación con el sexo por sus consecuencias biológicas. Se prohibía que las judías pudiesen amamantar niños cristianos; es cierto que aquí se daba una coincidencia con las normas hebreas, de modo que tampoco las nodrizas cristianas podían criar hijos de la otra religión. Pero cualquier judío que cohabitase con mujer cristiana, aunque se tratara de una prostituta, seria rigurosamente condenado a muerte; y en éste punto no existía completa reciprocidad. Lo que hacía de los judíos peligrosos portadores de una contaminación era otra cosa: que constituía herencia recibida. Sobre sus hombros, en la misma raíz de su ser, y mientras no se convirtiesen, pesaba la tremenda losa del deicismo. Las herejías cristianas, catarismo y movimientos de pobreza se presentaban además como una revolución social que combatía la riqueza de nobles y eclesiásticos, despertando la alarma seria de todos los poderes y aumentando significativamente la desconfianza hacia los judíos. Las herejías dualistas situaban la riqueza entre los males absolutos y rechazaban tanto la potestad regia como la autoridad eclesiástica. El Pontificado se vio en la necesidad de intervenir entonces para enseñar a los cristianos cuál era la actitud correcta en relación con el problema. No siempre había sido hasta entonces obedecido, de modo que se sentía la necesidad de repetir y aclarar sus mandatos. En el momento en que crecían los ataques, el papa Inocencio III decidió publicar una Constitutio pro iuadeis (1199) estableciendo el cuadro mínimo de derechos que debían ser otorgados por los reyes a los judíos, inspirándose en la que fuera la doctrina agustiniana: (a) Los judíos, a quienes la justicia perfecta de Dios conserva en medio de los cristianos en condiciones de inferioridad porque han rechazado la llamada, deben ser protegidos en sus personas y bienes con la esperanza cierta de que, con el tiempo, movidos por el buen ejemplo de los cristianos, se convertirán. (b) De ninguna manera pueden ser obligados a recibir el bautismo, ya que de acuerdo con la fe católica la libertad es indispensable para la recepción de cualquier sacramento, que se torna inválido en el caso en que la libre voluntad no sea respetada. (c) Las autoridades cristianas no pueden consentir que los judíos sean maltratados. En la Constitución se mencionaban expresamente dos actos de violencia: la profanación y saqueos de los cementerios y la interrupción de sus ritos y celebraciones. De ella y de las disposiciones que los reyes adoptaron, las comunidades judías retuvieron una convicción: su seguridad dependía exclusivamente de los monarcas y del Pontífice, ya que la sociedad cristiana, en general, los rechazaba y detestaba acumulando sobre ellos toda clase de calumnias. Las herejías cristianas aumentaron la desconfianza hacia los judíos y como consecuencia aparecieron las Órdenes mendicantes, franciscanos y dominicos, a quienes debía corresponder la educación de las masas cristianas. Desde el primer momento no dudaron los dominicos en plantear el problema judío desde nuevas perspectivas: el riesgo de que el Talmud, influyendo indirectamente sobre la sociedad cristiana, fuese fuente y causa de errores. En el IV Concilio de Letrán de 1215, a los frailes franciscanos y dominicos quedaban encomendadas principalmente tres misiones: lucha contra la herejía, reconversión de las doctrinas desviadas y educación de ésa nueva sociedad en que predominaban los ciudadanos. Es evidente que al definirse Europa como una Universitas sólo podían entrar en ella los que eran cristianos. Los no bautizados quedaban absolutamente excluidos de la sociedad: los hebreos y musulmanes infieles. Seguía vigente el principio de que si se convertían debían integrarse en igualdad de derechos con los demás cristianos. Confirmada la Constitutio pro uidaeis de 1199, se aclararon cinco puntos: (1) Los hogares cristianos no podían dar empleo a criados, criadas amas o nodrizas judías. Se recomendaba también a los fieles que prescindiesen de los médicos judíos; (2) Las autoridades estaban obligadas a adoptar aquellas medidas necesarias a fin de situar a los judíos en barrios separados de los cristianos, ya que no era conveniente la relación entre unos y otros; (3) La usura era considerada como un gravísimo pecado, condenado en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, independientemente de la persona con quien se practique. Había pues una especie de distingo con los versículos del Deuteronomio. Cualquier usurero, cristiano o judío, debía ser tratado como un pecador público; (4) Los judíos estarían en adelante obligados a usar signos distintivos que permitieran reconocerlos. El Concilio recomendaba especialmente dos: un sombrero ancho de forma peculiar y una rodela de color rojo o amarillo; (5) Se recomendaba la prohibición absoluta de encomendar a los judíos oficios que significase alguna clase de autoridad o poder sobre los cristianos. En la península ibérica los judíos eran considerados personas libres al interior de las comunidades y a las relaciones con la población cristiana. El Fuero Real y los ordenamientos de Valladolid (1258) y Sevilla (1269) dictados por las Cortes fijaban los límites a ése espacio de libertad interior: (a) El matrimonio entre judíos y cristianos estaba radicalmente prohibido. Las autoridades rabínicas insistían por su parte en dicha prohibición con tanto o más énfasis que el que ponían las autoridades cristianas. Ningún bautizado podía habitar en casa de judíos, criar a los hijos de éstos, invitarles o aceptar la invitación a una comida o acudir a los baños públicos en las horas reservadas a los judíos; (b) Toda relación carnal de un judío con una mujer cristiana significaba, para el varón, la pena de muerte. Si la mujer era virgen al cometer su pecado, perdería la mitad de sus bienes. Si se trataba de una casada, quedaría a merced del marido, el cual podría matarla sin incurrir en castigo. Si se trataba de una ramera, la primera vez sufriría pena de azotes, siendo condenada a muerte si reincidía. No hay que olvidar que las penas, dentro de la sociedad cristiana, también eran muy duras en ése tipo de delitos y que el trato que se daba a la mujer siempre era más duro que al varón; (c) Los judíos que se hallaban en posesión de fincas o tierras de labor podían contratar el trabajo de cristianos en calidad de guardas o labradores, pero sin que se introdujeran relaciones de servidumbre o de cualquier otra forma de dependencia personal. Cuando un esclavo musulmán reclamaba para sí el bautismo tenía que ser puesto inmediatamente en libertad; ésta era una condición que también se aplicaba a la población cristiana. (d) La conversión de un cristiano o musulmán al judaísmo se castigaba con la pena de muerte. Una norma que hallamos también en la ley islámica incluso en ciertos países en el momento actual. Nadie estaba autorizado, de acuerdo con la Constitución de Inocencio III, a obligar a un judío a recibir el bautismo. Pero aquellos judíos que impidiesen a uno de los suyos recibir libremente el bautismo, serían condenados a muerte. (e) Los judíos no podían ingresar en las corporaciones de oficios, que eran por esencia cristianas. Esto significaba la prohibición de aquellas tareas que las mencionadas corporaciones tenían bajo su monopolio. Por su parte, los cristianos no podían asumir ninguna clase de empleo que les colocase bajo la autoridad de un judío. Estaba autorizada la asistencia de médicos judíos a personas cristianas, pero en éste caso las medicinas recetadas tenían que ser preparadas por manos cristianas. (f) Las caloñas con que se castigaban los daños inferidos a los judíos serían cobradas por el propio rey o por los señores de quienes dependieran, pues eran parte de su propiedad. (g) La pena de muerte dictada contra un judío podía ser ejecutada colgando a un reo por los pies y no por el cuello como se acostumbraba entre los cristianos. De éste modo, el sufrimiento, consecuencia de la lentitud de la agonía, adquiría terribles dimensiones. (h) El aspecto más favorable de ésta legislación, la cual ha dado origen a juicios erróneos al ser presentado aisladamente, se refería a la administración de la justicia. En todos los juicios mixtos, librados ante el juez ordinario de cada lugar, los alcaldes estaban obligados a admitir la validez de los juramentos prestados sobre la Torah y no sobre los Evangelios. Lo mismo sucedía cuando los procesos llegaban al adelantado o merino en grado de apelación. Ninguna prueba podía ser aceptada por los jueces si faltaba al menos una persona en cada una de las partes. Entre los años 1140 y 1412 se había dado un gran salto hacia el cambio. En la primera de dichas fechas todavía los reyes y una gran parte de las ciudades estaban mostrando una voluntad clara de atracción y protectorado sobre los judíos, que ya estaban recibiendo muestras de odio; en la segunda se definía el rechazo completo, amenazándoles además con un empeoramiento progresivo de las condiciones si seguían tercamente empeñados en permanecer dentro de su antigua Ley. Las leyes de Ayllón del 2 de enero de 1412 fijaban un nuevo estatus para los judíos. No se trataba de otorgar a los judíos una plataforma de protección que hiciera posible su existencia dentro de un territorio de cristianos, sino, por el contrario, de establecer con claridad el círculo de prohibiciones que a ellos afectaban. Con toda claridad se expresaba el objetivo: convencer a los judíos que el bautismo era el único camino para escapar de dicho aherrojamiento: (a) Todos los municipios castellanos en donde habitasen judíos señalarían puntualmente los límites del barrio garantizando la radical separación con los cristianos. En un plazo de ocho días contados desde el momento en que dicho señalamiento tuviera lugar, todos los que no se hubieran bautizado tendrían que trasladarse a él. En adelante, su salida de dicho barrio así como los desplazamientos a otros lugares estarían sujetos a estrecho control y vigilancia. Ninguna previsión se hacía acerca de la extensión, salubridad o condiciones del barrio; todo esto quedaba al arbitrio de los regimientos. (b) La condición inferior, miserable y de cautividad que se atribuía a los judíos, debía reflejarse también en el aspecto externo. Usarían barba y cabellos largos adecuados al tópico de la suciedad que se les atribuía y vestirían paños baratos de color oscuro, de los que no excedían el precio de treinta maravedíes la vara. En la parte exterior de dicha ropa portarían una rodela bermeja. Expresamente se decía que todo esto estaba enderezado a demostrar su inferioridad. Las mujeres tenían que llevar un manto suficientemente largo para que les permitiera cubrir también la cabeza. (c) Ninguna cristiana, ni siquiera las rameras, podría cruzar los umbrales de la judería. Tampoco era permitido a los varones ocupar puestos en empresas o ejercer profesiones que les pusieran bajo el poder o autoridad de los judíos. (d) En adelante, los siguientes ejercicios profesionales u oficios artesanos quedaban prohibidos a los hijos de Israel: arrendamiento de tributos, almojarifazgos, herradores, carpinteros, jubeteros, sastres, médicos, cirujanos, farmacéuticos, drogueros, albéitares, tundidores, carniceros, peleteros, traperos, zapateros y comerciantes al por menudo. (e) Quedaba estrictamente prohibido que un judío pudiera utilizar el título de don, como sucediera con algunos judíos de Corte en tiempos pasados. (f) Las contribuciones internas, con las que las aljamas aseguraban su mantenimiento, tendrían en adelante que ser aprobadas por el Consejo Real. La España moderna, surgida de un matrimonio, de una herencia y de una guerra civil, está inscrita en el papel desde 1479, pero sigue siendo una abstracción. Aragón y Castilla conservan sus instituciones respectivas. En Castilla coexisten Galicia, Asturias, las Provincias Vascas, León, Extremadura, Andalucía, Córdoba, Jaén, Murcia y Toledo, que forman alrededor de Burgos, capital histórica de la Vieja Castilla, una constelación muy heterogénea. Aragón no está mejor distribuido: el particularismo catalán está fuertemente cultivado mientras que Valencia, caracterizada por una fuerte concentración de moros, nutre impulsos insurreccionales. La religión católica se convertirá entonces en el motor y en el instrumento de la política unificadora de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla. Aprovechando sus buenas relaciones con Sixto IV, que había validado su matrimonio por afinidad política obtuvo que el papa permitiera que un tribunal del Santo Oficio de la Inquisición fuera instaurado en Castilla y que fuera ella, como reina de Castilla, quien designara a sus miembros. El primer auto de fe tiene lugar en Sevilla el 6 de febrero de 1481. Dos años más tarde, Isabel estructura la institución inquisitorial creando el "Consejo de la Suprema y General Inquisición", compuesto por cuatro miembros y presidido por el inquisidor general. El primero en ocupar éste cargo fue el dominico Tomás de Torquemada, judío que se había convertido en un católico fanático. Es interesante ver hasta qué punto la Inquisición, desde el principio, se integra al dispositivo de gobierno de la Corona. Los Consejos son, en efecto, los órganos consultivos del rey. Que la Inquisición se estructure como un consejo indica claramente que los asuntos religiosos pertenecen, de ahora en adelante, a la esfera del Estado y se derivan del poder del rey, que nombra y revoca a los consejeros a su gusto. En ése mismo año, 1483, el papa Sixto IV accede al deseo de Fernando de instalar un tribunal inquisitorial en Aragón. Torquemada es inmediatamente nombrado inquisidor general de Aragón. Los tribunales inquisitoriales pronto se multiplican y el fuego de las hogueras se vuelve devorador. Impulsada por el éxito de la reconquista, Isabel firma el decreto de la expulsión de los judíos de España el 31 de marzo de 1942. Éstos son obligados a huir o a convertirse en un plazo de cuatro meses. Muy pocos se convierten y la medida inicial, que prevería que los judíos que eligieran el exilio podrían vender sus bienes y llevarse su dinero, es sustituida. Se prohíbe toda exportación de metal precioso y se organiza el proceso confiscatorio. En ése contexto, aquellos que eligen convertirse son objeto de sospechas: "Fernando e Isabel operaron rigurosamente dentro de ésta manera de pensar: no se mostraron ni más conservadores ni más modernos o más injustos que sus contemporáneos. Hacía mucho tiempo que España era una simple excepción al permitir legalmente la existencia de comunidades talmúdicas. Cuando finalmente se decidieron a aplicar en España las mismas medidas que ya se tomaran en Inglaterra, Francia o Nápoles, recibieron felicitaciones desde diversos puntos, incluida Roma, y ninguna crítica… El texto definitivo del Ordenamiento, en el que se contenían éstas tres disposiciones, fue presentado a los Reyes por el inquisidor general, Tomás de Torquemada, el 20 de marzo de 1492. De acuerdo con la estructura política adoptada por la monarquía correspondía al Consejo de Inquisición su redacción. Los monarcas lo firmaron y publicaron en Granada el 31 de marzo. Lo mismo se hizo después en todas las ciudades del reino. Los judíos disponían de un plazo de cuatro meses, es decir, hasta el 31 de julio, para vender todos sus bienes inmuebles o depositarlos en manos de terceras personas que pudieran venderlos después en mejores condiciones. Acabado éste tendrían que salir de España llevándose el producto y también los bienes muebles, guardando, sin embargo, la ley que prohibía sacar oro y plata. El plazo fue escrupulosamente observado porque Torquemada añadió diez días, teniendo en cuenta los retrasos producidos en el pregón del documento… Un detalle final que muchos ignoran. El 21 de diciembre de 1969, el decreto de 1492 fue declarado nulo y desautorizado. La comunidad judía española, reconstruida, con sinagogas y escuelas en bastantes lugares, se dirigió al Gobierno pidiendo que se hiciera de manera oficial dicha anulación. Tanto el ministro de justicia, Antonio Oriol, como el subsecretario Alfredo López, creyeron que no era necesario: todos los derechos y libertades estaban reconocidos. Pero al consultar con especialistas en el tema, éstos expresaron una distinta opinión. El decreto de 1492 no sólo contenía términos administrativos, sino que hacía un juicio repitiendo los términos de la "perversidad judía" (Suárez, pp. 387, 412, 442).

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Los degenerados sociales.

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Fabrice d´Almeida en "El pecado de los dioses. La alta sociedad y el nazismo" (TAURUS, 2008) expone la destrucción sistemática de la vida social de los "degenerados" como producto del trabajo de aislamiento e incomunicación emprendido por el régimen. Heinrich Himmler era el asistente personal de Gregor Strasser, cabecilla del Movimiento Nacionalsocialista por la Libertad y diputado del parlamento regional. En noviembre de 1923, secunda a Röhm en su tentativa de golpe. Luego se afilia al NSDAP refundado en 1925 y enseguida se convierte en el responsable administrativo de la propaganda (1926-1930). Su tarea consiste en organizar las giras de Adolf Hitler, el mejor orador del partido. Himmler le acompaña en las grandes ocasiones y aprovecha los viajes para asegurarse el favor del patrón. Su nombramiento al frente de las SS en 1929 es en gran parte el fruto de su complicidad con el Führer. Seguramente es él quien convence a Hitler de la necesidad de darles autonomía a las SS respecto de las SA. Entonces ya dispone de una secretaría. Su elección como diputado en 1930 le permite financiar una incipiente estructura administrativa autónoma para sus propios asuntos. En 1933, acumula a sus funciones la de responsable de la policía de Múnich. Desde éste cargo, organiza el campo de concentración de Dachau. El éxito de ésa experiencia hace que Göring lo llame para dirigir la policía secreta de Prusia (Geheime Staastspolizei, más conocida como Gestapo). Apoyándose en la Gestapo y las SS, dirige la destrucción del aparato de las SA, que en 1934 disentía. Consigue finalmente ser ascendido al rango de Reichführer SS (guía imperial de las SS) y agrupar en una sola secretaría de Estado del Ministerio del interior los servicios de la Gestapo y de las SS. Esto lo convierte en jefe de la policía del Tercer Reich. Su acumulación de poder no se detiene ahí. Las SS crean sus divisiones militares en 1940 (Waffen SS) bajo su dirección. Finalmente, le confían además la policía criminal y los servicios de información interior para que los agrupe dentro del RSHA, una gigantesca administración de la seguridad. En agosto de 1943, es nombrado Reichsinneminister y domina las SS, todas las fuerzas de la policía y de seguridad y su ejército privado, las Waffen SS. Robert Gellately en "La Gestapo y la sociedad alemana. La política racial nazi (1933-1945)" (PAIDÓS, 2004) expone la persecución de los "degenerados sociales". En los archivos de la Gestapo queda registrado un cierto número de grupos que eran objeto de una especial atención por parte del régimen -grupos de elementos "antisociales" como homosexuales y gitanos-. La gente a la que se colocaba la etiqueta de "moralmente disoluta" también era investigada, especialmente si se vinculaba a cualquiera de los demás grupos perseguidos. La sospecha de que, de algún modo, los judíos acaudalados explotaban sexualmente a las mujeres jóvenes a las que proporcionaban empleo espoleó una de las variantes del antisemitismo nazi. No es casual que las leyes de Núremberg prohibieran explícitamente no sólo las relaciones sexuales extramaritales entre judíos y no judíos, sino también que los judíos proporcionasen empleo, "como sirvientes domésticos, a los ciudadanos de sexo femenino cuya sangre fuese alemana o perteneciese al tronco alemán". La estipulación que prohibía a los judíos tener empleadas domésticas alemanas no entró en vigor hasta el 1 de enero de 1936. En la ley no se aludía expresamente a las mujeres empleadas en empresas judías, ni a las que trabajaban para profesionales como médicos y abogados. Sin embargo, y debido al difundido prejuicio de que los judíos abusaban de su posición de autoridad para obtener favores sexuales, se dejaba ésta puerta abierta a los denunciantes. Una de las primeras denuncias de "deshonra racial" que llegó a conocimiento de la Gestapo de Wurzburgo tras la reunión de Núremberg de 1935 hace referencia a un asunto acaecido en Schweinfurt. Ya el 26 de noviembre de 1935 una denuncia había conducido al arresto de un comerciante judío de 50 años llamado Ludwing Abramsohn. En 1926, éste hombre había empleado como oficinista a Wilhelmina Kohrt, y los interrogatorios indicaron que, Abramsohn había puesto su atención en la mujer -tal como, según se alegaba, había hecho antes con otras chicas-. Alguien dijo a la policía que Abramsohn y Kohrt hacían vida matrimonial, y en principio Abramsohn fue condenado a dos años de cárcel. Cuando llegó el momento de ponerle en libertad, la Gestapo le puso en situación de "detención preventiva", y no consiguió salir de Buchenwald más que para emigrar. A principios de abril de 1938 se envió una carta anónima al jefe de la sección de "alimentos y bebidas" del Frente del trabajo de Wurzburgo. La carta hablaba de Hanelore Krieger y de sus empleadores judíos en la empresa de M. Hanauer e hijo, una fábrica de licores de Wurzburgo-Heidingsfeld. Krieger era una obrera que había comenzado a trabajar como aprendiza en la fábrica en 1918. Poseía poca educación formal, y con lo que ganaba en 1938 ayudaba a sostener a sus ancianos padres: 190 marcos al mes. En 1927 o 1928, el novio de Krieger, según dijo ella más adelante, había tenido dificultades económicas, y ella había acudido a su jefe, Julius Rosenheim, obteniendo de él 200 marcos a cambio de una promesa de favores sexuales. Siguió visitando al anciano cobrando una tarifa de unos 50 marcos, y al quedarse sin ésta fuente de fondos, Krieger llegó a un acuerdo similar con el hijo de Julius Rosenheim, Alfred. En su defensa, dijo a la Gestapo que quería el dinero extra para ayudar a su novio, que era estudiante y que también pasaba por apuros económicos. Alfred Rosenheim y Hanelore Krieger fueron arrestados y llevados a juicio. Ante el juez, Krieger modificó el testimonio, y dijo que las relaciones sexuales habían terminado en el verano de 1934. Pese a que el tribunal aceptó éste cambio, y puso en libertad a Rosenheim, la Gestapo, sosteniendo que probablemente había sido sobornada por una tercera persona, puso no obstante a Rosenheim en situación de "detención preventiva", como correctivo de lo que la Gestapo consideraba un fallo del sistema judicial: "Bajo la dictadura nazi, se permitía que la prostitución siguiese ejerciéndose, aunque se la controlaba de forma más estricta. Un decreto del 9 de septiembre de 1939 impulsado por el Ministerio del Interior del Reich ponía a la policía local (la Kripo) a cargo de la adecuada vigilancia de los burdeles. Se produjeron acusaciones de conducta antisocial contra los proxenetas y contra otras personas que vivían de los beneficios obtenidos mediante la prostitución. Se crearon burdeles especiales para las fuerzas armadas, y también había establecimientos similares, con personal femenino foráneo, para los trabajadores extranjeros que se hallaban en Alemania. No obstante, las prostitutas podrían tener problemas con la Gestapo si aceptaban clientes judíos. Éstas relaciones también estaban sujetas a las leyes de Núremberg. La Gestapo utilizaba a las prostitutas como cebo para sus trampas. Sin embargo, no se registra explícitamente ningún caso de utilización de prostitutas en los expedientes de la Gestapo de Wurzburgo, y para mostrar cómo se engañaba a los desprevenidos judíos con el fin de ponerles en situaciones comprometidas y denunciarlos, han de completarse las fichas con otros materiales. En la medida en que se menciona a las prostitutas en los expedientes, los argumentos van encaminados a exponer las debilidades de determinados hombres pertenecientes a distintas organizaciones nazis. De lo contrario, los casos vinculados a la prostitución eran investigados por la policía corriente. Sin embargo, en Wurzburgo y en otras ciudades hubo casos en los que algunas prostitutas –o algunas personas de las que se sospechaba que actuaban como prostitutas- tuvieron problemas debido a que el cliente resultó ser judío. Por ejemplo, en marzo de 1936 los vecinos de una casa observaron que una determinada mujer admitía a gente que podía ser judía pese a recibir igualmente a miembros del partido, a SS y a SA. El soplo fue comunicado al jefe local del partido, quien, al transmitirlo a la Gestapo, mencionó que el marido de la mujer acusada, de la que se había separado, había dicho recientemente de ella que ahora se dedicaba a "ejercer su profesión". Casi al mismo tiempo, una mujer judía, Friedel Scharf, fue denunciada por la novena bandera de las SA de Wurzburgo. Scharf había sido recientemente dada de alta de una institución mental y era incapaz de hacer frente a la vida del exterior, especialmente a lo tocante a las leyes antisemitas. Se alegó que estaba saboteando las leyes de Núremberg, ya que abordaba deliberadamente a los hombres de las SA y trataba, no sin éxito, de seducirles. La queja afirmaba que esta mujer vivía como una prostituta. Tal como quería el dirigente de las SA, la Gestapo puso fin al asunto" (Gellately, pp. 274, 275). Otro cierto número de casos existentes en los expedientes de Wurzburgo sugiere enérgicamente que las mujeres implicadas en las denuncias eran, cuando menos, prostitutas a tiempo parcial, o, como sucedía en el caso de Krieger, que completaban sus ingresos proporcionando favores sexuales. En el verano de 1938, en la vecina Frankfurt, hubo un caso en el que estaba implicada una prostituta, y, a pesar de que no se había producido ninguna relación sexual, el acusado fue hallado culpable. El tribunal decidió que, a pesar de todo, la ley había sido quebrantada, dado que el concepto de relaciones sexuales prohibidas por los términos expresados en las Leyes de Núremberg incluía tanto la protección del "honor" alemán como la de la "sangre" alemana. El hombre fue sentenciado a dos años y dos meses de cárcel, período tras el cual fue probablemente puesto en situación de "detención preventiva" en un campo de concentración. La conducta sexual promiscua en la que se hallaran implicados hombres o mujeres judíos, así como las relaciones que hicieran caso omiso de las barreras étnicas que habían sido definidas ambas como delictivas, así que, en la medida de lo posible, fueron "barridas" después de 1933. A mediados de diciembre de 1937, Bernard Martin, un camionero casado y "ciudadano ordinario", se dirigió al Frente de trabajo de Kitzingen, para presentar los nombres de cinco hombres que habían tenido relaciones sexuales con Anna Laska, una mujer judía de 44 años. Martin sugirió también que, probablemente, Laska había abortado, un acto prohibido según el artículo 218 del código penal. Al preguntarle al jefe local del Frente de trabajo, Martin admitió que él también había tenido relaciones sexuales con Laska, aunque únicamente antes de que se hubieran promulgado las leyes de Núremberg, afirmación que, tras ser investigada, demostró ser falsa, lo que le costó un año de prisión, que empezó a cumplir en abril de 1938. Los judíos que tenían un historial delictivo y eran promiscuos se encontraban particularmente en peligro en la Alemania nazi. Tanto Friedrich Schleier, un carnicero judío, como Samuel Braunthal, un panadero judío de Wurzburgo habían tenido problemas con la ley antes de 1933. La mayoría de las acusaciones guardaban relación con oscuras prácticas empresariales de diverso tipo, pero Schleier había sido hallado culpable, en 1924, de un delito de agresión sexual de una joven lisiada, habiendo sido enviado a prisión por un espacio de tres años. También se decía que practicaba abortos, otro asunto grave. A principios de 1936, ambos hombres fueron denunciados por separado a la Gestapo. Schleier fue acusado de recorrer Kleinlangheim intentando convencer a varias mujeres de que se acostaran con él. Los cargos contra Braunthal eran igualmente vagos, sin que se mencionaran nombres ni fechas, excepto los que se obtuvieron al preguntarle a la Gestapo cuáles habían sido sus compañías sexuales con anterioridad a 1933. Pese a que después de ésa fecha no había pruebas de "deshonra racial", lo que Schleier y Braunthal habían hecho antes de la "toma del poder" selló su destino. Como primera medida, ambos fueron puestos en situación de "detención preventiva". Finalmente, Braunthal fue puesto en libertad y emigró a Estados Unidos, pero Schleier fue enviado a Buchenwald, donde murió el 25 de abril de 1940. Estos casos ilustran el modo en que la Gestapo utilizaba las leyes raciales para abordar las cuestiones relacionadas con las personas de quienes quería librarse debido a su pasado de promiscuidad y delitos. Los médicos judíos eran vulnerables, en especial si se sospechaba que practicaban abortos. El doctor Max Bloom era un especialista en enfermedades femeninas de Wurzburgo, y en febrero de 1937 fue denunciado, ya que se le imputaban dos cargos graves. Uno de ellos era el de haber practicado abortos. Sin embargo, a pesar de interrogarse a 52 antiguos pacientes, no se llegó a nada concluyente. El otro cargo, el de haber mantenido una relación ilícita con su ex secretaria, Maria Friedrich, parecía tener fundamento. Bloom había querido casarse con ella, y a principios de 1935 había obtenido los papeles necesarios. No obstante, tal y como ella indicó en su testimonio, "los posteriores acontecimientos políticos de Alemania les indujeron a perder toda esperanza de una relación continuada". Desde julio de 1935, fecha en la que Friedrich se marchó a Múnich, hasta su interrogatorio en 1937, la mujer no había visto al doctor Bloom, y tampoco le había escrito ni hablado con él. La homosexualidad se contaba entre las más grandes acusaciones morales que podía plantearse en la Alemania nazi, y desde el principio, el régimen dejó claro que emprendería una campaña para atajarla. La Gestapo estaba profundamente implicada en éste empeño, y, tal como dejan claro las fichas personales de Wurzburgo, hizo un gran esfuerzo para imponer ésa política. En el seno de las propias SS, Himmler dio algunos pasos decisivos para combatir la homosexualidad, entre los que cabe mencionar la expulsión de los homosexuales de la organización, y, con frecuencia, su destierro a campos de concentración, donde "morirían de un tiro mientras trataban de fugarse". Para el otoño de 1934, la Gestapo exigía ya, en toda Alemania, que sus puestos locales consignaran por escrito y enviasen a Berlín los nombres de los homosexuales previamente condenados, así como el de aquellas personas que fuesen sospechosas de serlo. Dada la sensibilidad oficial, no resulta sorprendente que se descubriera la existencia de numerosos homosexuales, los cuales eran enviados a Dachau desde la Baja Franconia: "La Gestapo mostraba una particular inquietud por tomar medidas enérgicas contra los judíos que eran acusados de ser homosexuales. Uno de los casos que llegó a juicio en Wurzburgo era uno relacionado con un vinatero judío, el doctor Leopold Isaak Obermayer, acusado de no solamente ser homosexual, sino también de ser pedófilo. Educado y culto, con ciudadanía suiza y alemana, Obermayer no se había mostrado impresionado por el hecho de que los nazis hubieran tomado el poder. Había tenido la precaución de depositar las fotografías de sus amigos homosexuales, algunos de ellos desnudos, en la caja de seguridad de su banco. En octubre de 1934, al tener noticia que su correo estaba siendo interceptado, acudió al jefe de policía de Wurzburgo, un viejo compañero de colegio, y más tarde al nuevo jefe de la Gestapo de Wurzburgo, Josef Gerum, un hombre que no sólo era un nazi fanático, sino que ponía un celo especial en la batalla contra la homosexualidad. Gerum arrestó a Obermayer por espiar y difundir rumores maliciosos, y se esgrimió la sugerencia, que nunca se tomó excesivamente en serio, de que podía haber tenido contactos con los ilegales círculos comunistas. Cuando la investigación descubrió las fotografías que conservaba en su caja de seguridad, fue tildado de "enemigo del pueblo". De no haber poseído Obermayer la nacionalidad suiza, éstas fotografías le hubieran acarreado la pena de muerte. Pese a todo, a principios de enero de 1935, fue enviado a Dachau. Gerum utilizó las pruebas contra Obermayer para fomentar en el distrito la animadversión hacia los judíos y hacia los homosexuales, y la prensa local agradeció la oportunidad de hacer pública la información que Gerum le había proporcionado. La Gestapo, o al menos Gerum, esperaba que los cargos de traición habrían de significar la pena de muerte para Obermayer, y probablemente también la confiscación de sus empresas y de sus propiedades. La complicación seguía siendo su nacionalidad suiza, y en septiembre de 1935, al verse sometido a las presiones que le llegaban desde Múnich y que le indicaban que, bien debía hacer efectivo los cargos, bien tenía que liberar al prisionero, Gerum acusó a Obermayer y le envió de nuevo a una prisión local. El decidido acoso de Gerum prosiguió, y a pesar de que Obermayer se las arregló para eludir una y otra vez lo inevitable utilizando todo tipo de tácticas –como la de apelar al ministro de Justicia-, el 13 de diciembre de 1936 el tribunal le condenó a diez años de cárcel. Transferido a Mauthausen, Obermayer murió finalmente a finales de febrero de 1943" (Gellately, pp. 280, 281).

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La conciencia nazi.

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Claudia Koonz en "La conciencia nazi. La formación del fundamentalismo étnico del Tercer Reich" (PAIDÓS, 2005), exhibe las bases de la ideología racial nazi. El término "conciencia nazi" describe una conducta colectiva secular que hacia posible la reciprocidad sólo a los miembros de la comunidad aria, definida de acuerdo a lo que, según los científicos raciales, eran los conocimientos biológicos más avanzados de su tiempo. Guiados por ellos, así como el virulento ideario racista expresado en Mein Kampf, el Estado nazi excluyó a categorías enteras de personas del mapa moral de la mayoría de los alemanes. El primer presupuesto de la conciencia nazi era que la vida del Volk (pueblo) es como la de un organismo, marcado por las etapas del nacimiento, el desarrollo, la expansión, el declive y la muerte. Aunque escritores anteriores, como Johann Wolfgang von Goethe, ya habían expresado nociones filosóficas de naturaleza similar, la metáfora orgánica se extendió por las ciencias sociales y la retórica política avanzado el siglo XIX. Herbert Spencer, cuyos escritos pueden considerarse contemporáneos de los de Charles Darwin, describía la evolución de las "tribus bárbaras" a civilizaciones avanzadas como el triunfo de un organismo sociológico superior. A principios del siglo XX, los pesimistas predecían que Occidente, en tanto que organismo "maduro", debía luchar por mantener su mera existencia en contra de la degeneración y la extinción última. Ésa lucha implicaba sacrificios personales y esfuerzos colectivos. A principios de la década de 1930, con unas cifras de desempleo que superaban el 30%, los políticos europeos y norteamericanos reactivaron la retórica de la Gran Guerra condenando el conflicto de clases, el materialismo y el enriquecimiento desmesurado y apelando a los ciudadanos a darlo todo por la supervivencia colectiva. En el discurso que pronunció tras su toma de posesión, Franklin D. Roosevelt, pidió a los estadounidenses que, para lograr la recuperación económica, estuvieran dispuestos a realizar los mismos sacrificios que si se hallaran en guerra contra una amenaza extranjera. En el Tercer Reich, una especie de mantra colectivo exhortaba a los ciudadanos de etnia alemana a "poner las necesidades colectivas por delante de la avaricia individual". La alternativa era la muerte de la comunidad. El segundo presupuesto de la conciencia nazi era que toda comunidad desarrolla los valores adecuados a su naturaleza y al entorno en que se ha desarrollado. Mientras algunos estudiosos de las ciencias sociales de la época, como el antropólogo Franz Boas, ponían el relativismo cultural al servicio de la tolerancia, los teóricos nazis lo invocaban para defender su propia superioridad. En la Europa de entreguerras, Hitler no fue el único en exaltar la identidad étnica. El paisaje político europeo aparecía poblado de antisemitas como el general Julius Gömbös, primer ministro de Hungría a mediados de la década de 1930; el fascista francés Charles Maurras; Leon Degrelle, jefe del movimiento rexista belga; y Jósef Pilsudski, presidente de Polonia. Al igual que Benito Mussolini, esos líderes populistas veían el renacer étnico como la condición previa para la salud de sus respectivos países. El tercer elemento de la conciencia nazi justificaba la agresión abierta contra poblaciones "indeseables" que vivieran en tierras conquistadas siempre que, a largo plazo, de ello se derivara un beneficio para los vencedores. La expansión de Occidente, desde las Cruzadas hasta el colonialismo, ha sido descrita por sus defensores como un fenómeno provechoso no sólo desde el punto de vista material, sino desde el punto de vista moral. Hoy nadie puede alegar moralmente la superioridad racial, la valentía, la disciplina y el idealismo para someter poblaciones. Pero bien que podemos usar el discurso de la democracia liberal y los derechos humanos para imponer la superioridad occidental en "sociedades bárbaras". El cuarto presupuesto subyacente a la conciencia nazi defendía el derecho de un gobierno a anular la protección legal de ciudadanos asimilados sobre la base de lo que ése gobierno definía como la "etnicidad". Sin embargo, lo que diferenciaba la política nazi de otras exclusiones étnicas era su victimización de ciudadanos que no mostraban diferencias físicas ni culturales que los distinguieran. Los alemanes con supuestos ancestros judíos, así como aquellos ciudadanos arios de los que se sospechaba que pudieran tener genes defectuosos o inclinaciones homosexuales, compartían pasado, lengua y cultura con sus acosadores. Pero mientras que los arios "defectuosos" que se reformaran tenían abierta la puerta a una posible readmisión en la sociedad, los judíos quedaron excluidos de la comunidad moral. Catalogados de seres peligrosos carentes de derechos, se convirtieron en un "problema" que debía resolverse con eficacia despiadada. Los liberales contemporáneos consideran que los derechos humanos son atributos universales que pueden ser respetados en cualquier parte del mundo, pero evidencian una típica desconsideración por la historia. Las actuales concepciones de los derechos humanos se desarrollaron paralelamente al Estado-nación moderno. Los teóricos liberales tienden a distinguir entre nacionalismo étnico –que, a su juicio, es negativo- y otras modalidades cívicas, que ven con buenos ojos. Pero la represión no es privativa del nacionalismo étnico. Las naciones se crean gracias al ejercicio del poder estatal en un proceso que, normalmente, implica la integración o la exclusión a la fuerza de grupos considerados ajenos, el caso de Israel y los palestinos. La construcción de regímenes cívicos en Francia y Estados Unidos comportó el uso de los sistemas educativos como instrumentos de integración, del mismo modo que la guerra y el servicio militar fueron utilizados para generar solidaridad frente al enemigo. La ortodoxia liberal da por sentado que los Estados-nación dotados de autogobierno son más libres que los imperios, pero éstos últimos han sido con frecuencia más acogedores con las minorías. La autodeterminación nacional está ligada estrechamente a la limpieza étnica y a la erradicación de sociedades eclécticas en las que diversos modos de vida han convivido en paz durante mucho tiempo. La promoción universal de la autodeterminación que los neoconservadores y los intervencionistas liberales ven con tan buenos ojos supone reproducir ésos males a escala mundial: "La Francia revolucionaria declaró que los judíos eran ciudadanos como todos los demás en 1791. Prusia los emancipó, parcialmente, en 1812. Al momento de su creación, Bélgica siguió el modelo francés. Dinamarca, en 1849. El Reino Unido otorgó progresivamente derechos a sus judíos entre 1849 y 1858, pero la entrada a las universidades tardó hasta 1871 y Nathaniel de Rothschild tuvo que esperar hasta 1885 para ser el primer judío en la Cámara de Lores. En el Imperio de los Habsburgo, las reformas se sucedieron entre 1840 y 1867. En Alemania, los judíos recibieron los derechos políticos entre 1869 y 1871, pero no pudieron entrar a la oficialidad en el ejército y tampoco en la alta administración sino hasta la Primera Guerra Mundial. En Italia, el Reino de Piamonte tomó la delantera y extendió la igualdad a los judíos al realizar la unidad italiana, entre 1859 y 1870. Serbia y Bulgaria hicieron lo mismo en 1878 y 1879, respectivamente. A finales del siglo XIX, sólo Rumanía y el Imperio zarista mantenían a los judíos aparte. La emancipación, para los propios judíos, fue una revolución que dividió la comunidad al cambiar totalmente su estatus en el seno de la sociedad global… La "sinagoga", denunciada por los filósofos del siglo XVIII como la conservación de todos los arcaísmos y del fanatismo, pasó en poco más de cincuenta años a ser el caballo de Troya de una modernización destructora de toda religión. Porque el reconocimiento de los derechos religiosos y cívicos de los judíos, al igual que la destrucción simbólica y más que simbólica de los muros de los guetos aumentaba la visibilidad de los judíos. No tenían derechos particulares ni privilegios ni estatuto de inferioridad. Ahora bien, hasta entonces el judaísmo se había concebido a sí mismo como religión y como pueblo. De repente, la sociedad global trataba su religión como cualquier otro culto, pero no quería saber nada de la otra mitad de su identidad: el pueblo debía fundirse en las democracias occidentales o esperar su emancipación en los países que no habían adoptado el concepto moderno de ciudadanía… A lo largo del siglo, en el marco de la "explosión demográfica" europea y angloamericana, se dio un notable crecimiento numérico de los judíos. De menos de dos millones en 1813, la población judía pasó a catorce millones en 1913, con dos grandes bloques: seis millones y medio en el Imperio zarista; tres millones y medio en Estados Unidos; un millón en Austria y Hungría; quinientos mil en el Imperio alemán; cien mil en Francia y en el Reino Unido; treinta mil en Italia" (Meyer, pp. 31, 32). Desde marzo de 1933, el club de golf de Berlín ha hecho saber a sus socios judíos que su presencia ya no es deseable. El Rot-Weiss Klub de Grünewald, donde se reunían los tenistas berlineses, les está ahora vedado a los judíos. En abril de 1933, su estrella Daniel Penn, que le había dado la victoria a Alemania al vencer a los británicos Fred Perry y Bunny Austin en la Copa Davis de 1929, es súbitamente excluido. La Federación de Tenis lo menciona explícitamente en las decisiones que toma para arianizar el deporte germánico: "El jugador Dr. Penn no será seleccionado para formar parte del equipo nacional en la Copa Davis 1933". El mundo del deporte, uno de los componentes esenciales de la vida humana, se vuelve totalmente impermeable. Las piscinas cierran sus puertas a los judíos, sobre todo a partir de las leyes de Núremberg de 1935. Leo Conti, responsable de la política sanitaria del NSDAP, ha mandado colgar desde ésa época en la playa Wansse un letrero: los judíos no deben bañarse ni tan siquiera mostrarse. Su objetivo de salud pública es limitar los contactos entre alemanes y judíos, evitar una promiscuidad física que considera degradante. Los judíos, según él, no tienen ningún sentido del pudor y transmiten enfermedades. Ése seudohigienismo se les inculca a los médicos del Reich y las comisiones sanitarias lo aplican. Después de los Juegos Olímpicos de 1936, la prohibición de acceder a los baños públicos se generaliza. A partir de 1935, los nuevos estatus de las asociaciones deportivas insisten en la construcción de duchas y vestuarios separados para evitar los contactos corporales con los "infrahombres". En 1929 Barcelona había celebrado con éxito su Exposición Universal, la ciudad catalana atrajo la atención internacional por su capacidad de organización. El Comité Olímpico Internacional vio una ciudad dotada para albergar el certamen olímpico. El XXXIX Congreso del COI fue asignado a Barcelona para estudiar las posibilidades sobre el terreno. Del 24 al 27 de abril de 1931 que coincide con serios problemas políticos en el país, el antecedente de la Guerra Civil Española (1936-1939). A las sesiones de trabajo sólo asisten diecinueve miembros internacionales y la decisión de concederle los Juegos de la XI Olimpiada es aplazada. En el XXVII Congreso del COI celebrado en Berlín del 25 al 30 de mayo de 1930, se dan a conocer las ciudades que buscaban la candidatura para la sede de los Juegos Olímpicos de la XI Olimpiada: Núremberg, Colonia, Fráncfort, Berlín, Alejandría, Budapest, Buenos Aires, Dublín, Helsinki, Roma y Barcelona. La mayoría termina retirando su candidatura por las malas condiciones para celebrarlos, excepto Barcelona y Berlín. El 13 de mayo se decide la votación por correspondencia en Lausana, favoreciendo los votos a Berlín por 43 a 16 de Barcelona y 8 abstenciones. Durante la celebración de los Juegos Olímpicos de los Ángeles de 1932, el ideólogo nazi Julius Streicher calificaba las Olimpiadas de "infamante festival dominado por los judíos". Hitler había sido nombrado canciller del Reich una semana después de la primera reunión del Comité Organizador, a pesar de que Hindenburg era el jefe nominal del Reich, el COI entendió que ahora debían negociar con Hitler. En marzo de 1933 Hitler recibe la visita del presidente y vicepresidente del Comité, quienes explican los proyectos y solicitan su colaboración. Hitler exige la destitución de dos de los miembros del Comité Organizador, entre ellos el presidente, Theodor Lewald, por su ascendencia judía. El mayor Comité Olímpico Internacional se vio obligado a intervenir. Su presidente, el conde de Baillet-Latour, amenaza a Hitler con cambiar las sedes de los Juegos de Verano y de Invierno que debían celebrarse en Alemania (Garmisch-Partenkirchen) si tales destituciones tenían lugar. Asimismo, le solicitó garantías de igualdad para los judíos alemanes. Hitler decide mentir, no podía comprometer la celebración de los Juegos Olímpicos de Berlín, su plataforma de propaganda política ante el mundo. En el Comité nacional de Estados Unidos había una lucha entre los que estaban a favor y en contra de que la Alemania nazi celebrara las Olimpiadas, el grupo encabezado por Avery Brundage (futuro quinto presidente del COI) se impone al intento de boicot de Ernst Lee Jahncke. Brundage fue el responsable de conseguir una mayor importancia deportiva las Olimpiadas de Hitler. Goebbels fue el maestro de la propaganda nazi, por primera vez la antorcha olímpica fue encendida en Olimpia, en el propio Templo de Zeus por el sacerdote de la Acrópolis, y transportada hasta Berlín por unos 3000 relevistas. Los atletas atravesaron Grecia, Bulgaria, Yugoslavia, Hungría, Austria y Checoslovaquia en nueve días. El 1 de agosto de 1936 el estadio de Grünewald con una capacidad para 110.000 espectadores, recibe la antorcha en medio de una manifestación paramilitar. Hitler hace su entrada triunfal por la Puerta del Maratón con el himno nacional Deustchland Über Alles, el pastor griego Spiridion Louis fue el encargado de entregarle una rama de olivo. Las victorias germanas en gimnasia, hípica, remo y vela compensan los disgustos del führer por los triunfos de los atletas negros norteamericanos que se llevaron 14 de 29 medallas de oro: Owens, Williams, Woodruf, Johnson. Los nazis promovieron la grandeza, la decencia y la sencillez en las producciones propagandistas de Leni Riefenstahl, contando con el diseño de los decorados y el desarrollo de las ceremonias de Albert Speer y la dirección musical de Herbert Windt, el compositor de los cantos oficiales del NSDAP: Sieg des Glaubens (la victoria de la fe) de 1933; Triumph des Willens (el triunfo de la voluntad) de 1934; Tag der Freiheit (el día de la libertad: nuestras fuerzas armadas) de 1935; Olympia de 1938, la primera vez que se filmaron unos Juegos Olímpicos con propaganda política. Encarcelada en primer lugar por los franceses y posteriormente por las tropas norteamericanas, Riefenstahl pasó cuatro años en prisiones y campos de detención. En 1952 fue liberada tras ser declarada inocente de crímenes de guerra. Más tarde le propusieron filmar los Juegos Olímpicos de Helsinki y los Juegos Olímpicos de Oslo de 1952, pero no aceptó con el argumento de que no podría superar su película: "Por una parte, ya convertida en la voz cantante de la "nueva" cinematografía del III Reich (la opinión de Goebbels, ministro de propaganda, era que "el filme alemán tiene por objeto la conquista del mundo y convertirse en la vanguardia de las tropas nazis"), en darle el adecuado fasto cinematográfico a la convención del Partido Nacionalista de Núremberg, en 1934. El producto resultante, "El triunfo de la voluntad" era, según palabras de René Jeanne y Charles Ford, "una especie de feria wagneriana en un Walhalla popular, pero cuya grandeza es innegable". Después le vendría el encargo de poner en celuloide lo que los jerarcas nazis intuían arrollador triunfo en los Juegos Olímpicos de Berlín. Con una tarea admirablemente bien relacionada desde el punto de vista profesional, Leni Riefenstahl sufrió un lógico período de ostracismo tras el final de la Segunda Guerra Mundial… Riefenstahl contó para la ocasión con la desbordada generosidad del Ministerio de Propaganda, que quería aplicar al pie de la letra, la máxima de Goebbels, según la cual, lo que necesitaba el cine alemán en "muchos acorazados "Potemkin". Para alcanzar su objetivo (y lo alcanzaría, ya que "Olympia" o "Los dioses del estadio" –título significativo con el que se estrenó en algunos países –es la película oficial por excelencia de todos los Juegos Olímpicos), la directora alemana dispuso de gran número de cámaras, se rodeó de un selecto grupo de operadores –Han Ertil, entre ellos- y le dieron dos años para montar más de cuatro mil metros de negativo. Las dos partes en que se dividía la película ("Fer der Völker" –La Fiesta de los Pueblos- y "Fest der Schön" –La Fiesta de la Belleza-), son una excelente muestra de grandiosidad, belleza, rigor, valor documental y evidente apología del régimen nazi, reforzado todo ello por la alta calidad de la música grabada en estudio y por los efectos sonoros, que dan el contrapunto adecuado a las espectaculares imágenes. La estética de los primeros fotogramas de "Olympia", basada en musculosos cuerpos desnudos de muchachos muy jóvenes, causó impresión entre el público de la época. Otra de las escenas que tuvo un gran impacto fue el polémico desnudo de la atleta norteamericana Helen Stephens ante los jueces y ante sus acusadores polacos. Riefenstahl perpetuó el momento con gran tacto en un largo y difuminado plano, escamoteado en las versiones para latinos. Con todas las connotaciones implícitas, "Olympia" fue la mejor realización cinematográfica –junto con "El triunfo de la voluntad"– durante el turbulento período hitleriano" (Asín Fernández, pp. 16, 17).

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Los intelectuales nazis.

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Las trayectorias biográficas del filósofo Martin Heidegger, del teórico de la política Carl Schmitt y del teólogo Gerhard Kittel iluminan el origen de la popularidad de Hitler entre los alemanes con un alto nivel de formación que antes de enero de 1933 no habían dado su apoyo a los nazis. Tras "abrazar" el nazismo, estos tres intelectuales apoyaron abiertamente no sólo la dictadura de Hitler, sino también su antisemitismo. Antes de 1933, los tres habían colaborado estrechamente con colegas y alumnos de origen judío; y, fueran cuales fueran los prejuicios que albergaran, el racismo no formaba parte de su vida académica. Sin embargo, en cuestión de meses, tras la llegada de Hitler al poder, defendieron la expulsión de los forasteros de etnia del cuerpo político. Profesores ampliamente admirados, sin ninguna vinculación anterior con el nazismo, los tres gozaban de una credibilidad mucho mayor que sicofantes como Alfred Rosenberg y Joseph Goebbels. A diferencia de la mayoría de viejos adeptos, que mostraban su racismo más descarado, ésas nuevas incorporaciones establecían los cimientos del antisemitismo "racional" de Hitler, que hasta 1933 había brillado por su ausencia. Las reacciones de éstos tres hombres distintos ilustran el atractivo ecuménico de una fuerza carismática tan plástica que quienes lo escuchaban podían modelar sus propios mitos del führer. Para Heidegger, Hitler era la autenticidad personificada, para Schmitt resultaba un líder decisivo, mientras que Kittel veía en él a un soldado cristiano. Heidegger, Schmitt y Kittel habían nacido con un año de diferencia (lo mismo que Hitler), entre 1888 y 1889. Durante la Primera Guerra Mundial, su generación había conocido la euforia de la unidad nacional y había oído los llamamientos a un sacrificio que hiciera posible la supervivencia del país. Diecisiete millones de hombres fueron llamado a filas. Dos millones murieron, y cuatro más quedaron gravemente mutilados. Mientras sus camaradas servían en el frente, Heidegger, Schmitt y Kittel dedicaban sus inmensos talentos a sus carreras académicas, lo que les permitió convertirse en respetados Herr Doktor Professor a edades relativamente precoces. Tal vez por no haber estado en las trincheras, los tres profesores veían al soldado alemán con gran respeto. Admiraban a Ernst Jünger, héroe de guerra y autor de éxito. Tras mantenerse apartados del compromiso político durante la República de Weimar, Heidegger, Schmitt y Kittel se unieron a las masas que recibieron con júbilo la llegada al poder de los nazis en 1933. Aunque no se encontraban entre los 300 profesores que firmaron la petición por la que se sancionaba el gobierno de Hitler en marzo, a los dos meses ya se habían afiliado al Partido Nazi. Estar afiliado al partido tenía ventajas como obtener becas para matricularse en estudios sobre la raza y acceder a los puestos de trabajo que habían quedado vacantes tras las purgas de individuos étnica o políticamente indeseables, pero ni Heidegger ni Schmitt ni Kittel, con sus cátedras aseguradas, necesitaban beneficiarse de ellas. En el transcurso de los años siguientes, los tres quedaron decepcionados con uno u otro aspecto del nazismo, pero ninguno criticó la política del partido en el poder ni se dio de baja de él. En el caso de Heidegger, gracias al aval de Edmund Husserl, se aseguró una plaza en la Universidad de Marburgo. Heidegger criticó el ambiente enrarecido de las hieráticas estructuras universitarias. En la tradición de Nietzsche, Schopenhauer y Kierkegaard, cargaba contra su constreñimiento pero, a diferencia de ellos, no se alejó de sus muros. En sus conferencias sobre Platón, así como en ciertos pasajes de Ser y tiempo, Heidegger expresaba sus esperanzas en una universidad reformada que se liberada de la complacencia e incitara a una "renovación espiritual de la vida en su totalidad". Renunciando al nihilismo de muchos críticos del ámbito cultural, Heidegger perseguía unas bases auténticas, una confrontación con la moralidad y la conciencia. Durante esos años se definía a sí mismo más como "teólogo cristiano" que como filósofo. En sus conferencias, Heidegger expresaba la esperanza de que "una trinidad de sacerdotes, soldados y estadistas" salvara al país. Pocas semanas después de que Hitler fuera nombrado canciller, Heidegger se sumó a un comité formado por Ernst Krieck, el pedagogo nazi y ferviente antiintelectual. Poco después, manifestó con vehemencia su oposición al "desarraigo que conlleva el relativismo ciego" e hizo un llamamiento para lograr una "educación alemana conformada por su responsabilidad ética con la verdad". En abril, Heidegger fue nombrado rector de la Universidad de Friburgo, cargo al que optó con el apoyo de los líderes nazis. La alegría de Heidegger por la defunción de lo que él veía como democracia superficial de Weimar se ponía de manifiesto en la palabra "esencia" (Wessen), que puntuaba su discurso –como en la "esencia de la verdad", la "esencia primordial de la ciencia", una "voluntad de esencia" y, "un tipo de conocimiento que ha olvidado su propia esencia"-. Heidegger abogaba por una "legislación espiritual" para "demoler las barreras entre departamentos y acabar con el anquilosamiento y la falsedad de la enseñanza académica". Las viejas ideas preconcebidas se verían "sacudidas". Los alumnos y la facultad formarían una "comunidad de batalla" (Kampfgemeinschaft) en la que se fundirían trabajo, poder y conocimiento. En aquel verano, Heidegger trabajó en la reforma universitaria con una comisión nacional reunida en Berlín, y pronunció conferencias en defensa del nazismo en las principales universidades. En una charla pública celebrada en Heidelberg, Heidegger se unió a Carl Schmitt y a Walter Gross, experto en raza del Partido Nazi, en su llamamiento a la "lucha". Cuando en 1937 falleció su propio mentor, Husserl, que era judío, Heidegger no asistió al funeral ni envió ninguna tarjeta de condolencia. Como Heidegger, Schmitt defendía el conflicto en sus obras teóricas, y suscribía la máxima de Thomas Hobbes de que la lucha era la esencia misma de la sociedad. Con su apoyo del Tercer Reich, Schmitt condenaba la diversidad, ya que un Volk monolítico estaba más preparado para vencer a sus rivales que un Estado dividido en facciones. Ampliamente considerado uno de los dos o tres teóricos políticos más originales del siglo XX, el entusiasmo de Schmitt por el nazismo y su obstinada negativa a retractarse después de 1945 indignaron tanto a sus seguidores como a sus detractores. Schmitt, al igual que Heidegger, se había criado en el seno de una familia católica de provincias. Pero, a diferencia de aquél, nacido en una región mayoritariamente católica, éste vivía en Westfalia, donde el grueso de la población era protestante. En sus años de estudiante de derecho, su preocupación por el estado moral de la sociedad contemporánea halló una válvula de escape en las ácidas sátiras de intelectuales pomposos, publicadas en un periódico bávaro de tendencia antisemita. En colaboración con un amigo, que era judío, Schmitt ridiculizaba la cultura moderna, con sus arribistas hebreos y otros estereotipos en ésa especie de antisemitismo "amable" tan común en la Europa occidental. En contraste con la densa prosa tan boga en su época, Schmitt desarrolló un estilo lúcido e inconexo que, en años posteriores, él mismo catalogó de "dadá avant la lettre". Mientras que "el mundo europeo se desgarraba" y se echaba a perder por "los estragos materiales y metafísicos de la guerra", se sumergía en la subcultura bohemia de Schwabing, en Múnich, y se relacionaba con artistas de vanguardia, pintores expresionistas y autores dadaístas. Se carteaba con Eugenio Pacelli (futuro papa Pío XII), asistía a las conferencias del teórico Max Webber y se dedicaba a la crítica literaria. Schmitt mezclaba la ética y la estética en su desprecio por la modernidad, que para él era sinónimo de vulgar materialismo. Sin religión que enseñara a la gente a diferenciar entre el bien y el mal, la cultura secular los dejaba indefensos entre las dos fuerzas en litigio. "En lugar de la distinción entre el bien y el mal apareció un sublime contraste entre la utilidad y la destrucción". Gracias a su colega y amigo, el economista Moritz Julius Bonn, obtuvo plaza de profesor en Múnich, donde llegó a ser conocido por la lógica descarnada y el estilo lúcido de sus conferencias y escritos. En una serie de lúcidos trabajos monográficos, Schmitt diagnosticaba con perspicacia las carencias de la democracia parlamentaria. Denunciaba que los dirigentes electos se mantuvieran por encima de los conflictos, pues lo consideraba hipócrita. La supuesta neutralidad del Estado servía sólo para enmascarar la lucha endémica por el poder entre grupos de interés enfrentados. Para Schmitt, la idea misma de "derechos universales" representada por la Sociedad de Naciones era anatema, pues producía una cacofonía de valores y aspiraciones contradictorios. De manera análoga, en la política interior, el pluralismo producía tantas opiniones que, en un momento de crisis, cuando sólo servía una acción decidida, los políticos, con sus disputas, no hacían más que perder un tiempo precioso con sus estériles debates. Al observar la parálisis de los políticos de Weimar durante la crisis económica mundial, acusó a éstos de polemistas, y estaba convencido de que, con tal de seguir discutiendo, serían capaces de permitir que el país se viniera abajo. Schmitt insistía en que la historia humana tenía su origen en Caín y Abel, y no en Adán y Eva. Del mismo modo que la estética distingue entre belleza y fealdad, y la ética separa el bien del mal, "la distinción específica en política a la que pueden reducirse las acciones y los motivos políticos es la que existe entre amigo y enemigo". En 1932, Schmitt tuvo la ocasión de poner en práctica su teoría del absolutismo durante la crisis política que se desarrolló como consecuencia del golpe de Estado reaccionario que tuvo lugar en Prusia. Los vehementes argumentos que Schmitt aportaba en su alegato legal en defensa del golpe llamaron la atención de Göring. A los pocos días de afiliarse al partido, la noche del 10 de mayo, alumnos nazis de todas las universidades alemanas quemaron libros de autores judíos. Schmitt aplaudió su acción en un artículo publicado en un periódico nacionalsocialista de difusión regional. Expresaba su alegría porque el "espíritu no alemán" y la "escoria no alemana" de una era decadente hubiera sido incendiada e instaba al gobierno que privara de la nacionalidad a los exiliados alemanes (cuyos libros habían sido quemados) porque éstos ayudaban al "enemigo". Schmitt elevaba sólo una crítica a quienes habían quemado aquellos libros: su lista de autores se había quedado corta. En vez de arrojar a la hoguera sólo obras de escritores no-alemanes, deberían haber quemado también los escritos de autores que, no siendo judíos, hubieran sido influenciados por ideas judías en las ciencias y las profesiones liberales (en las que, afirmaba, el influjo judío era tan fuerte como pernicioso). La consiguiente contribución de Schmitt a la causa se materializó en un panfleto muy bien escrito destinado al público en general y titulado Estado, Volk y Movimiento: división tripartita de la unidad política. En él justificaba la dictadura de Hitler en términos teóricos. En primer lugar, definía la política como la batalla entre amigos y enemigos de etnia. Schmitt catalogaba de manera sucinta el liberalismo político y la "cultura de asfalto" (expresión en clave para referirse a la influencia judía) de debilidad que solo la "voluntad implacable" de un führer decisivo podía erradicar. En segundo lugar, se preguntaba cómo sería la sociedad nazi. Sus dos atributos constitutivos eran la "homogeneidad" y la "autenticidad". En lugar de los políticos con sus discusiones, el poder alemán impondría una única voluntad de etnia (völkish). En oposición a la creencia en una moral universalista que había recibido tanto de su entorno católico como de su formación académica neokantiana, Schmitt elaboró una teoría de la justicia ligada al Volk, no a códigos legales. Toda comunidad de etnia desarrolla los valores legales adecuados a su "sangre y tierra" (Blut und Boden). Según su criterio, la autenticidad, definida como la fidelidad al propio pueblo, contaba más que una serie de conceptos universales abstractos a la hora de establecer las bases de la moral y la ley. Schmitt esperaba que el liderazgo moral hiciera cumplir determinados comportamientos morales entre sus súbditos étnicamente homogéneos. Gerhard Kittel, por su parte, desarrolló una teología antisemita que complementaba la teoría política de Schmitt y la filosofía de Heidegger. Aunque otros teólogos protestantes, como Emmanuel Hirsch y Paul Althans, también apoyaron el nazismo, sólo él dedicó de un modo tan decisivo su erudición al servicio del antisemitismo. Como en los dos casos anteriores, Kittel también se había sentido atraído por polaridades filosóficas. En 1917, Kittel aceptó una plaza de profesor en la Universidad de Leipzig, donde a su padre acababan de nombrarlo rector. Como estudiante, y en sus primeros años de docencia, perteneció al Movimiento Estudiantil Cristiano Alemán, y publicó una serie de ensayos en los que vinculaba el cristianismo con las tradiciones étnicas (völkish). Como en el caso de Heidegger y de Schmitt, él tampoco participó de modo activo en el frente. En 1929, Kittel definió la relación entre cristianismo y judaísmo sobre la base de cuatro ejes, tres de ellos positivos ("herencia, orígenes del Antiguo Testamento y raíces internas"). El cuarto, la "oposición fundamental", no lo motivó hasta 1933, momento a partir del cual se olvidó de los otros tres. Como el bien formado teólogo que era, procedió a categorizar y a enumerar sus opiniones. En primer lugar, identificaba tres variedades de antisemitismo: la "inofensiva", la "vulgar", la "no-sentimental". El "antisemitismo inofensivo", de la extinta época liberal –defendido por intelectuales decadentes, artistas y liberales en sus afectados círculos culturales- no era en realidad nada trivial, pues aquellos "degenerados" literarios eran los que, precisamente, habían causado el "problema judío" al acoger en su medio a los hebreos. Contaban chistes "de iniciados" sobre "circuncisiones y otros rituales", pero sus frívolos comentarios antisemitas no les impedían casarse con judíos, o permitir, como él decía, que "una gran dosis de sangre judía se mezclara con la de la etnia alemana". Kittel despreciaba los pertenecientes al segundo tipo, los "antisemitas vulgares", porque su odio visceral pero ignorante sólo producía palabras huecas. El tercer enfoque, que se basaba en la "fría razón" y en la erudición, ofrecía la única esperanza para evitar el peligro judío. Kittel ridiculizaba la confraternización con los judíos por considerarla una "enfermedad producto del sentimentalismo", y aseguraba que la expulsión se basaba en la razón, el conocimiento y el amor. "El mandamiento que Dios nos hace de amar no implica que quiera que seamos unos sentimentales": "En relación con la cuestión judía, el teólogo ofrecía cuatro enfoques: "Exterminación total" (Ausrottung), sionismo, asimilación y segregación histórica fundamentada. Rechazaba el primero. "El exterminio no puede considerarse seriamente". Si la Inquisición española y los pogromos zaristas no habían acabado con los judíos, sin duda Alemania, en el siglo XX, tampoco había de conseguirlo. El sionismo también fracasaría, porque Palestina era demasiado pequeña y ya estaba habitada por musulmanes. Además, añadía, su clima desértico implicaba tener que realizar mucho esfuerzo físico, y a los judíos les desagradaba ése tipo de trabajo. La tercera solución, la asimilación constituía la peor de las opciones, pues los cristianos no podían defenderse contra unos judíos a los que no podían reconocer, y porque éstos, que nunca se sentirían de verdad en su casa, estarían permanentemente alienados tanto de su propia herencia como de su cultura de adopción. Kittel abogaba por una cuarta opción, que pasaba por relegar a los judíos a lo que él denominaba "estatus de extranjería" permanente (Fremdlingschaft), por el que los judíos que ya residían en Alemania antes de 1933 podrían vivir en Alemania como perpetuos forasteros. Además de rechazar la creación de un gueto geográfico por considerarlo inviable, proponía una expulsión económica y cultural de facto. Los "parias" vivirían en la sociedad dominante, pero serían tratados como inferiores en todos los sentidos… Presentándose a sí mismo como valeroso tribuno de una verdad tan dura que pocos osaban expresarla abiertamente, Kittel recurría a su conocimiento de la cultura intelectual judía contemporánea para desacreditar el judaísmo. Citaba las obras de los teólogos hebreos Martin Buber, Hans Joachim Schoeps y Joseph Carlebach como prueba de una supuesta vaciedad intrínseca tanto del judaísmo liberal como del ortodoxo en el mundo laico. Apropiándose de la autocrítica de intelectuales judíos como Franz Werfel y Alfred Döbling, Kittel menospreciaba tanto el judaísmo ortodoxo como el reformado; aquél por estéril, y éste por carente de autenticidad" (Koonz, pp. 82, 84).

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Mein Kampf.

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Claudia Koonz explica que por más incredulidad que suscite concebir a Adolf Hitler como profeta de la virtud, en ello radica el secreto de su inmensa popularidad. Hitler prometía rescatar los valores del honor y la dignidad, salvarlos del materialismo, la degeneración y el cosmopolitismo de la vida moderna. Desde 1928 hasta mediados de 1933, período en que el apoyo electoral a los candidatos nazis pasó del 2,6% al 37,4%, el antisemitismo desempeñó un papel poco relevante para la captación de votantes. Miles de alemanes, decepcionados con una democracia que hacía agua y temerosos del comunismo en una época de catástrofe económica, se sintieron atraídos por la promesa nazi de un orden radicalmente nuevo bajo el control de Hitler. Al responder a la sensación de impotencia nacional de los alemanes, así como a su deseo de contar con líderes políticos en los que poder confiar, Hitler se convirtió en un predicador político de la virtud: el führer transformó en indignación moral la ira de sus seguidores ante el desorden cultural y político. Los bolcheviques amenazaban con la revolución; las mujeres emancipadas abandonaban sus responsabilidades familiares; los capitalistas amasaban inmensas fortunas; y los Estados extranjeros despojaban a Alemania del estatuto de potencia europea que le correspondía por derecho propio. A partir de 1933, una serie de técnicas sofisticadas y persuasivas prepararon a los alemanes, civiles y militares, para colaborar con un régimen que, durante la guerra, planificó el exterminio de judíos, gitanos, prisioneros de guerra y homosexuales, además de otras personas incluidas en la categoría de "indeseables". Hitler descubrió sus dotes de persuasión en las esquinas de Múnich durante los disturbios revolucionarios de 1919. Allí se dio cuenta de que "todos los grandes y decisivos acontecimientos no han llegado a producirse por la letra impresa, sino gracias a la palabra hablada". Como "la masa de la población es perezosa", no lee nada que contradiga sus puntos de vista, pero aceptará escuchar un buen discurso, incluso si en su primer momento se resiste a aceptar su mensaje. Contra la malevolencia de sus enemigos, Hitler abogaba por restaurar la fe en el "pueblo". Mientras otros políticos quebraban la unidad de Alemania, el prometía defenderla. Con mayor rapidez que sus rivales, recurrió a los más avanzados medios de comunicación para extender su llamamiento. Antes de que se inventaran sistemas de ampliación eléctrica de la voz, los políticos quedaban afónicos si se dirigían a una audiencia de unas cien personas durante poco más de quince minutos. Pero con los micrófonos y los altavoces, Hitler podía perorar ante decenas de miles personas. Sus contemporáneos lo comparaban a menudo con los actores, por la manera que tenía de estudiar sus gestos en las fotografías y de perfeccionar sus posturas más características frente al espejo. Como las estrellas del cine mudo, Hitler gesticulaba mucho y exageraba sus expresiones faciales. Pero a diferencia de ellas, se escribía sus propios guiones. Pero su carisma dependía tanto de su mensaje como de sus aptitudes teatrales. Los que se oponían al nazismo sólo oían odio cuando Hitler lanzaba sus diatribas contra el Tratado de Versalles, los comunistas, los políticos rivales y la democracia. Pero pasaban por alto una estructura que siempre repetía en sus discursos, y que consistía en contraponer, a cada estallido de furia, un pasaje de exaltada retórica en el que hablaba de sus más altos propósitos. Durante el juicio de 1924, se había jactado de ser inmune al "deseo de poder personal, de consideraciones materiales y de venganza personal". En 1933, volvía con su actuación. ¿Se aferraba al poder? No. Aceptar la cancillería "ha sido la decisión más difícil de mi vida". ¿Era cierto, como afirmaban sus críticos, que era avaricioso? En absoluto, no trabajaba "por un salario ni por el sueldo". ¡Lo he hecho por vosotros! Tan pocas eran sus necesidades materiales que vivía de los derechos de autor que le reportaba Mein Kampf. "Yo no deseo una villa ni una cuenta corriente en Suiza". A los que dudaban de su palabra les prometía que "nosotros no mentiremos ni haremos trampas". Al lector moderno, ésos cantos a la pureza moral y esos píos tributos a la generosidad le parecen tan hipócritas como banales, pero para los alemanes que tenían la fiebre bélica de 1914 o que habían crecido empapándose de los recuerdos de sus mayores, la mezcla hitleriana de idealismo y odio pulsaba una cuerda vibrante. En tres decisivos momentos, la carrera de Hitler pendió de un hilo. En los tres casos, las brutales milicias nazis, actuando de acuerdo a los deseos de su jefe, cometieron crímenes flagrantes que pudieron acabar con él. El primero de ellos se produjo cuando Hitler fue llevado a juicio por su participación en el conocido "Putsch de la Cervecería" de 1923. Los otros dos estallidos de violencia tuvieron lugar en los meses inmediatamente posteriores a la llegada de Hitler a la cancillería, en 1933, cuando los acólitos nazis atemorizaron primero a los comunistas y después a los judíos. En todos los casos, Hitler demostró su consumada habilidad para preservar su imagen de defensor de la rectitud. En 1919, recién llegado a la política, desplegó un abanico de agravios que atrajo a un grupo de seguidores leales hasta el fanatismo. Sus primeros discursos estaban plagados de imágenes desagradables de ávidos capitalistas, diplomáticos cobardes, políticos corruptos y bolcheviques sedientos de sangre. Y todos ellos, por más distintas que fueran sus manifestaciones, nacían de una misma fuente: "el judaísmo internacional". Dirigiéndose a veteranos de guerra desengañados y a ciudadanos desilusionados, juraba "con infatigable determinación cortar el mal de raíz y, con fría determinación, aniquilarlo de una vez por todas". Con 55 000 miembros a principios de 1923, el Partido Nazi era prácticamente desconocido más allá de Baviera. A medida que la situación del país se deterioraba (la hiperinflación del marco alemán, de 4 marcos a cuatro billones por dólar), los más duros de los grupos paramilitares hitlerianos (las SA, guardias de asalto) llamaban a la revolución. Durante la noche del 8 al 9 de noviembre, Hitler dio la orden y, junto al general Erich Ludendorff y dos políticos bávaros, marchó, con una brigada de 2 000 camisas pardas de las SA, hacia Múnich, donde planearon la detención de importantes altos mandos militares, el control de los medios de comunicación y el cambio de la Constitución. En Odeonsplatz, en el centro de la ciudad, la policía bloqueó la calle. Se produjo un intercambio de tiros que duró menos de un minuto, a consecuencia del cual murieron catorce nazis y cuatro policías. El juicio se celebró el mes de febrero del año siguiente. En tanto que ciudadano austriaco que había violado las restricciones impuestas por la situación de libertad condicional en que se encontraba, Hitler se enfrentaba a una posible deportación o a cadena perpetua. Su futuro político dependía de su habilidad de suscitar la comprensión de los jueces. Convirtiendo su entregada devoción por el pueblo en la piedra de toque de defensa, Hitler relató la historia de su pequeñísimo grupo de idealistas que habían osado levantarse contra el mal. Mediante sus largas diatribas y sus concisas respuestas, transformó en virtud su fallido intento de derrocar al gobierno. La magia de la retórica hitleriana funcionó ya en el primer día del juicio. Los jueces conservadores, aunque de ninguna manera pronazis, mostraron su admiración ante aquel traidor audaz. En el transcurso de las siguientes seis semanas, Hitler, el burdo agitador, se convirtió así mismo en un patriota inocente traicionado por una democracia demasiado débil para defender el honor germánico. Hitler transformó su imagen pública y pasó de ser un antisemita furibundo a convertirse en un tribuno resuelto del pueblo, que cautivaba a las audiencias con una visión de "limpieza en todas partes". Con el perfeccionamiento del formato pregunta-respuesta que con el tiempo se convertiría en uno de sus recursos más característicos, caricaturizó las alegaciones de sus críticos y las rebatió asegurando su propia virtud personal. Mientras los demás conspiradores insistían en su inocencia, Hitler aceptaba su responsabilidad en la violación de una Constitución que despreciaba. Contra las leyes de la tierra, él defendía su "derecho moral, ante Dios y el mundo, de representar a su nación. Se trata de una cuestión moral, no de mayorías". Eliminando la palabra "judaísmo" de su oratoria ante los jueces, Hitler se dedicó a vilipendiar el Tratado de Versalles y el bolchevismo, además de despotricar contra los liberales, a los que consideraba demasiado cobardes para defender el pueblo. Llevado a juicio por su carrera política, dejó de ser un agitador sectario para convertirse así mismo en un regenerador moral que invocaba un renacimiento étnico con el que se suprimirían las barreras de clase, religión e ideología. Reiteraba que, gracias a la democrática República de Weimar, "ley y moral" han dejado de ser sinónimos. Como la Constitución debilitaba el país, era la democracia la que traicionaba al pueblo. Gobernado por tibios liberales y por socialistas, el Estado se había deteriorado hasta el punto de convertirse en una institución materialista, en una "organización de personas que, al parecer, tienen una sola meta: garantizarse mutuamente el sustento diario". El 1 de abril de 1924, los jueces anunciaron que no lo deportarían porque había combatido con el ejército bávaro y porque "se sentía muy alemán". Comparada con las sentencias dictadas contra marxistas acusados de alta traición, que iban de quince años de cárcel a la cadena perpetua, la condena a cinco años con la que castigaron a Hitler quedaba en poco más que en reprimenda. Una vez ex encarcelado, apenas tres meses después de haber ingresado, la prensa del partido definió el hecho como un "regalo de Navidad para el pueblo". Plenamente consciente de que las autoridades podían prohibirle hablar en público o incluso deportarlo, empezó a mostrarse más cauto. Entre marzo de 1925 y el 30 de enero de 1933, día en que se convirtió en canciller, Hitler llamó a los alemanes a abandonar los partidos rivales, divididos, y a formar una "unidad, una voluntad unificada, por la que el pueblo luchará por su existencia sobre la Tierra". Allí donde en la época anterior al juicio en el que fue condenado había lanzado sus diatribas contra los judíos por considerarlos un peligro moral, a finales de la década de 1920 glorificaba a su virtuoso pueblo. La "nueva Alemania" es el término que se insinúa en todos los discursos para referirse a los cambios en curso y marcar la ruptura con el régimen de Weimar. Con el incendio del Reichstag el 27 de febrero de 1933 y la investigación subsiguiente se ilegaliza el partido comunista y todas sus organizaciones afines y se destruyen sus periódicos. El Gobierno procede a hacer detenciones preventivas en masa. El 28 de febrero el decreto del incendio del Reichstag "suspendía hasta nueva orden" las garantías de libertad personal que amparaba la constitución de Weimar. El apartado segundo del decreto permitía al gobierno nacional abolir la independencia de los estados federados y le capacitaba para introducir personas de su designación en la policía y en los sistemas judiciales. Entre otras cosas, el decreto daba a la policía el derecho a cursar órdenes de detención capaces de mantener a los sospechosos en situación de "detención preventiva", esto es, sin las garantías del procedimiento debido. El decreto suspendió la libertad de expresión, de prensa, de reunión y de asociación, y permitió violaciones de la privacidad de las comunicaciones postales, telegráficas y telefónicas. La privacidad personal y los derechos de propiedad resultaron invadidos cuando la policía recibió permiso para pasar por alto los anteriores límites legales en los registros domiciliarios y en las confiscaciones. Junto con varias medidas adicionales anteriores al incendio y otras decretadas inmediatamente, las nuevas disposiciones constituyeron una especie de "golpe de Estado" e introdujeron en Alemania la nueva condición de "emergencia permanente", situación que se prolongó hasta 1945. Las nuevas elecciones, en marzo, aumentan los votos al partido hasta por un 40 por ciento. En la campaña para las elecciones del 5 de marzo, los nazis llevaron a cabo un "levantamiento nacional": en su nombre aterrorizaron a sus oponentes, explotaron la idea de una amenaza izquierdista y solicitaron al pueblo que diera una oportunidad a Hitler. Tal como había prometido repetidamente, perseguía a los comunistas y otros grupos que representaban un peligro para la nación. Tras el 1 de abril de 1933, el boicot a las tiendas judías y la marginación de ésa parte de la población son otro medio para cohesionar a la comunidad nacional. El boicot de las tiendas y empresas judías es decidido por el Estado, y su brutalidad no se le escapa a nadie. La SA es el pivote de ésa manifestación. En todas las ciudades se reúnen activistas e instalan piquetes delante de los comercios judíos. Para el mundo judío alemán, el boicot marca una ruptura, tanto más profunda cuanto que las medidas discriminatorias a partir de ése día se multiplican. Se trata de aislar a los judíos y destruir todo lo que pueda asegurarles dignidad e ingresos. Al atacar determinados sectores clave, el NSDAP y el gobierno piensan que reducirían el lugar que los judíos ocupan dentro de las élites. El 7 de abril de 1933, los funcionarios judíos que han entrado en la administración pública a partir del 9 de noviembre de 1918, son cesados automáticamente de sus cargos. Sólo algunos excombatientes evitan el cese que priva a sus víctimas del derecho a la jubilación y de cualquier posibilidad de indemnización. El mismo día se prohíben los nombramientos de nuevos abogados judíos. Luego se ven afectados los médicos, ya que se les va a excluyendo de los acuerdos de reembolso de la seguridad social. Después se les prohíbe tratar a pacientes arios. Finalmente, el 23 de marzo de 1933, Hitler dispone de plenos poderes votados por amplia mayoría, incluidos los católicos del Zentrum. Ahora ya no está obligado a reunir al Reichstag, que sin embargo sigue existiendo oficialmente. Son veinte mil los que se exilian por motivos políticos. Muy pronto, los socialistas y los sindicalistas se ven sumidos en un universo de acoso y brutalidad: "La noche del 27 al 28 de febrero de 1933, un ataque terrorista causó el incendio del Reichstag. Los titulares lo definieron como el primer asalto de la revolución comunista. Siguiendo el consejo de Hitler, y con el beneplácito del gabinete, el presidente Hindenburg suspendió los derechos civiles. Los periódicos nazis hicieron un llamamiento a aplicar "mano dura" contra los comunistas criminales que habían prendido fuego al parlamento. Hitler condenó aquel "ataque ruin" y alabó a los "sacrificados bomberos", gracias a los que se había evitado la destrucción total del edificio. Haciendo uso de los poderes especiales que el presidente Hindenburg, en aquella situación de emergencia, le había otorgado, el canciller autorizó a Göring a que destinara 10.000 miembros de las SA, fuertemente armados, a labores policiales auxiliares. Göring les ordenó disparar a los "enemigos" a la menor provocación. Detrás tenían a casi un millón de guardias de asalto, así como a otras organizaciones de veteranos impacientes por entrar en combate. Cuando los abogados de los detenidos exigieron su liberación, Hitler declaró que los traidores carecían de derechos. En una alocución radiofónica, atizó el miedo al bolchevismo. La revolución de 1917 había tenido lugar a poco más de tres mil kilómetros de Berlín, y eso que el Partido Comunista de Lenin contaba con un apoyo minúsculo, comparado con los casi seis millones de votantes (el 17% del electorado alemán) que había apoyado al Partido Comunista en noviembre de 1932. Con las imágenes del parlamento incendiado en las portadas de todos los periódicos importantes, el régimen nazi se convirtió en el menor de dos males. Hitler ya empezado a cumplir con la promesa que había pronunciado hacía unas semanas: "En diez años, en Alemania no habrá más marxistas"… En las elecciones al Reichstag celebradas en marzo de 1933, los alemanes disponían de una ocasión para expresar sus reacciones ante el nuevo régimen. ¿Sería el miedo al bolchevismo mayor que el rechazo a la violencia rampante de los nazis? Con unos fondos ilimitados, el control de la red radiofónica nacional y los críticos de izquierdas en la cárcel, las elecciones distaron mucho de ser justas… Con la ilegalización del Partido Comunista, los líderes nazis negociaron con las formaciones católica, liberal y nacionalista. Cuando se celebró la votación, sólo 91 representantes del Reichstag, todos ellos socialistas, votaron contra la propuesta de conceder a Hitler poderes absolutos durante cuatro años… A los pocos días de la votación celebrada en el parlamento para conceder a Hitler poderes dictatoriales, en la prensa se publicaron los planes para iniciar un boicot nacional contra los judíos" (Koonz, pp. 52, 53, 54, 55, 59).

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Los Guardias de Asalto.

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En el argot de la década de 1930, "pardo" era sinónimo de nazi tan inequívocamente como "rojo" lo era de socialista. Un francés que recorría Alemania en bicicleta escribió que por todas partes se ve una "plaga parda". El periodista estadounidense William Shirer describió a 30 000 personas que escuchaban a Hitler como una masa "parda". En palabras de su biógrafo Joseph Goebbels lanzó un "hechizo pardo" sobre la nación. Hitler se dirigía a sus milicias llamándolas "mis hombres pardos de las SA", "mi ejército pardo", "mi baluarte pardo" o mi "muralla parda". Una mujer se definía con orgullo como uno de los "ratoncitos pardos" de Hitler. Un periodista alemán hostil al nazismo escribía sobre "escarabajos pardos" que inundan la alta sociedad berlinesa. En el verano de 1933, los opositores hablaban del rodillo pardo que había aplastado la vía pública. La animada diversidad cultural que caracterizó la era de Weimar desapareció en 1933. Mientras las críticas y las víctimas del Tercer Reich denostaban el nuevo desierto político, multitudes de nazis de la vieja guardia y nuevos conversos veían la llegada al poder del nazismo como una experiencia emocionante. Como sucedía a otros revolucionarios que habían llegado al poder, los dirigentes nazis, tras la victoria, se enfrentaban a un dilema. El radicalismo que alentaba a los nazis convencidos alejaba a los ciudadanos de a pie, de cuyo apoyo dependía la estabilidad a largo plazo. Durante los tres años anteriores, el Partido Nazi había obtenido unos resultados electorales espectaculares al dejar de lado los temas más sectarios, como el de la raza, y apelar a un fundamentalismo étnico. Eslóganes con mucha fuerza emocional pero vagos desde el punto de vista programático, como "¡Pan y Libertad!" y "Orden en casa y expansión en el extranjero" incorporaban a todos los alemanes. Pero la pasión que alimentaba el movimiento nacía de fanáticos que no estaban para tópicos. Para ellos, la victoria nazi les daba carta blanca para ejercer la violencia contra los judíos y para ajustar cuentas con sus enemigos políticos. Mientras Hitler seguía proyectando una imagen de seriedad moral, los jefes locales del nazismo se convertían en pequeños tiranos, y los matones del partido aterrorizaban a los judíos. Millones de moderados que habían votado a candidatos nazis y que habían aprobado la represión brutal contra los comunistas se oponían a la violencia ejercida contra los judíos. Al no haber pruebas de que éstos, en tanto que grupo, constituyeran un peligro para el pueblo alemán, con los boicots y los pogromos esporádicos se corría el riesgo de distanciar a amplios sectores de la población no adscrita al nacionalsocialismo. Así, mientras la vieja guardia clamaba porque se emprendieran acciones radicales contra los judíos, los recién llegados exigían que se pusiera coto a los desmanes. Enfrentados a lo que parecían expectativas irreconciliables, los dirigentes nazis explotaron una fuente de poder con la que no contaban los primeros revolucionarios: una ciudadanía con un alto nivel de formación y unos medios de comunicación tecnológicamente avanzados. El 14 de julio de 1933, un conjunto revolucionario de decretos estabilizó el régimen nazi. Como las leyes solían conocerse por la fecha de su aprobación, aquellas medidas legislativas parecían la respuesta histórica alemana a la Revolución francesa. Las nuevas disposiciones se inmiscuían en la vida pública y privada. El saludo con el brazo en alto y las palabras "Heil Hitler" sustituían al tradicional "Buenos días". Todas las organizaciones y partidos no nazis quedaban prohibidos, y la bandera tricolor –roja, negra y amarilla- de la democracia se reemplazaba por la roja, negra y blanca de la Alemania imperial. La constitución regional, que había preservado algunas identidades regionales y derechos de los estados, dio paso a un régimen centralizado en Berlín. Se promulgaron nuevas medidas que permitían al Estado privar de la ciudadanía a los exiliados que habían abandonado la Alemania nazi y a los alemanes naturalizados (identificados, en la ley, como "judíos del Este") que hubieran inmigrado al país después de 1918. Ciertos problemas estructurales exacerbaban las tensiones causada por el gran número de personas que solicitaban afiliarse al partido. Además, la victoria generaba más expectativas de las que el partido podía satisfacer. Integrantes de la vieja guardia deseaban saldar cuentas con sus opositores políticos; otros dirigían su ira contra los judíos. Como compensación por años de sacrificio, muchos de los primeros afiliados esperaban obtener algún cargo oficial, pues el 10% de todos los puestos funcionariales había quedado vacante tras las purgas raciales y políticas. Cuando finalmente los alcanzaban, se convertían con frecuencia en engreídos "jefes pardos", con fama de corruptos. Como eran pocos los "nazis de toda la vida" favorecidos con cargos que contaran con las aptitudes requeridas para desempeñarlos correctamente, la reputación del partido empezó a resentirse. Con menos de 300 gestores a tiempo completo, la sede central de Múnich se encontraba desbordada y apenas disponía de tiempo para evaluar las cualificaciones de los aspirantes. La suspensión de las afiliaciones que se decretó en junio de 1933, suponía un reconocimiento tácito de cierto desorden interno. Aunque constantemente se invitaba a ciertos individuos a afiliarse al Partido Nazi, la reapertura de las listas de afiliación no se produjo oficialmente hasta 1937. La explosión de adscripciones de 1933 dejó a muchos miembros de la vieja guardia sin puesto y con la sensación de haber sido traicionados. Durante más de un decenio, las brigadas de las SA habían proporcionado un ímpetu militar que había impulsado el movimiento. De pronto, los integrantes de sus filas ascendieron, de forma absolutamente desproporcionada, a puestos de mando. Encabezados por el capitán Ernst Röhm, la Guardia de Asalto pasó de los 71 000 de 1931 a los 400 000 a finales de 1932, cifra que, con la absorción de la organización de veteranos, conocidos como Cascos de Acero (Stahlhelm), se triplicó en 1933. Muchos miembros de las SA no se habían molestado en afiliarse al Partido Nazi, y la mayoría de ellos no habían sido formados en la doctrina del nazismo. Cultural y políticamente marginales, los guardias de asalto denostaban las comodidades de la vida moderna y ansiaban iniciar una lucha armada contra bolcheviques, capitalistas y judíos. La rápida victoria de Hitler los pilló por sorpresa. Aquellos viejos luchadores, que en muchos casos eran veteranos de guerra, recelaban de los recién llegados a la causa nazi. Invadidos por un creciente desánimo, muchos recordaban con nostalgia el pasado "tiempo de lucha", con sus intrigas políticas y sus peleas callejeras. Tras la fachada halagüeña del Gleichschaltung, los ánimos estaban por los suelos. Los miembros de las SA estaban acostumbrados a ser proscritos; como cabecillas locales del Partido Nazi, muchos creían estar por encima de la ley y despreciaban a la policía y a los funcionarios del gobierno. A los matones nazis no les gustaba tener que obedecer a altos cargos a quienes en otro tiempo consideraban enemigos. "Es ridículo –se quejaba Wilhelm Kube, un jefe local- que nosotros, los vencedores reales de la revolución nacionalsocialista, debamos plegarnos a las directrices de los burócratas". Miles de paramilitares descontentos encontraron una válvula de escape para su agresividad en el gamberrismo antisemita y en los asaltos brutales contra judíos con nombres y apellidos. Muchos secundaban la llamada del capitán Ernst Röhm a hacer una "segunda revolución" contra los grandes capitalistas. Un año antes de ordenar una purga de las SA, cosa que hizo en junio de 1934, Hitler defendió personalmente la necesidad de limitar la autonomía de las guardias de asalto. En 1933, el führer podría haber prohibido a las SA con el argumento de que, una vez alcanzado el poder, habían perdido su razón de ser. Pero no era propio de Hitler abolir instituciones del partido y, además, un ejército privado seguía sirviendo a sus propósitos. En lo que sí invirtió muchos esfuerzos fue en convencer a los Guardias de Asalto de que desistieran de una violencia gratuita y de que se convirtieran en soldados ideológicos. A principios de 1934, los líderes nazis ya hablaban menos de captar a nuevos adeptos y más de disciplinar a los nazis más recalcitrantes. Hitler despotricaba contra los "locos, los pequeños gusanos, los quejicas, los pigmeos"; Goebbels hacía lo propio con los "aguafiestas, los que buscaban los tres pies al gato, los saboteadores y los agitadores"; y Göring arremetía contra los "grupos de interés" y los "críticos improductivos". Tal vez los oyentes se preguntaran quiénes eran aquellas criaturas. Pero no tardarían en averiguarlo. La noche del 27 al 28 de junio Hitler ordenó una unidad especial de las SS que asesinara a Ernst Röhm, el capitán de las SA, y a 40 de sus más estrechos colaboradores. Durante aquella purga murieron entre 80 y 100 personas, no sólo Röhm y aquellos 40 guardias de asalto, sino también opositores políticos, funcionarios, periodistas hostiles, antiguos camaradas y oficiales militares retirados. Unas mil personas fueron detenidas y permanecieron varias semanas, y en ciertos casos varios meses, privadas de libertad sin cargos, mientras se saqueaban sus despachos, supuestamente en busca de documentos comprometedores que Hitler quería ver destruidos. Aquellos registros frenéticos, además del pago a chantajistas, apuntan a que Hitler temía que salieran a la luz pública datos sobre su pasado que luchaba por mantener ocultos. Tal vez le preocuparan los rumores sobre un supuesto abuelo judío, o tal vez deseara acallar las habladurías sobre sus tendencias sexuales. Un führer que, en todos y cada uno de sus discursos, presumía de su intachable moral, no podía permitirse un escándalo personal ni la amenaza de Röhm de iniciar una "segunda revolución" contra los capitalistas y los militares. Pero el hecho de que el garante de la moral ordenara un asesinato en masa exigía una justificación que resultara creíble a los alemanes de a pie, y que además convenciera a los propios nazis. Recurriendo a la fórmula que tan buenos resultados le había dado durante el juicio celebrado contra él en 1924, Hitler manipuló la interpretación de aquellos hechos. Del mismo modo en que convirtió en valeroso golpe su fiasco político, la purga de junio de 1934 pasó a conocerse como la "Noche de los cuchillos largos". El éxito dependía de la capacidad de Hitler para despojar aquel crimen tan obvio de sus connotaciones políticas y convertirlo en un acto moral. Inmediatamente después de los asesinatos, Hitler desapareció de la escena pública. Un comunicado de prensa informó de "sus graves conflictos de conciencia" (sin detallar más), al mismo tiempo que daba todo tipo de detalles sórdidos sobre aquellos "desviados sexuales" que habían sido asesinados en sus lechos al amanecer. Goebbels tranquilizó a los alemanes asegurándoles que "los granos apestosos, los semilleros de corrupción, los síntomas de degeneración… van siendo cauterizados". El 13 de julio, Hitler regresó de su retiro y pronunció un discurso en el Reichstag que duró una hora y se transmitió por radio. Asumía la responsabilidad de la purga, como había hecho con el golpe de 1923, y al hacerlo aseguraba haber rescatado al pueblo de una amenaza tan oscura que sólo podía detenerse mediante una acción tan drástica como aquella. Tras la purga de Röhm, Hitler ordenó iniciar una campaña contra la corrupción, los banquetes lujosos, las limusinas y la ebriedad. En Der Stürmer advirtió a los guardias de asalto (Sturmabteilung) que dejaran de "atormentar" (stürmen) en las calles y se dedicaran a desarrollar un "ser interior dinámico". La batalla de las calles se convirtió en una campaña para ganarse los corazones y las mentes. Dos juristas respetados fueron los encargados de sellar la impunidad de aquellos crímenes de Estado. Franz Gürtner, ministro de justicia, que no pertenecía al Partido Nazi, justificó los asesinatos, pues temía que, de otro modo, los ciudadanos pudieran desconfiar de su gobierno. Carl Schmitt razonó que, como la voluntad de Hitler era la ley suprema del país, "el verdadero führer es también, siempre, juez. El estatus de juez deriva del de führer… El acto del führer ha sido, en puridad, el ejercicio genuino de la justicia. No está subordinado a la justicia, sino que es, en sí mismo, justicia suprema". La autodefensa de Hitler dejaba muy clara las bases de la jurisprudencia nazi: los crímenes cometidos para proteger al Volk del peligro moral eran legales. Al proclamar su derecho en exclusiva a identificar ése peligro y erradicarlo, Hitler justificaba el recorte de libertades como protección contar el desorden. Así, en poco más de un año, había movilizado al populismo étnico para que sustituyera una democracia constitucional por un régimen facultado para asesinar en nombre de la moral, y había logrado que sus justificaciones sonaran creíbles a oídos de la mayoría de los alemanes. Durante los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, el filósofo Alexandre Koyré alertaba a sus lectores de lo vulnerables que resultaban las democracias a la subversión de personas sin escrúpulos que, desde dentro del sistema, se dedicaban a engañar a sus conciudadanos. Koyré observaba que, aunque la mentira es tan antigua como la civilización, "el hombre moderno –genus totalitarian- se baña en la mentira, la respira, es esclavo de ella". Koyré mencionaba a los gánsteres, a las fraternidades religiosas, a los grupos de presión y a las sectas, además de a los sectores políticos. Aunque sus miembros más entregados puedan sentirse decepcionados cuando tienen conocimiento de que sus líderes se alejan en público de sus verdaderas metas, llegan a apreciar, de manera gradual, la necesidad de que los líderes se muestren prudentes en una sociedad de masas. La "verdad permanece siempre oculta, sin pronunciar", y sin embargo constituye un secreto a voces, algo que todos intuyen. Hitler no revelaba en público lo profundo de su antisemitismo, seguro de que los acólitos de su partido entenderían el verdadero significado que se escondía tras su silencio público: "Sus diputados y él forjaron lo que Koyré denominaba una "conspiración abierta", en la que el liderazgo expresaba la aspiración más recóndita de la organización como un "criptograma" destinado tanto a tranquilizar a los que están fuera como a comunicar su mensaje a los que se encuentran dentro. En sus alocuciones públicas, Hitler trataba con gran detalle asuntos económicos y diplomáticos. Sólo en tres ocasiones entre abril de 1933 y la invasión de Polonia, en septiembre de 1939, expresó de manera directa su odio y sus fobias raciales. En el Reichstag, durante el Congreso de Núremberg de 1935, expuso el preámbulo de lo que serían las leyes que acababan con el estatus legal de los ciudadanos judíos en Alemania. Con la Guerra Civil española como telón de fondo, y aprovechando la presencia de Mussolini en el Congreso de Núremberg de 1937, Hitler clamó contra el "contagio" del judeobolchevismo y llamó a los líderes de las naciones "civilizadas" de la Europa occidental a seguir su ejemplo y combatir contra aquella "liga internacional de delincuentes judeobolcheviques". Posteriormente, con ocasión del sexto aniversario de su acceso a la cancillería, Hitler pronunció un discurso difundido por radio en el que predecía que, en caso de guerra mundial, los judíos serían "exterminados". Comparándola con el amplio abanico de temas que tocaba en sus discursos de dos o tres horas de duración, la política racial apenas figuraba en sus pronunciamientos. Sin embargo, Hitler encontraba el modo de hacer llegar sus "criptogramas" a los nazis más incondicionales, para asegurarles que, a pesar de la moderación que ejercía en público, no había abandonado el fondo racial de sus creencias. Cuando quería denunciar alguna idea que resultaba impopular, Hitler la catalogaba, sin más, de "judía". En el Congreso de Núremberg de 1934, por ejemplo, dijo a las mujeres nazis que "la expresión "emancipación femenina", tan atractiva… era sólo un término inventado por la intelectualidad judía"Mein Kampf se convirtió también, en sí mismo, en un tercer criptograma. Durante los años en los que Hitler apenas hablaba en público de la política racial, las citas de mayor violencia antisemita de la obra salpicaban las publicaciones del Partido Nazi… En la cobertura que los medios de comunicación hacían de los campos de concentración y las detenciones masivas, el terror nazi se describía como un mecanismo defensivo. Las referencias a la culpabilidad de las víctimas se enmarcaban en términos morales, no políticos y las voces de protesta se rechazaban y se consideraban influencias extranjeras. Al mantener un distanciamiento público respecto de los aspectos más impopulares de su régimen, Hitler –rodeado por un equipo de publicistas políticos- se comunicaba mediante criptogramas con sus acólitos nazis, al tiempo que tranquilizaba a las audiencias masivas haciéndoles creer en la bondad de sus intenciones" (Koonz, pp. 122, 124, 125).

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Las jaurías de Hitler.

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Cuando las tropas alemanas marcharon hacia al este, primero hacia Polonia y después rumbo a la Unión Soviética, la Guardia de Asalto y las SS ya pertenecían a una subcultura alimentada para la guerra racial. Así, cuando servían junto a nuevos reclutas, sus dotes de liderazgo les proporcionaban gran influencia. Con toda probabilidad, los hombres que ingresaban voluntariamente en las SA (Sturmabteilung, guardias de asalto) o en las SS (Schutzstaffel) ya habían experimentado la emoción de participar en festivales, mítines masivos y desfiles con antorchas. Se habían convertido en miembros de lo que los sociólogos de la época denominaban "la masa". El premio Nobel Elías Canneti, en un estudio sobre la formación de la masa, describía el procedimiento por el que un grupo heterogéneo y muy numeroso seguía absorbiendo a un número cada vez mayor de individuos. Asimismo, observaba la formación de "mutas", jaurías, unidades pequeñas, cohesionadas, independientes, que deliberadamente se establecían al margen de la masa. La palabra "masa" (Masse) implica inercia, mientras que "muta" (Meute), tiene ciertas connotaciones de movimiento, que en el vocablo latino que es su raíz, movita, se hacen explícitas. Si las masas se hacen fuertes con la suma de nuevos miembros, las mutas optimizan su ventaja eliminando a sus enemigos. Las masas son igualitarias, mientras que las mutas, constituidas por "hombres y guerreros", cultivan el separatismo. Los integrantes de una masa son intercambiables, pero en una jauría cada miembro resulta indispensable. Así la decisión de integrarse a las SA o las SS constituía un primer paso importante para quien quisiera identificarse no sólo con el Volk, sino con lo que Canneti llamaba "la jauría". En las culturas premodernas las jaurías estaban unidas por lazos familiares o tribales previos. En ése sentido, el contraste entre las jaurías premodernas y las milicias nazis no podía ser mayor. Los miembros de las unidades paramilitares nazis provenían de muchas regiones; eran protestantes, católicos, cristianos en general; tenían edades que iban desde los 20 a los 50 años; su nivel educativo era muy dispar, y tanto podía haber hombres con una formación profesional básica como doctores. La cohesión de las unidades no se daba como consecuencia natural del parentesco. En aquel caso, la identidad tribal la forjaban más bien técnicas muy complejas en las que se fundían tradiciones militares prusianas con un concepto claramente nazi de guerra racial. Dentro de ésa subcultura paramilitar, los hombres estudiaban al "enemigo", sopesaban estrategias alternativas para "atacarlo" y fortalecían los vínculos con los demás soldados. En un medio fuertemente masculino, por utilizar la jerga militar, se resocializaban y se desinhibían. Durante los primeros meses de gobierno nazi, Alfred Baeumler, especialista en Nietzsche e intelectual nazi, veía en aquellas formaciones constituidas sólo por hombres la única esperanza de renovación moral. En su opinión, doce años de democracia habían erosionado el altruismo masculino demostrado durante la guerra, y habían propiciado vicios femeninos como el egoísmo, el materialismo y la decadencia. Aquel decenio de indolencia sólo podía revertirse gracias a unidades de lucha formadas por hombres: "El hombre disipa sus dudas y vence su angustia no porque se vea a sí mismo como bueno en su totalidad, sino porque sabe cuál es su lugar, en qué comunidad o unidad (Verband) el destino lo ha colocado". Los organizadores nazis reclutaban a las masas de votantes nazis, pero las jaurías proporcionaban el dinamismo de lo que los miembros de la vieja guardia denominaban "nuestro movimiento de liberación". A diferencia de la masa amorfa, las jaurías de caza cierran filas contra los forasteros y se dividen entre ellos las tareas de depredación. Los paramilitares nazis cazaban juntos, rendían honores a camaradas martirizados, y se repartían el botín. También intercambiaban rumores, participaban juntos en deportes y actividades de ocio y establecían vínculos personales. Los ritos, la ceremonia y la jerarquía potenciaban su arrogancia racial, mientras que el trabajo en equipo creaba una hermandad entre ellos. En una subcultura que ensalzaba el honor, el valor y la lealtad, los paramilitares nazis cultivaban un elitismo que los distinguía de los soldados del Ejército regular (Wehrmacht). Aunque compartían una enemistad común por los judíos, las dos jaurías que evolucionaron a mediados de la década de 1930 –las camisas pardas de las SA y las camisas negras de las SS-, rivalizaban entre sí. La competencia agudizaba las identidades de ambos grupos y endurecía a los hombres de cara a futuras misiones. Cada una de ellas poseía una cultura propia, con ideas distintas sobre la mejor manera de librar a Alemania del llamado problema judío. Los saqueos, los incendios, los acosos psicológicos y los ataques con violencia física que proporcionaban a los guardias de asalto una válvula de escape a su ira contrastaban sobremanera con los métodos de los calculadores miembros de las SS, que acababan de modo metódico con los derechos civiles de los judíos, recababan información secreta sobre organizaciones hebreas, influían en la opinión pública y facilitaban el robo legal de las propiedades de los judíos. Mientras los hombres de las SA desafiaban a la opinión pública, los de las SS cultivaban la confianza en el pueblo. Aunque la duplicación de las estructuras de mando pudiera verse como ineficaz, los instructores militares saben desde hace tiempo que la competencia entre dos fuerzas redunda en la mejora de los resultados… Tras la purga de Röhm que tuvo lugar en junio de 1934, la existencia de dos milicias nazis rivales demostró su eficacia tanto a la hora de desorientar a las víctimas como a la de preparar a la opinión pública para una escalada en la persecución. Tres ciclos de violencia seguidos de sucesivos períodos de calma ilustran la eficacia de permitir que dos tácticas operaran en tándem. En la primera oleada, que tuvo lugar a principios de 1933, las SA atacaron a los judíos, saquearon y destrozaron sus propiedades y los humillaron en público. A la luz de aquella brutalidad, las limitaciones municipales y laborales contra los judíos aparecían como mal menor. Tras el segundo estallido de violencia, en el verano de 1935, muchos ciudadanos volvieron a expresar su alivio cuando los desmanes remitieron, y expresaron su esperanza de que las Leyes Raciales de Núremberg crearan un marco aceptable para el restablecimiento del orden burocrático. Finalmente, en 1938, los ataques salvajes que acompañaron la anexión (Anschluss) de Austria que se produjo en el mes de marzo y el pogromo de la Noche de los cristales rotos del 9 al 10 de noviembre hicieron que la desesperación de los judíos aumentara, mientras que la subsiguiente disminución de la violencia descontrolada creó la impresión de que la política pública era eficaz y la ejecutaban las autoridades adecuadas. Al estar acostumbrados al imperio de la ley, a los alemanes, tanto si eran judíos como si no, les resultaba difícil concebir que una persecución ordenada y enmarcada en el ámbito de la legalidad acabaría resultando más mortífera que la crueldad aleatoria. La rivalidad entre las SS y las SA también contribuía a una radicalización competitiva de la política nazi hacia los judíos, al vincular la identidad de cada una de las dos fuerzas a una "solución" distinta ante el llamado peligro racial. Comparado con el antisemitismo vulgar de las bandas callejeras que recorrían las calles, por un ejemplo, un miembro de las SS o un médico de Auschwitz debían percibirse a sí mismos como personas controladas-, por su parte, un guardia de asalto que apaleara a un comerciante judío podía tener la impresión de que el suyo era un acto de valentía, si lo comparaba con las anodinas tareas burocráticas de un detective racial de las SS. Un repaso de la prensa popular y de los materiales que emplearon en la instrucción de las SA y las SS nos permite apreciar las distintas identidades que iban conformándose bajo el manto de la ideología racial nazi. En los periódicos destinados a los "viscerales" SA y a los "racionales" SS, se configuraba dos enfoques claramente diferenciados de la política racial. Aunque no fuera la publicación oficial de las SA, Der Stürmer (El guardia de asalto), publicado por Julius Streicher desde 1923, expresaba el comportamiento duro y entregado de los nazis de la vieja guardia. Por su parte, desde marzo de 1935 las SS de Heinrich Himmler publicaban Das Schwarze Korps (El cuerpo negro), que encarnaba el espíritu de una élite tecnocrática. Como los dos periódicos iban destinados a un público general, nos brindan la oportunidad de analizar ésas dos jaurías paramilitares, así como a sus respectivos admiradores de la masa. Con unos artículos escritos con estilo vigoroso, en los que se intercalaban vistosas ilustraciones, los editores y los autores de ambas publicaciones atraían a un amplio abanico de lectores, entre los que se encontraban miembros de las milicias rivales. Un hombre de las SS podía reírse con el humor zafio de Der Stürmer, mientras que otro de las SA podía estar interesado en leer un artículo teórico de Das Schwarze Korps, pues ser capaz de entenderlo era para él un motivo de orgullo. El cultivo de las mentalidades diferenciadas de las dos milicias proporcionaba una especie de diversidad en el marco homogéneo de la ideología nazi. Cada publicación desarrollaba su propio concepto de peligro racial y su propio ideal de hombría. La moral que se invocaba para justificar los dos tipos de crimen contra víctimas inocentes no excluía los engaños, el robo, el chantaje ni la corrupción. En realidad, era seguramente el sentido de la rectitud de quienes perpetraban aquellos crímenes el que los hacía posibles, pues gracias a él racionalizaban casi todos los actos inmorales, que pasaban a ser "honorables" en la lucha contra los judíos o contra otros grupos. Así, delitos que en circunstancias normales se perseguían, eran considerados daños colaterales en el camino hacia una meta válida. La separación entre las dos jaurías paramilitares se hizo evidente tras la purga de Röhm que se consumó en junio de 1934, cuando las SS de Himmler, que había llevado a cabo los asesinatos, cerraron filas y, de manera gradual, fueron apartándose de la desacreditada Guardia de Asalto. Aunque la desmoralización llevó a más de la mitad de las SA a abandonar el cuerpo, los que permanecieron en él se dedicaron a funciones ceremoniales, a cultivar los vínculos con funcionarios nazis con mucho poder y a la instrucción de miembros de asociaciones nazis como las Juventudes Hitlerianas, el Frente del Trabajo y el Servicio del Trabajo. Aunque la influencia real de las SA cayó en picado tras la purga, su presencia pública siguió siendo alta. Como guardia de defensa personal de Hitler a mediados de la década de 1920, ése grupo de élite se caracterizaba por su promesa de mantener los más altos niveles de virtud (anerzogenen Tugenden) adecuados para una "alianza de hombres" superior, un Männerbund, en términos de Alfred Baeumler. Himmler insistía en unos métodos de selección muy estrictos, entre ellos la altura, el peso, la fuerza física y la evaluación que él mismo hacía de pruebas fotográficas que demostraran la buena forma de los candidatos. En contraste con lo sucedido en las SA, donde las sospechas de homosexualidad planearon desde el principio, Himmler defendía públicamente la heterosexualidad (dentro del matrimonio, y cada vez más, fuera de él) y la paternidad. Y, a diferencia del adoctrinamiento recibido por los guardias de salto, poco sistemático y superficial, Himmler preparaba a sus hombres para que desarrollaran un programa exhaustivo de protección racial (Rassenschutz) para el que requería estudio, disciplina y devoción espiritual. De unos miles de hombres en 1935, las SS se expandieron de prisa a medida que Himmler se hacía con el control de la policía secreta (la Gestapo), la policía criminal (Kripo), los campos de concentración (unidades de las Totenkopf), y de un pequeño cuerpo de policía femenino. En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, Himmler estaba al mando de unos 24 000 hombres. Nada ilustra mejor el contraste entre el carácter de las SA y las SS que la visión que cada cuerpo tenía de la opinión pública. Mientras que los hombres de las SA ignoraban lo que consideraban, despectivamente, escrúpulos pequeños-burgueses, los de las SS se cuidaban mucho de cultivar el respeto de los grupos que quedaban fuera de los círculos nazis. A principios de 1933, por ejemplo, miembros de las SA crearon campos de concentración por iniciativa propia, sin haber recibido, en la mayoría de los casos, órdenes ni supervisión. Indiferentes a la repugnancia generalizada que provocaba su crueldad arbitraria, los guardias torturaban y a veces asesinaban a sus indefensos prisioneros. Las víctimas, encerradas en campos improvisados, sin instalaciones de ningún tipo, sufrían los embates de la enfermedad y la desnutrición, además de las torturas. Una vez Himmler asumió el control de los campos de concentración en 1935-1936, a la mayoría de los presos se los consideró rehabilitados, y la población reclusa pasó de los 90 000 individuos de 1933 a menos de 10 000 a mediados de ésa década. Bajo la supervisión de la tristemente célebre División de las Totenkopf (Cabezas de la Muerte), la aplicación de unas reglas muy estrictas impuso una apariencia de orden en los campos restantes. No es que aquello redundara en una mejora de las condiciones de vida, pero sí supuso el paso de la violencia arbitraria a la crueldad sistemática. En 1934, la policía secreta de las SS inició su andadura con apenas unos miles de informantes "de confianza" (Vertrauensmänner), pero a finales de ésa década ya recibía análisis periódicos de la opinión pública realizados por 30 000 hombres. Streicher, por el contrario, pedía que los ciudadanos realizaran denuncias difamatorias públicas de los delitos cometidos por los judíos y sus lacayos, que ignoraban las prohibiciones antisemitas. Der Stürmer ejemplificaba el estilo zafio del que Hitler fue distanciándose para ganarse el favor de los alemanes bien educados y de las potencias extranjeras. Los alemanes que aprobaban el régimen sin ser seguidores incondicionales de la doctrina nacionalsocialista empezaban a convencerse de que el Partido Nazi se habría desprendido de sus oscuros orígenes: "Con todo, las cifras de ventas de Der Stürmer pasaron de los 25 000 ejemplares de 1933 a los más de 700 000 de finales de la década. El Frente del Trabajo (DAF) instaba a sus miembros a suscribirse a la publicación, y el comandante de la División de las Totenkopf, integrada en las SS, ordenaba a sus reclutas leerla. A los suscriptores se les animaba a prestar los números a sus amigos, y aproximadamente un 15% de cada tirada se distribuía de manera gratuita. Había unidades locales de las SA que construían aparatosos expositores en los que colocaban Der Stürmer en estaciones de autobús, quioscos de prensa y mercados, de modo que los transeúntes que pasaran por allí no pudieran evitar leer sus mensajes… Der Stürmer se convirtió, como expresó uno de sus lectores, en "un tabloide combativo que suscita amores y odios como ningún otro". Streicher merecía con creces su fama de "cazador de judíos número uno", según se expresaba en la causa vista del Tribunal Militar de Núremberg… En los primeros tiempos de su carrera editorial, Streicher dio con una formula económica que alcanzó notoriedad de Der Stürmer. Se trataba de que algún testigo relatara escándalos que tuvieran como protagonista la combinación de judíos, sexo y dinero… Como publicistas pioneros de su época, los miembros del equipo de Streicher captaron la importancia del lenguaje visual en una era de publicaciones accesibles a todo el mundo y de grafismos en color. En casi todas las portadas aparecían enormes titulares con letras rojas y alguna caricatura a toda página del genial artista Phillipe Rupprecht, que firmaba sus trabajos como Fips. Como Superman y Batman, los hombres de las SA, de poderosas mandíbulas, combatían contra los enemigos de la sociedad, cuyos rasgos exagerados los hacían indeseables. Sin embargo, a diferencia de muchos cómics estadounidenses, el lenguaje visual de Der Stürmer cargaba las tintas en lo pornográfico y estaba lleno de estereotipos peyorativos de los judíos. Rimas en dialecto y eslóganes como "Los judíos viven por la mentira y mueren con la verdad" potenciaban el populismo étnico de Streicher. Las citas de Mein Kampf destacadas en recuadros prestaban la autoridad de Hitler a un racismo zafio, incluso durante los años en los que él mismo apenas mencionaba la cuestión judía en público. Los hombres caricaturizados por Fips, de sonrisa maliciosa y aspecto judío, acosaban a señoritas rubias. Reptiles, vampiros, roedores y arañas identificadas con estrellas de David atacaban sanos hogares arios. Familias "judías" de gordos se veían ridículas vestidas con el traje regional bávaro. Políticos de piel oscura incitaban a los trabajadores a provocar disturbios, y banqueros con puros en la boca conspiraban para estafar a los ingenuos arios" (Koonz, pp.  263, 264, 265, 267).

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Autor del texto: Armando Ossorio ©

XPOFERENS

 

"La creencia en los poderes diabólicos de los judíos fue un rasgo destacado de los movimientos milenaristas de masas de la Baja Edad Media. Los judíos aparecían retratados en algunas pinturas como demonios con cuernos de cabra y la propia Iglesia trató de obligarlos a llevar unos cuernos que adornasen sus sombreros. Satán era caracterizado con rasgos considerados típicamente judíos y era descrito a menudo como "el padre de los judíos". Se creía que las sinagogas eran lugares eran lugares en los que se rendía culto al demonio, transfigurado en gato o sapo. Los judíos eran considerados unos agentes del diablo que tenían por objetivo la destrucción de la cristiandad e, incluso, del mundo en su conjunto.


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La singularidad del intento nazi de aniquilación de los judíos no viene únicamente dada por la escala del crimen, sino también por el carácter extremo de la meta. Los judíos eran considerados la encarnación del mal y su exterminio era visto como un medio para alcanzar el fin de la salvación del mundo. El antisemitismo nazi consistía en una fusión entre una ideología racista moderna y una tradición demonológica cristiana… El síndrome milenarista de la catástrofe inminente, la amenaza existencial del mal, las batallas en forma de breves cataclismo y el paraíso subsiguiente son elementos también visibles en numerosos movimientos políticos modernos".

 

John Gray.

Misa Negra. La religión apocalíptica y la muerte de la utopía.

PAIDÓS.

 

"Non nobis Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam".

Saya ©
 

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